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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (27 page)

BOOK: La esclava de azul
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Saludé al anfitrión, quien, haciéndose oír a duras penas entre la algarabía reinante, deseó que me divirtiera, y avancé hacia una de las escasas plazas libres al fondo del comedor. Una voz poderosa surgió entre el tumulto reclamando mi presencia con tal imperio que, o se trataba del dios Poseidón desde el más hondo de sus abismos, o de mi amigo Publio Antonio, que como pude comprobar pugnaba por expulsar a su vecino inmediato para hacerme un sitio en el triclinio. Ante su fracaso me conjuró a regresar a su lado en cuanto los criados empezasen a retirar a los primeros beodos de la velada.

—Allí tienes a Marco Manlio —me indicó, señalando hacia una de las tumbonas más próximas. El aludido levantó la vista e hizo un mohín de disgusto, como expresando cuánto había decaído aquel banquete en su estima al admitir tales invitados—. No está de buen humor. Dicen que ha perdido una fortuna apostando por los verdes.

Ocupé mi lugar entre una dama de tirante moño y un jonio de Halicarnaso, de profesión filósofo según sus manifestaciones. En aquellos momentos parecía dedicar sus meditaciones más profundas a una empanada de lamprea y a una copa de vino corintio, cuyo nivel descendía a pasmosa velocidad.

—Este pescado está pasado —refunfuñó, acreditando su condición de filósofo epicúreo—. A ver si salen de una vez las sirias y tenemos carne fresca.

El músico del salterio terminó su melodía, o se cansó de recibir los impactos de las almejas y su lugar fue ocupado por el tragafuegos. Mientras el jonio acometía vorazmente una bandeja de huevos de petirrojo, como si proyectase la extinción de la especie, la dama volvió hacia mí sus amplias y alabeadas fosas nasales y se interesó por mi estado y condición.

—¡Qué apasionante! —palmoteo. Y a renglón seguido, tras presentarse como Primaeva, sobrina de Cornelio Balbo, emprendió un minucioso interrogatorio sobre la última longitud del chitón de las atenienses y sobre si predominaban las perlas o la pedrería en el extremo de sus alfileres de pelo. Nunca he sido un estudioso de la materia, pero respondí como pude mientras mordisqueaba un sospechoso bocadito de carne que un sirviente me identificó como paladar de tejón. El tragafuegos se retiró, con síntomas evidentes de haberse quemado la lengua, y fue reemplazado por un funámbulo bitinio. El filósofo jonio aprovechó la ocasión para destilar unas gotas de su sabiduría helénica.

—¡Queremos chicas! —voceó, arrojando un hueso de faisán contra el artista— ¡Mueran los bitinios!

—¿Qué hace exactamente un exquiriente? —se interesó Primaeva, agotados mis conocimientos sobre moda femenina. Se lo expliqué pacientemente e indagué:

—Si no lo sabías, ¿por qué has dicho que te parecía apasionante?

—Los griegos nunca os dedicáis a vulgaridades, como ser cuestor, edil curul u otras ordinarieces semejantes. Claro está que espero no necesitar nunca tus servicios. Debe de ser horrible padecer un enigma. Una prima mía sufrió uno la otra noche.

—Me gustaría poder ayudarla —ofrecí cortésmente. La romana lanzó una ojeada al jonio, sumergido hasta la nariz en el ánfora de vino, y bajó el tono:

—Pobrecilla, apuñalaron a su marido durante una fiesta —explicó—. Los maridos son un poco pesados, pero no debe de ser agradable encontrarlos rebozados en su sangre, como un solomillo poco hecho —aunque la mayoría de los invitados, cansados de aguardar a las sirias, abucheaban en aquel momento al pobre funámbulo, el banquete de Balbo empezaba a parecerme interesantísimo. Primaeva amplió la noticia con un susurro—: No se lo cuentes a nadie, pero dicen que fue la diosa Némesis —simulé el adecuado gesto de pasmo y la dama continuó—: La pobre Livisa no tiene suerte con los hombres.

