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Authors: John Norman

La esclava de Gor (15 page)

BOOK: La esclava de Gor
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Odiaba a los campesinos. ¡Qué idiotas eran! Había cosas mejores que hacer con una bella esclava que atarla a un arado.

—Esta villa no es un buen lugar para ti, Dina —me dijo Turnip en una ocasión—. Tú eres una esclava de ciudad. Deberías estar encadenada a los pies de un hombre en la intimidad de sus alcobas, acurrucándote y ronroneando como una hembra eslín satisfecha.

—Tal vez —dije yo.

—Yo podría ronronear a los pies de Thurnus —dijo Sandal Thong. Y todas reímos. Pero ella no bromeaba. Me resultaba extraño pensar en la enorme Sandal Thong esperando someterse al dominio de un hombre. Pero me dije que ella también era una mujer.

Debido a mi falta de fuerza, Thurnus a menudo me utilizaba para que le ayudara con el eslín. Llegué a conocer a algunos animales, pero en general me daban miedo. Ellos lo percibían y solían portarse mal conmigo.

—¿Es que no sirves para nada? —me preguntó Thurnus exasperado. Yo retrocedí en el corral de entrenamientos donde habíamos estado trabajando. El calor había apretado, y la arena estaba caliente. No llovía hacía varios días. La Sa-Tarna corría peligro de sequía.

Thurnus me cogió de los brazos y me sacudió.

—No sirves para nada —me dijo furioso.

Yo me estremecí ante su contacto.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

Yo bajé los ojos avergonzada.

—Perdóname, amo —le dije—, pero hace varios días que no me toca ningún hombre, y soy una esclava.

—Ah.

Le miré alzando los ojos. Era muy alto.

—¿Tal vez el amo querría tomar a esta esclava?

—¿La esclava está suplicando que la tomen?

—¡Sí, amo! —dije de pronto abrazándole—. ¡Sí! ¡Sí! —no podía controlarme.

Me arrojó en la arena rasgando mi túnica en el pecho. Estaba tumbada a los pies de una celda de esclavas. Me penetró y yo me agarré a los barrotes de la celda gritando. Me agité de placer. Una vez grité de miedo porque vi a Melina espiando detrás de la pared de madera.

—¡Es el ama, amo! —dije.

Él rió.

—Yo hago lo que quiero con mis esclavas —dijo—. Que nos mire si eso le agrada, y que aprenda del comportamiento de una esclava complaciente.

Pero Melina se había marchado furiosa. Y entonces yo volví a rendirme a los placeres de mi amo entre gemidos con los que le expresaba mi gratitud de esclava. Se había dignado a tocarme. Cuando terminó yo me arrodillé a sus pies y los besé.

—Gracias, amo —le dije.

Él rió, me hizo levantar y me miró. Y entonces, de muy buen humor, me arrojó sobre la arena a sus pies. Alcé los ojos hacia él.

—Ya veo, Dina, que después de todo sí que sirves para algo. Bajé la mirada con timidez.

—Gracias, amo.

La tarde estaba ya avanzada.

El carro de Tup Ladletender desaparecía en la distancia levantando una nube de humo tras de sí.

Esa mañana me había tasado como esclava.

Fue esa misma mañana cuando me había dado cuenta de que era una prostituta. Pero supongo que toda esclava ha de ser una prostituta, y una prostituta maravillosa.

Él no me había poseído, pero al tasarme intentó examinarme bien.

Me pregunté si volvería a verle.

—Quédate atrás, Dina —había dicho Melina, la compañera de Thurnus. Las otras chicas habían salido de la villa a llevar agua. Thurnus también estaba fuera, y no volvería hasta tarde. Había ido a otra ciudad a comprar vulos.

Yo tenía miedo de Melina. Era mi ama, y una vez había estado dispuesta a matarme, el día que no pude tirar del arado. Y además me había visto en brazos de Thurnus, aunque no me había amenazado por eso. Y supongo que era consciente de que Thurnus poseía a todas sus chicas. Radish era violada más veces que yo. Seguro que Melina lo sabía. Solamente a Sandal Thong la utilizaba muy raramente.

