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Authors: John Norman

La esclava de Gor (18 page)

BOOK: La esclava de Gor
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Hubo otra aclamación.

Hombres y mujeres se apresuraron a preparar la fiesta. A un gesto de Thurnus, Radish, Turnip y Verr Tail me desamordazaron y me liberaron del potro. Me ayudaron a salir de él y yo caí al suelo. Apenas podía moverme. Aún tenía en la boca el gusto rancio de la pesada y ruda mordaza.

Cuando la fiesta estaba en su apogeo, se abrió la jaula y se ordenó salir a gatas a la prisionera. Al collar se ató una cuerda de eslín y la arrastraron debatiéndose hasta el potro de violación al que me habían atado anteriormente. Cerraron los maderos en torno a los tobillos, las muñecas y el cuello. Varios hombres le agarraron el muslo izquierdo que fue marcado por el propio Thurnus. Ella gritó salvajemente y cuando le soltaron el muslo marcado se retorció en los maderos. Entonces le afeitaron la cabeza. Ella lloró, con suaves sollozos, atrapada su cabeza por los pesados maderos, y hombres y mujeres volvieron a la fiesta olvidándose de ella.

A la derecha de Thurnus se sentaba Tup Ladletender. A su izquierda se sentaba una mujer libre, Sandal Thong, a la que él mismo había liberado esa tarde. La fiesta era atendida por Radish, Verr Tail y Turnip entre otras. A mí no me obligaron a servir. Me quedé tendida junto al potro al que estaba encadenada la nueva esclava, que finalmente se había quedado quieta. Yo no podía imaginar la naturaleza de sus pensamientos. Tampoco me importaban, sólo podían ser los pensamientos de una esclava. Ella, que fuera un ama orgullosa, no era ahora más que yo, sólo una esclava más a merced de los hombres.

Alcé la vista y vi el cielo cubierto de oscuras nubes que surcaban su camino ante las lunas.

Había humedad en el aire. Eso me agradaba.

En la fiesta, Thurnus se levantó alzando una copa de Paga.

—Tup Ladletender —dijo— es mi hermano por el rito de las garras de eslín. Por él alzo mi copa. ¡Bebamos!

Los ciudadanos bebieron. Tup Ladletender se puso en pie.

—Esta noche has compartido conmigo tu Paga y tu marmita —dijo—. Brindo por la hospitalidad del Fuerte de Tabuk.

Hubo una aclamación. Todos bebieron.

Thurnus volvió a levantarse.

—Le pido a esta mujer libre —dijo señalando a Sandal Thong—, que tanto me importa, que acepte ser mi compañera libre.

Hubo un rugido de júbilo entre la multitud.

—Pero —dijo ella—, puesto que soy una mujer libre, ¿no tengo el derecho a rehusar?

—Es cierto —dijo Thurnus perplejo.

—Entonces, noble Thurnus —siguió ella con calma—, rehúso. No seré tu compañera.

Thurnus bajó la copa de Paga. Se hizo un silencio.

Sandal Thong se agachó en el suelo y se tumbó boca abajo a los pies de Thurnus. Le cogió el tobillo derecho y presionó dulcemente los labios contra su pie en un beso. Levantó la cabeza con lágrimas en los ojos.

—En vez de eso —dijo—, permite que sea tu esclava.

—¿Por qué?

—He estado en tus brazos, Thurnus. Y en tus brazos sólo puedo ser una esclava.

—No lo entiendo.

—El amor que siento por ti, Thurnus, no es el amor de una compañera libre, sino el amor desesperado de una esclava enamorada, un amor tan rico y profundo que quien lo siente sólo puede ser una esclava de su hombre.

—Sírveme Paga —dijo Thurnus tendiéndole la copa.

Ella cogió la copa y se arrodilló, la cabeza gacha.

Aunque era libre, estaba sirviendo como una esclava. Los ciudadanos contenían el aliento. Algunas mujeres libres gritaron escandalizadas.