—¿No era su primer esposo?

—Legalmente hablando sí. Pero antes hubo un amor imposible. Tal vez te esté aburriendo con historias de familia.

—Nada de eso —negué—. Me conmueven los amores imposibles.

—Livisa, es decir, mi prima, lo mantuvo siempre en secreto, aunque en aquellos tiempos éramos muy amigas. Pero un día, arreglándome en su tocador, descubrí un relicario con un mechón de pelo y unas iniciales grabadas.

—Déjame adivinarlas —solicité, recordando el nombre completo de Turmo—. C.M.T. —la romana se rió.

—No has acertado ni una. E.F.C. Acosé a mi prima y acabó por confesarme que correspondían al nombre de su prometido secreto, pero no quiso descifrarlas.

—¿Por qué el secreto?

—Porque estaba casado y un divorcio escandaloso podría perjudicar gravemente su carrera.

—Cada vez hay más patricios que repudian a sus mujeres sin ninguna repercusión en sus carreras.

—Salvo que su superior sea un puritano, enamorado de la sana sociedad de nuestros antiguos, o que resulte el padre de la repudiada. Parece que en el caso de Livisa el supuesto era el segundo. Y, por otro lado, la esposa estaba muy enferma. Sólo había que esperar un poco y el problema se solucionaría por sí solo.

—¿Y qué sucedió?

—Que quien se casó fui yo. Mi marido estaba destinado en Itálica y durante algunos años perdí el contacto con Livisa. Cuando nos vimos de nuevo ella era la esposa de Elio Manlio y nunca volví a saber nada del misterioso E.F.C.

—¿Asiste a la fiesta tu marido?

—Me repudió hace dos años. Decía que era incapaz de guardar un secreto y que hablaba más de la cuenta con cualquier desconocido. Los hombres son así de injustos, ¿verdad?

No pude consolar debidamente a la romana porque en aquel momento, coincidente con la retirada del bitinio, sonó un redoble de tambor. Hacia el centro de la sala avanzaba una patrulla de músicos, armados con flautas y sistros, y tras ellos una inmensa cesta, llevada en andas por nueve o diez esclavos. El jonio, conmocionado por la impresión, estuvo en un tris de caerse del triclinio.

—¡Las sirias! —vociferó entusiasmado— ¡Ya era hora!

Entre un silencio absoluto los flautistas iniciaron una tenue melodía, inequívocamente oriental. La tapa de la cesta se abrió y en su interior, acompasados con el tintineo metálico de los sistros, unos crótalos empezaron a castañetear. Uno tras otro, hasta una docena de brazos morenos se alzaron sobre el nivel del recipiente, oscilando en un leve serpenteo.

El ritmo se aceleró, al tiempo que la primera de las bailarinas, contoneando todo su cuerpo en ondas movedizas, abandonaba la cesta. Adornaba su cabeza con una piel de serpiente, de la que sobresalían, a la altura de su frente, dos grandes colmillos curvos. El resto de su indumentaria ocupaba menos espacio que el necesario para describirla: unas cuantas escamas verdes que cubrían, y no exhaustivamente, los más comprometidos sectores de su anatomía; una viperiforme gargantilla de jade y un puñalito enfundado en su vaina. El jonio se había asido a mi antebrazo.

—No me importaría que me mordiese —suspiró.

Otras cinco mujeres-serpiente se habían añadido a la primera y cimbreaban sus cinturas al son cada vez más trepidante de los sistros. En un movimiento sincronizado desenvainaron las dagas e iniciaron un rápido intercambio de amagos, fintas y pasos de puntillas. En una esquina de la sala el sirio de los ropajes encarnados asistía complacido al murmullo del auditorio masculino, al borde de la hipnosis.

