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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (34 page)

BOOK: La esclava de azul
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—¿Para qué? —me sorprendí. En un impulso relampagueante Marcia me echó los brazos al cuello y me estampó un beso en los labios, con tal ímpetu que la pintura de sus falsas llagas quedó esparcida por mis mejillas.

—Es más de lo que mereces —terminó—. Pero la generosidad es el privilegio de las grandes almas —y antes de que pudiera responderle se alejó a la carrera hacia el templo de Pomona.

Permanecí junto a la puerta, en posición meditativa. Una mujer que salía del palacete de Tóculo —de mi tío en breve plazo— me reconoció y acudió gorjeando, rompiendo mi ensimismamiento. Identifiqué con disgusto a la jefa de esclavas del usurero.

—¿Has visto a mi amo? —se interesó—. Se fue a primera hora en busca de tu prometida y no ha regresado todavía. Su amigo el dueño del anfiteatro le espera en la factoría.

—Tardará doce o quince años en regresar —respondí— y eso si no hunden antes su galera. Pero puedes decirle a su visitante que no se impaciente. Tendrán tiempo sobrado de charlar mientras reman juntos.

—No es posible —negó la crisódula—. Le horrorizan los viajes por mar.

—Que se lo cuente al que maneje el látigo. ¡Un momento! —salté, posando la vista en el llamativo calzado de mi interlocutora—. Esos coturnos me pertenecen. Tú se los robaste a Baiasca —la mujer pareció amedrentada por mi reacción.

—Tóculo me los regaló —se justificó—. Siempre ha dicho que es un derroche gastar suelas en esclavas.

—Baiasca va a dejar de ser esclava —repliqué—. Antes de que se ponga el sol —y por algún misterioso mecanismo psicológico, que renuncio a explorar, hablaba en tono orgulloso.

Regresé a la casa y me encaminé hacia el patio. La cémpsica "estaba sola junto al aljibe, terminando sus preparativos para la ceremonia de la manumisión. Había ahuecado su melena, subrayado los párpados con un toque de sombra y un leve revestimiento carmesí le cubría los labios, produciendo en conjunto el efecto óptico de que había crecido varios años de golpe.

El azul claro de su túnica contrastaba con el marino de la capa que protegía sus hombros. La contemplé con sorpresa.

—¿De dónde has sacado todo eso? —indagué. Ella sonrió.

—Lo guardaba en el subterráneo para las grandes ocasiones.

—El conjunto está incompleto —observé—. Una mujer libre no debe andar descalza por la calle.

—En el depósito de esclavos me quitaron los zapatos que tenía preparados.

—Tal vez yo pueda remediar ese problema —repliqué, exhibiendo los coturnos rojos. Ella los recibió con toda naturalidad, como si no esperase otra cosa, y se sentó en el banquito para ponérselos. Sólo cuando hubo anudado los lazos dijo:

—Gracias.

—¿Así, simplemente? —la cémpsica hizo un gesto de extrañeza, produciéndome el efecto de que mi reciente conversación con Marcia empezaba a repetirse con los sujetos cambiados. Decidí afrontar el problema directamente—. Quiero decir que es obvio que no tienes ninguna explicación que darme.

—¿Yo? —se sorprendió con aparente sinceridad Baiasca.

—Me engañaste sobre la muerte de mi tío, dejaste que arriesgara la piel en defensa de sus intereses y colaboraste a que me guiase como a un niño. ¿De verdad no encuentras ningún motivo para disculparte? —la cémpsica me miró fijamente a los ojos antes de contestar.

—¿Realmente habrías preferido saber la verdad? —planteó.

—A nadie le gusta representar al bobo de la farsa.

—Tú no has hecho de bobo. Te has enfrentado en solitario con varios enigmas difíciles, has desenmascarado a los criminales y has podido comprobar que sirves para exquiriente.

—Para cultivar olivos en el Ática resulta una habilidad bastante superflua.

—Alcímenes duda que te vayas.

—También mi tío puede pasarse de listo.

—Y además —agregó Baiasca— te has divertido. También eso es importante —analizando la cuestión fría y desapasionadamente debía reconocer que en este punto acertaba de pleno. Advertí que mi resentimiento empezaba a amainar.

—En definitiva —concluí— piensas que tu comportamiento ha sido irreprochable.

—Quería ser libre —recordó Baiasca. Recorrí con la vista, de pies a cabeza, la nueva imagen de la cémpsica y, mal de mi grado, le concedí algunas centésimas de justificación. En cuanto al resto, ¿qué más daba? Nuestras vidas se habían cruzado durante poco más de una semana y, por graves que fueran los cargos acumulados contra ella, no iba a ser a mí a quien correspondiera cambiarla.

—En cierto modo tienes razón —concedí—. Tú no has nacido para esclava.

—Espero no volver nunca a serlo.

—No sé nada sobre el país de los cémpsicos, ni creo que nadie en el mundo pueda localizarlo siquiera. Pero pienso que, tarde o temprano, acabará por resultarte pequeño —Baiasca sonrió y guardó silencio—. Estás decidida a marcharte.

—Es mi tierra —respondió.