—Sí, ama —dije con aprensión.

Sabía que yo no le gustaba a Melina, pero no creo que me odiara más que a las otras esclavas. Era obvio que yo no era la favorita de Thurnus. Él prefería mujeres más altas, más anchas de caderas y más abultadas de pecho que yo, más del tipo que debía haber sido Melina cuando era libre, antes de convertirse en una mujer gorda y floja.

—Ven aquí, bello pajarito —dijo Melina haciéndome un gesto desde las sombras entre los pilares de la cabaña. Obedecí. Fui hacia ella porque ella era una mujer libre y yo una esclava. Me arrodillé a sus pies, gacha la cabeza.

—Quítate la túnica, Dina —me ordenó.

—Sí, ama. —Me quité la corta túnica de lana quedando desnuda.

—Ve a ese pilar y arrodíllate allí.

Eso hice.

—¿Te gusta nuestra villa? —me preguntó.

—¡Oh, sí, ama!

—Rodea el pilar con los brazos y cruza las muñecas.

Obedecí.

—¿Eres feliz aquí?

—Sí, ama.

—¿Te gustaría marcharte de la ciudad?

—¡Oh, no ama! —Y añadí—: A menos que ésa fuera la voluntad de mi ama.

Se desató de las ropas una correa y me ató las muñecas fuertemente alrededor del pilar.

¿Te retendrá eso?

—Sí, ama.

Dio un paso atrás, me miró y luego subió a su cabaña volviendo prontamente con una cuerda. Ató uno de los extremos a mi collar, dejó libres unos treinta centímetros de cuerda y ató el otro extremo al pilar a la altura de mi cuello. El cabo de cuerda que sobraba lo tiró al suelo.

Alcé los ojos hacia ella.

—Qué hermosa —dijo.

—Gracias, ama.

Atada, desnuda, arrodillada, era por completo su prisionera.

—Hay un buhonero en la ciudad.

Yo ya lo sabía. Su nombre era Tup Ladletender. Radish me lo había dicho y yo le había visto llegar arrastrando su carreta llena de estantes y compartimentos que albergaban una variada miscelánea de baratijas, y cuerdas y ganchos de los que colgaban muchos utensilios, sartenes y cazuelas. Los cajones que había a los lados de la carreta contenían también un sinfín de cosas como hilos, ropas, tijeras, botones y remiendos, cepillos y peines, hierbas, especies, paquetes de sal y filtros medicinales. Nadie sabía todo lo que podía contener aquel extraño carro.

—Voy a encargarle que te eche una mirada —dijo Melina.

Me dio un brinco el corazón. Melina iba a venderme, pensé, mientras Thurnus estaba fuera.

—Tienes que darle una buena impresión, zorrita —me advirtió Melina— o te azotaré hasta matarte.

—Lo haré, ama —prometí. ¡Ya lo creo que lo haría! ¿Cuándo volvería a tener otra oportunidad de escapar de aquella aldea? Y habría hecho cualquier cosa por dejar de ser una esclava campesina.

—Ésta es la esclava —dijo Melina.

Me agarré al poste repentinamente asustada, en una reacción involuntaria. Y atada como estaba el mío fue un bello abrazo. Entonces me di cuenta de que Melina había querido sorprenderme con lo repentino de su aparición. Así aquel hombre había visto la reacción de una hermosa esclava asustada y atada a un poste. Había sido algo completamente natural.

—¿Cómo estás, pequeño vulo? —me dijo él.

—Bien, amo.

—Abre la boca —dijo el hombre.

Obedecí.

—¿Ves? —le dijo a Melina. Me metió los dedos en la boca abriéndomela del todo—. Hay un pequeño trozo de metal en la última muela de arriba, a la izquierda.

—¿Eres de un lugar llamado Tierra? —preguntó el hombre.

—Sí, amo.