Decidí aprovechar la coyuntura para una despedida personal. Guardé en un pliegue de la túnica un abundante surtido de pastelitos y empanadas, aparté la mano del sirio —en aquellos momentos podía habérsela aserrado sin que reaccionara— y abandoné el comedor, camuflado entre la hilera de invitados que con pasos tambaleantes se encaminaban hacia la sala de vomitorio.

Salí al patio, iluminado por los rescoldos de las fogatas, intercepté a uno de los esclavos que acarreaban nuevas tinajas de vino hacia el insaciable sumidero del banquete e indagué el paradero de Baiasca.

—La hemos guardado en el cobertizo de los jardineros, bien atada —respondió—. El sirio amenazó con desnarigarnos si se fugaba antes de embarcar. Dicen que ha costado cinco talentos —amplió, con un gesto admirativo—. En esa dirección. Es una caseta pequeña, con un vigilante en la puerta, seguramente dormido. No tiene pérdida.

—Trataré de no despertarle.

—Con todo el vino que lleva bebido ni aunque te lo propusieras lo conseguirías. ¿No pensarás liberarla, verdad? —planteó, repentinamente alarmado.

Le tranquilicé con uno de mis vagos gestos evasivos y busqué el cobertizo indicado. Junto a su puerta, conforme a lo previsto, roncaba plácidamente un sicario de faz rojiza, que esquivé para asomarme al interior de la construcción.

Baiasca estaba sentada en el suelo, entre una pila de macetas y un montón de sacos de abono, con los brazos por detrás de uno de los postes verticales que reforzaban el techo. Levantó la vista como si esperase mi llegada y descruzó las piernas. Volví un tiesto boca abajo y me acomodé a su lado.

—Creía que tu nueva ocupación necesitaba más holgura de movimiento, —señalé. Sonrió sin muchas ganas y explicó:

—Me han dicho que no me desatarán hasta que zarpe el barco —saqué las empanadillas y se las ofrecí—. No tengo hambre —negó.

—Supongo que una bailarina debe cuidar su línea, pero tú aún estás muy lejos de perderla.

—Puedo esperar hasta que tenga las manos libres —comprendí que era inútil insistir.

—¿No me preguntas por la fiesta? Al fin y al cabo era mi primera orgía romana.

—¿Qué tal la fiesta? —obedeció Baiasca.

—Esperaba algo más animado. Pero creo que tus nuevas compañeras le están dando en estos momentos todo el picante necesario —la cémpsica bajó la cabeza.

—Si me obligan a vestirme como ellas me moriré de vergüenza.

—Verás cómo te acostumbras —le animé—. La danza es un arte muy respetable, aunque se ejercite sin demasiada ropa. Y por lo menos en Siria hace mejor tiempo que aquí —creí preferible cambiar de tema—. He hecho un descubrimiento interesante —anuncié. Y empecé a relatar las revelaciones de la romana sobre el amor secreto de Livisa. A media explicación me interrumpí—. No sé para qué te molesto con estas historias —admití—. No es probable que vuelvas a ayudarme en ningún enigma.

—No es ninguna molestia —aseguró la cémpsica.

—Tendré que aprender a arreglármelas sin tu colaboración. En realidad —planteé, afrontando la cruda realidad— he venido a despedirme. Quería darte las gracias por lo mucho que me has ayudado. Sin ti esta profesión no me va a resultar la misma.

—Encontrarás otras ayudantes mejores —me consoló Baiasca. Pese a la serenidad de ánimo con que había acudido a la cita, algo dentro de mí empezaba a ponerse acuoso.

—Ojalá las cosas hubieran ido de otra forma —me rasqué la nuca, indeciso sobre cómo continuar—. Quiero decir que estoy seguro de que tú y yo nos habríamos llevado muy bien. El consultorio habría ido viento en popa y tal vez un día... Quiero decir que con una esclava como tú... —el nudo gordiano, que Alejandro cortó en Frigia, era un lacito de niño comparado con el que yo me estaba organizando en mi interior.