Thurnus asió la copa.

—Que traigan la cuerda. Ponme un collar, Thurnus —dijo ella—. Soy tuya.

—Traed la cuerda.

La trajeron.

Thurnus cogió la cuerda y miró a la chica.

Ella alzó los ojos hacia él.

—Ponme un collar —dijo.

—Si te pongo el collar volverás a ser una esclava.

—Ponme un collar, amo.

Thurnus le anudó la cuerda con dos vueltas al cuello.

Sandal Thong se arrodilló ante él como su esclava. Él la tomó en sus fuertes brazos y la estrechó contra sí apretando sus labios en el beso del amo, cargado de lujuria y posesión, y ella se estrechó contra él, gritando indefensa. Echó la cabeza hacia atrás con los labios abiertos, él comenzó a quitarle la túnica con los dientes.

—Aléjame de la luz del fuego, amo —suplicó ella.

—Pero eres una esclava —rió él.

Le arrancó la túnica y la arrojó entre los fuegos de la fiesta. Ella alzó los ojos hacia él, con una mirada salvaje de sumisión y pasión.

—¡Como desee mi amo! —gritó echando hacia atrás la cabeza, los cabellos en el suelo. Él se acercó a ella y allí, entre los fuegos de la fiesta, la violó. Sus gritos deben haber traspasado la empalizada.

Cuando Thurnus volvió a su sitio, ella se arrastró a sus pies y allí quedó, osando a veces tocarle suavemente con los dedos en el muslo o en la rodilla.

La fiesta se prolongó hasta muy tarde.

Las nubes poblaban el cielo y se olía la humedad. Las lunas se oscurecieron por las lenguas de vapor.

Creo que me quedé dormida por el cansancio y el dolor de los azotes y los abusos que había padecido.

Pero todavía estaba oscuro cuando desperté. Fue el ruido de las anillas cerrándose en torno a mis muñecas lo que me despertó. Alcé los ojos y me encontré con la mirada de Tup Ladletender. Me miré las muñecas, atrapadas en el duro acero.

—Levántate, pequeño vulo —me dijo.

Me puse en pie.

—Ahora eres mía.

—Sí, amo.

Me sentía muy extraña. Con cuánta facilidad había cambiado de manos.

Miré a mi alrededor. La fiesta había terminado y la mayoría de los ciudadanos estaban de vuelta en sus casas. Algunos yacían por allí, cerca de las brasas de los fuegos.

Estábamos cerca del potro en el que estaba cautiva la nueva esclava, que antes fuera una mujer libre, Melina. Thurnus no estaba lejos, y también por allí estaban Sandal Thong, Radish, Verr Tail y Turnip.

—Te doy el nombre de Melina —le dijo Thurnus a la esclava cautiva.

—Sí, amo —dijo ella. Él la había avergonzado al darle como esclava el mismo nombre que había llevado como mujer libre. Ahora era su nombre de esclava.

—¿Puede hablar la esclava? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué me has afeitado la cabeza?

—Para devolverte deshonrada a la villa de tu padre —respondió Thurnus.

—Por favor, quédate conmigo —murmuró Melina.

—Extrañas palabras viniendo de ti —se burló Thurnus.

—Te suplico que tengas a bien ser mi amo.

—¿Es que la marca que llevas te ha hecho perder el juicio?

—Yo sólo quería ser la compañera de un jefe de distrito.

—Pues ahora eres la esclava de aquel a quien yo te regale o te venda.

—Sí, amo.

—Yo no he hecho nada para ser jefe de distrito —dijo Thurnus— porque tú me urgías a hacerlo. Si yo hubiera buscado un ascenso, habría parecido que lo hacía por tu ambición y para evitar el látigo de tu lengua.

Ella se agitó en el potro, presa por los maderos.

—En su propia cabaña —continuó él— el hombre debe ser el amo, aunque haya elegido una compañera. El deber de la compañera es el de apoyarle y ayudarle, no insultarle y manejarle a su antojo.