—Soy Tupelius Milius Lactantius, de Lactantii, de los Mercaderes de Ar —me dijo—. Pero sobre nosotros cayeron tiempos difíciles. Y yo, aunque por entonces sólo tenía ocho años, caí también, siendo ése mi deber, mi disciplina de casta, mi orgullo familiar y eso.

Sonreí.

—Sonríe bien —dijo—. En las ciudades soy conocido como Tup Ladletender.

—¿Qué piensas de ella? —preguntó Melina. El hombre me miró.

—Obviamente es carne de collar —dijo.

Me sentí avergonzada. Para los ojos de un hombre goreano era obvio que yo era una esclava. Lo único cuestionable se refería a mi precio y a mi posible amo.

—¿No es bonita? —preguntó Melina.

—En las ciudades son muy corrientes este tipo de chicas. Sólo en Ar se venden cada año en el mercado miles de esclavas como ésta.

Me estremecí.

—¿Cuál es su valor?

—Lo máximo que yo ofrecería por ella sería un puñado de tarks de cobre.

De repente, sin previo aviso, me tocó y yo solté un grito estrechándome contra el poste, aferrándolo con las manos, cerrando los ojos. No pude evitarlo.

—Ah. —dijo él.

Abrí los ojos sorprendida.

—Es una esclava ardiente —dijo—, eso está bien. Está muy bien.

—¿Es muy ardiente? —preguntó Melina.

Volvió a tocarme y yo grité allí atada. No podía hacer nada.

Él rió.

—Muy ardiente —dijo riendo—. Tranquilo, pequeño vulo —me dijo.

—¡Amo, no, por favor! —supliqué.

Grité de nuevo y me estremecí en el poste, arañando la madera.

—¡Basta! —gemí—. ¡Basta, por favor, amo!

Apartó las manos y yo me froté contra el poste, temerosa de que pudiera volver a tocarme.

—¿Es muy ardiente? —preguntó Melina.

—Lo bastante para ser una zorra.

—¡Excelente! —dijo Melina.

—¿Cuál es tu nombre, pequeño vulo? —me preguntó Tup Ladletender.

—Mi amo ha tenido a bien llamarme Dina —respondí.

—Si tu amo ha tenido a bien llamarte Dina —dijo Ladletender—, entonces eres Dina.

—¡Oh, sí, amo! —dije prontamente. No quería dar a entender que mi nombre podía haber sido otro. Melina me miraba.

—¿La quieres? —preguntó Melina.

—Tienes las manos curtidas —dijo Ladletender, cogiéndome las manos y frotándome las palmas con los pulgares. Me estremecí—. Tienes las manos ásperas, Dina —me dijo.

—Soy una chica campesina, amo —dije yo. Mis manos estaban callosas de cavar y lavar y manejar aperos.

Sentí como frotaba sus dedos pulgares en las palmas de mis manos. Me apreté contra el poste con los ojos cerrados.

—Pueden suavizarse —dijo— con algunas lociones, y así serán adecuadas para atender a los hombres.

—¿Qué me ofreces por esta pequeña hembra de eslín? —preguntó Melina.

Ladletender me tocó el cuello, metiendo el dedo por dentro del collar de cuerda y separándolo un poco.

—Llevas un collar de cuerda —dijo—. Debe ser áspero e incómodo.

—Lo que le place a mi amo —dije—, es lo que a mí me place.

—Está intentando ser complaciente —dijo Melina— ¿No te gustaría tenerla desnuda entre tus pieles? Te la puedo vender, barata.

—¿Sabe Thurnus que la vendes? —preguntó él.

—Lo que Thurnus sepa no importa. Soy una mujer libre, y compañera de Thurnus. Puedo hacer lo que quiera.

—¿Te gustaría llevar un bonito collar de acero, preciosa Dina, tal vez esmaltado? —me preguntó Ladletender tocándome el cuello.

—Nunca he tenido un collar —dije yo.

—Y no lo tendrás —señaló Ladletender.

—Sí, amo —dije, humillada.

—¿Qué me das por ella?