—Supongo que esta vez la despedida sí es definitiva. Quiero decir que no es probable que volvamos a vernos —ella volvió a sonreír.

—También en el país de los cémpsicos hay enigmas y crímenes difíciles, que necesitan de un exquiriente con recursos para resolverlos. Y, según dijiste, el mar no ha sido nunca obstáculo para un buen griego —levanté la vista con sorpresa.

—¿Tú crees?

—Más adelante, ¿por qué no? —susurró.

—¿En qué idioma habláis?

—Los romanos quieren imponer el latín, pero no les hacemos mucho caso. En realidad —continuó con los ojos brillantes— hace tiempo que sueño en volver a escuchar el cémpsico.

—Me gustaría oírtelo —ella enhebró una corta y musical frase— ¿Qué has dicho? —Baiasca bajó la vista al suelo antes de contestar:

—No me gusta ser esclava, pero no me ha importado serlo tuya.

Desde la puerta del patio llegó la voz de Alcímenes:

—Es hora de irnos —recordó—. El pretor nos está esperando —sostenía en la mano la vasija de vidrio verdoso—. Mis cenizas, si no me equivoco.

—Pensaba llevármelas para que descansaran a la sombra de un olivo griego —recordé.

—Tu buen corazón te hace desear para los demás lo que anhelas para ti mismo. Sólo que en tu caso sin incineración previa. En cuanto al legítimo propietario de este polvillo, creo que se hubiera conformado con una hiedra romana. Si no te importa encargarte...

—Claro que no —afirmé, mientras acompañaba a Baiasca y a mi tío hasta la puerta. Coincidimos en ella con una joven rubia y espigada, que acababa de descender de una litera.

—¿Vive aquí el exquiriente griego? —preguntó.

—No puede recibirte ahora —le informé—. Se disponía a salir para una ceremonia inaplazable.

—Pasa al consultorio —ofreció Alcímenes, ignorando mi intervención—. Mi sobrino te atenderá muy gustosamente. ¿Es ésa la hospitalidad griega que te enseñaron tus padres? —me reprochó, tras instalar a la dama frente a la mesa—. Sólo debes escuchar su problema. Yo me encargaré de la investigación cuando estés rumbo a Atenas.

—Sería una falta de educación desatenderla —admití—. Pero no pienses que...

—Si no te importa usaremos tu biga —me interrumpió mi tío, alejándose con Baiasca hacia las cuadras de Antonio—. Procuraré no fatigar a los caballos, en previsión del largo camino que les espera.

La patricia estaba jugueteando con un pañuelo de encaje. Cuando me senté ante ella clavó en mí unos ojos tan azules que empecé a sentirme incómodo.

—Mi hermana ha desaparecido —dijo al fin. Sendas lagrimitas empezaban a remansarse sobre sus párpados, estimulando peligrosamente mi complejo de Perseo.

—Mi tío la encontrará rápidamente —le consolé. La joven pareció decepcionada.

—¿No la buscarás tú? —se angustió.

—Salgo de viaje a primera hora de mañana —mi interlocutora estrujó el pañuelo y rompió en sollozos.

—Es mi única hermana —expuso. Le di una palmadita en el dorso de la mano.

—Vamos, vamos —la tranquilicé— ¿Dónde desapareció?

—En un mosaico —creí haber entendido mal.

—¿En dónde?

—Estaba componiendo un mosaico, para una fuente que mi padre ha mandado construir en el jardín. Representaba a un centauro que se aproxima al galope, sobre un fondo campestre. Esta mañana estábamos las dos en nuestra habitación, yo bordando y ella colocando las últimas piedrecitas. De pronto levanté la vista y ya no estaba —sonreí condescendientemente.

—Me parece algo prematuro concluir que se perdió en el mosaico. Lo más probable es que saliera de la habitación sin que la vieses.

—Habría debido atravesar la pieza contigua, que ocupaban mi madre y cinco esclavas. Y nadie la vio pasar. Pero hay algo más —unas ondas azules parecían fluir de los iris de la patricia mientras ésta, con un hilo de voz, añadía—: Algo terrible.

—¿El qué?

—El centauro se había dado la vuelta en el mosaico. Cuando miré estaba en posición de alejarse monte abajo, con una joven sobre su grupa; y ésta vestía una túnica amarilla, igual que la de mi hermana.

Inspiré profundamente, conmovido por las revelaciones de la romana. Algo murmuraba en mi interior, recordando que Atenas llevaba más de mil años en el mismo emplazamiento y que, a buen seguro, aguardaría sin mudarlo una semana más. Un centauro raptor, materializado desde las piedras de un mosaico, no se presentaba en verdad todos los días.

—Pero no puede ser —me contuve—. Prometí que me marcharía.

—No sé de qué me hablas —se extrañó la joven—. Pero por favor, ayúdame. Tú eres mi última esperanza —los cantos de las sirenas, en los riscos de su roca traicionera, debían de ser un vulgar maullido ante aquellas radiaciones azuladas.

Me encogí de hombros, resignado ante la inexorabilidad del destino, alargué la mano y empuñé el punzón y la tablilla.

—Empecemos por el principio —ofrecí—. ¿A quién y por qué puede beneficiar la desaparición de tu hermana?.

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