—He sido una mala compañera —susurró ella—. Intentaré ser mejor esclava.

—Comenzarás por la mañana, cuando seas azotada públicamente.

—Sí, amo.

Él le puso la mano en el cuerpo.

—¿Encuentras mi cuerpo interesante, amo?

—Sí.

—Y soy fuerte. Puedo tirar del arado yo sola.

Thurnus sonrió.

—Quédate conmigo, amo —suplicó ella.

—¿Por qué?

—Te amo.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Thurnus.

—No lo sé —musitó ella—. Es un sentimiento extraño e inevitable. He yacido aquí en el potro. He pensado mucho.

—Mañana tendrás menos tiempo para pensar y más para trabajar.

—Hace mucho tiempo te amé —dijo ella—, pero como mujer libre. Luego durante años no te he querido, sino que te despreciaba. Y ahora, después de largos años, siento un nuevo amor por ti, sólo que ahora es el amor avergonzado, el inevitable amor de una esclava por su amo.

—Por la mañana serás azotada.

—Sí, amo —dijo ella mirándole—. Eres fuerte, y poderoso. Eres un gran hombre, seas jefe de distrito o no. Mi libertad me hizo ciega a tu hombría y tu valor. No veía lo que eras, sino lo que podías ser realzado por mí. No te veía como un hombre, sino como un instrumento para mis propias ambiciones. Siento no haberte valorado como compañera, no haber disfrutado lo que eras en vez de ver la imagen de lo que podrías llegar a ser. Nunca te conocí. Solamente conocí una imagen de mi propia invención. Nunca te miré de verdad, porque si lo hubiera hecho, te habría visto.

—Te pondré a disposición de la ciudad, como esclava de la aldea.

—Sí, amo.

—Por la noche serás confinada en una jaula de eslín. Durante el día te alimentarás de lo que te arrojen los hombres. Cada día servirás en una cabaña diferente.

—¿No podré alguna vez servir a mi amo?

—Tal vez —dijo Thurnus. Hizo ademán de alejarse.

—Por favor, amo.

Thurnus se volvió a mirarla.

—Por favor, toca a tu esclava.

—Hace mucho tiempo que no me pides que te toque —dijo Thurnus mirándola.

—Te lo ruego, amo —murmuró ella. Alzó el cuerpo prisionero del potro—. ¡Te lo suplico!

—Silencio, esclava —dijo Thurnus.

—Sí, amo. —Y la esclava quedó en silencio.

Yo alcé los ojos hacia ella. Sospechaba que Thurnus jamás la había tratado con tal fuerza y autoridad. Sin duda, hacía muchos años la había amado con la ternura que se le brinda a una mujer libre. Pensé que ésta era la primera vez en su vida que había sentido la lujuria desatada y libre que puede provocar el cuerpo de una esclava. Nunca había tenido una experiencia como ésta. Nunca había sido tan poseída. Miró a Thurnus perpleja, confundida, azorada, arrebatada. Vi que quería gritarle, suplicarle que volviera, pero no se atrevió porque estaba bajo disciplina. Por la mañana sería azotada.

Thurnus se envolvió en su túnica y me miró. Yo me arrodillé bajo su mirada.

—Te he dado a Tup Ladletender —me dijo.

—Sí, amo.

—Fuiste prometida a él como pago por los polvos que le dio a una mujer de la villa. Los polvos fueron utilizados, aunque no tuvieran el efecto deseado por la mujer. Así pues, de parte de la que fue ciudadana de la villa y que ya no puede dedicarse a los negocios por haber caído en el infortunado estado de la esclavitud, yo te entrego como pago por los polvos.

—Pero los polvos no valían nada —me enrabieté.

—Ni tú tampoco, pequeña Dina —dijo Thurnus. Echó la cabeza hacia atrás riéndose.

—Sí, amo —dije enfadada.

Thurnus se volvió hacia Sandal Thong.