—Dos tarks de cobre —dijo.

Me invadió una extraña sensación. Me di cuenta de que habían ofrecido un precio por mí. Naturalmente, el precio, aunque fuera el de una chica de la Tierra como yo, no era realista, sino que fue ofrecido sólo para comenzar el regateo. Seguramente mi precio en cualquier mercado sería al menos cuatro o cinco tarks de cobre.

—Te la voy a vender por menos —dijo Melina.

Ladletender parecía atónito.

Yo abrí los ojos, también sorprendida.

—Necesito alguna cosa de tu carro —dijo ella. Me miró fijamente—. Alejémonos del poste —le dijo a Ladletender. Me dejaron allí atada y ellos fueron al carro para hablar allí. No pude oír lo que decían. Me moví un poco para poder mirar con disimulo a Melina y Ladletender en el carro. Tenía mucha curiosidad. Tup Ladletender sacó de uno de los cajones un paquete diminuto, como los que contienen medicinas o polvos y se lo dio a Melina. Luego volví a moverme para que no se dieran cuenta de que los había observado. Melina volvió al poco tiempo, me desató y, para mi sorpresa, me quitó la cuerda larga, pero no la cuerda del cuello. Yo esperaba que me ataran las muñecas a la espalda, y el cuello al carro de Ladletender para seguirle como esclava suya, desnuda y descalza.

—Ponte la túnica —me dijo Melina—. Coge una azada y vete a los campos de sul. Bran Loort irá a buscarte cuando sea el momento. No hables con nadie.

—Sí, ama —dije.

—Date prisa.

Me puse la túnica de lana.

Melina parecía muy agitada.

—¿Puede hablar la esclava, ama? —pregunté.

—Sí.

—¿No he sido vendida, ama?

—Tal vez, hermosa Dina —dijo Melina—. Ya veremos.

—Sí, ama —respondí atónita.

—Mañana, mi hermosa hembra de eslín, pertenecerás a Tup Ladletender o a Bran Loort.

Yo la miré con asombro.

—¡Vete! —me urgió—. ¡Date prisa! ¡Y no hables con nadie!

Yo me di la vuelta y corrí a buscar una azada.

Golpeé con la azada en la tierra seca de las raíces de la planta de sul.

No había llovido en quince días, y la tierra ya estaba seca con anterioridad.

El carro de Tup Ladletender había desaparecido por el camino que llevaba al Fuerte de Tabuk. Ni siquiera se veía la nube de polvo que dejaba tras de sí.

La tarde estaba avanzada.

Estaba totalmente sola y desprotegida en los campos.

Recordé un extraño sueño que había tenido, en el que aparecía desnuda y con un collar, arrodillada sobre azulejos en una hermosa habitación en la que me habían ordenado hacer un collar.

—¿Y quién me lo ordena? —pregunté.

—Te lo ordena Belisarius, esclava —fue la respuesta. Una respuesta que yo ya esperaba, aunque no conocía a ningún Belisarius.

—¿Y cuál es la orden de Belisarius, amo de esta esclava? —había preguntado yo.

—Es muy simple —dijo la voz.

—Sí, amo.

—Haz un collar, esclava.

—Sí, amo.

Entonces fui a coger los hilos y las copas llenas de cuentas de encima de la mesa, y me desperté. No había entendido el sueño. Bran Loort estaba cerca de los barrotes de la jaula, mirándome.

—Voy a ser el primero en el Fuerte de Tabuk —me susurró—. Y cuando lo sea, Melina te entregará a mí. —Después de decir esto se alejó de los barrotes, y yo me acurruqué temblando entre la paja.

Hoy pensé que había sido vendida, y tal vez era cierto, pero no lo sabía. Tup Ladletender había abandonado la villa sin mí. A mí me habían enviado a los campos. Tup Ladletender le había dado a Melina un paquete de medicina. No sabía qué pensar. Bran Loort vendría a buscarme, me habían dicho, y hasta entonces debía quedarme en los campos. Yo no entendía gran cosa de todo esto.

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