—Ya te entiendo —asintió muy suavemente la cémpsica.

—No sé el qué, si yo mismo no entiendo nada —repliqué—. Lo que quería decir era que cuando se tiene la suerte de encontrar una esclava de tus condiciones resulta muy doloroso perderla para siempre.

—La vida da muchas vueltas —corrigió Baiasca.

—Tienes razón. A lo mejor algún día actuáis en Atenas. Iré a verte en primera fila y en los descansos te enseñaré la ciudad.

—Me gustaría mucho.

—Y al fin y al cabo el mar no ha sido nunca un obstáculo para un griego. Te prometo que cuando ahorre un poco viajaré hasta Antioquía para visitarte. Y si las cosas han ido bien tal vez llegue a instalar una sucursal de mi negocio —Baiasca hizo un gesto afirmativo. Decidí cortar las intenciones de futuro. Empezaba a correr serio peligro de enternecerme más de la cuenta—. De momento sólo puedo desearte que tengas toda la suerte del mundo.

—La voy a necesitar —corroboró la cémpsica.

—Tú puedes hacer bien todo lo que te propongas. Estoy seguro de que dentro de poco serás la mejor bailarina de todo Oriente.

Baiasca apretó los dientes antes de replicar:

—No quiero ser bailarina. Quiero ser libre y volver a mi tierra —el arrebato de la cémpsica, tan inusual en ella, obró en mí como un resorte.

—Puedo desatarte y ayudarte a escapar —ofrecí—. Si tu guardián se despierta le daremos en la cabeza con una pala. Marcia te esconderá en su casa hasta que dejen de buscarte y yo te prestaré mis ahorros para que regreses a tu país —meditó la respuesta unos instantes.

—No seré esclava fugitiva —decidió—. Si algún día quedo libre será por mis propios medios.

—Puede ser tu última oportunidad en mucho tiempo.

—Aún confío en que las cosas se arreglen. Gracias de todas formas.

—¿Puedo hacer algo más por ti?

—Ya has hecho demasiado —me encogí mecánicamente de hombros. A continuación inicié el ademán de estrecharle la mano. Lo interrumpí, recordando que ella las tenía atadas, y detuve la mía muy cerca de su cabeza. En un gesto impremeditado alargué los dedos y suavemente, rozando su piel con mis yemas, retiré un mechón que caía sobre la frente.

—Hasta siempre —susurré. Baiasca irguió su posición y levantó la barbilla, mirándome fijamente con sus ojos oscuros. Entendí su muda invitación y me incliné sobre ella hasta permanecer inmóvil, a una pulgada de su rostro. La cémpsica posó sus labios en mi mejilla, humedeciendo un cerco que se propagó en ondas invisibles, hasta sacudir en un terremoto de indecisión todos mis cimientos internos. Y en ese momento una voz femenina sonó a mis espaldas, rompiendo en mil fragmentos el hechizo:

—¿Induciendo a la fuga a una esclava? —siseó dulcemente—. Eso está muy mal —era una de las mujeres-serpiente del sirio, con su sucinto atuendo de faena. La empuñadura de la daga emitió desde su cintura un destello de advertencia. La bailarina se acuclilló junto a la cémpsica —o más bien se enroscó y colocó una mano sobre su hombro—. No te preocupes por tu amiga. Todas fuimos compradas como ella, asustadas y avergonzadas, y todas fuimos ganadas rápidamente para la causa. Un poco de entrenamiento y unos tónicos adecuados y una nueva vida se abrirá para ti, querida, llena de alicientes que jamás hubieses podido sospechar —moduló la oriental hacia Baiasca—. Nuestro amo es exigente, pero también muy, muy generoso para con sus devotas. Y ahora —añadió en mi dirección— será mejor para ella que acabes de despedirte. Nuestro jefe está a punto de llegar y podría enfadarse si la descubriese hablando con un extraño.

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