—Te declaro mi esclava preferida —le dijo—. Dormirás en mi cabaña y te encargarás de ella.

—La esclava está agradecida, amo.

—También serás la primera chica —dijo él.

—Como desee el amo.

Thurnus se acercó a mí y me puso la mano en la cabeza.

Yo le miré con lágrimas en los ojos.

—Esta villa no es lugar para ti, pequeña Dina —me dijo—. Los días son largos y el trabajo muy duro. Tú tienes cuerpo de esclava de placer, tu lugar está a los pies de un hombre.

—Sí, amo.

—Ven, esclava —dijo Tup Ladletender cogiéndome del brazo.

Su carro, con las grandes ruedas y las dos asas, estaba cerca de la puerta de la villa.

Nos abrieron la puerta.

Yo esperaba que me atara a la parte trasera del carro, pero para mi sorpresa, me puso entre las dos asas. Me quitó las anillas de esclava y las metió en un cajón a un lado de la carreta.

—Soy demasiado débil para tirar del carro, amo —le dije.

Sacó de otro cajón dos pares de esposas para las muñecas y unas cadenas. Cerró una anilla del primer par en el mango izquierdo y la otra en torno a mi muñeca izquierda. Luego ató el otro par de esposas a mi muñeca derecha y al otro mango del carro. Me encadenó entre las asas de la carreta. Había unos treinta centímetros de cadena entre cada anilla y otra en cada par.

—No puedo tirar del carro, amo —le dije.

Grité al sentir un latigazo en la espalda. Agarré las asas y tiré con todas mis fuerzas, doblada hacia adelante, hundiendo los pies en la tierra.

—¡No puedo, amo! —grité.

El látigo volvió a silbar.

Grité de dolor y tiré de la carreta.

Tiré del carro de Tup Ladletender a través de la puerta hasta el camino que llevaba al Fuerte de Tabuk.

Cayó primero una gota de lluvia, luego comenzó a llover suavemente. Alcé la vista. Las negras nubes surcaban la noche, y tras ellas se veían las lunas. Más gotas de lluvia chapotearon en la tierra. Y las sentía en el pelo y en mi cuerpo desnudo. Tiré de la carreta. Entonces comenzó a llover con fuerza, y resbalé en el barro. Ladletender me ayudó, empujando las ruedas del carro. Al final decidió esperar a que amainara. Entonces me desencadenó y nos sentamos juntos bajo la carreta.

—Se acabó la sequía —me dijo Tup Ladletender.

—Sí, amo.

Y después de un rato le dije:

—¿Me puedes dar un caramelo, amo?

—¿Lo deseas mucho? —preguntó él.

—Sí, amo.

Me cogió en sus brazos y me arrojó al barro debajo de la carreta.

Yo le miré.

—Gánatelo —me dijo.

—Sí, amo —respondí acercándome a él.

La lluvia caía en torrentes del cielo oscuro. Apenas se veían los árboles y la carretera.

10. SOY UNA MERCANCÍA

Me adentré en la charca todo lo que me permitía la correa que llevaba al cuello y chapoteé en el agua.

—Lávate bien, Dina —dijo Tup Ladletender—. Debes estar radiante.

—Sí, amo.

Me había arrodillado junto a la charca para lavarme el pelo. Luego se me permitió bañarme. Las cicatrices de los golpes de Bran Loort y sus compañeros ya se habían cerrado. Solamente tenía cuatro marcas en el cuerpo, causadas por el látigo que Tup Ladletender había utilizado para animarme a tirar de su carreta. Pero estas marcas casi habían desaparecido. Generalmente me castigaba a bofetadas. Yo le respetaba, me manejaba bien.

Llevaba dos semanas siendo su esclava.

Habíamos visitado varias ciudades, pero sin apartarnos de la carretera de Ar. Debía reabastecerse de mercancía. Yo estaba muy contenta de que no me hubiera vendido a ningún campesino. Sabía que tenía otros planes para mí.

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