—¡Qué quiere usted, señor Jeorling!… Nada podemos hacer. La persistencia de estas brumas es la mayor desgracia que desde hace algún tiempo tenemos… No sé dónde estamos. Es imposible tomar altura…, y esto cuando el sol va a desaparecer por largos meses…
—Vuelvo a mi idea —dije otra vez—. ¿No se podría con la canoa?…
—¡Ir a explorar!… ¿Lo piensa usted?… ¡Eso sería una imprudencia a la que yo no me comprometería, y que la tripulación no me dejaría cometer!…
Estuve a punto de gritarle:
—¿Y si William Guy y sus compatriotas se han refugiado en algún punto de esta tierra?
Pero me contuve; ¿Para qué renovar los dolores de nuestro capitán? Indudablemente él había debido pensar en tal eventualidad, y si había renunciado a proseguir aquellas pesquisas, es que se había dado cuenta de la inutilidad de una última tentativa.
Tal vez, y esto le dejaba aun una vaga esperanza, hacía el siguiente razonamiento, que merecía alguna atención:
Cuando William Guy y sus compañeros habían abandonado la isla Tsalal, la estación de verano comenzaba.
Ante ellos se abría la mar libre, atravesada por aquellas mismas corrientes del Sudoeste cuya acción habíamos sentido, primero a bordo de la
Halbrane
y después en el
ice–berg.
Aparte de las corrientes, ellos habían sido favorecidos, como nosotros lo habíamos sido, por las brisas permanentes del Nordeste. De aquí la conclusión que su canoa, a menos que no hubiere perecido en un accidente de mar, podía haber seguido una dirección análoga a la nuestra, y al través de aquel estrecho haber llegado a aquellos parajes.
Y ¿era ilógico suponer, llevándonos delantera de varios meses, después de haber subido al Norte, franqueado la mar Ubre, pasado el banco de hielo, que la embarcación hubiera llegado a salir del círculo antártico, en fin, que William Guy y sus compañeros hubiesen encontrado algún navío que les repatriase?
Admitiendo que nuestro capitán se hubiere colocado en esta hipótesis, la que, lo comprendo, exigía tantas buenas probabilidades…, no me había hablado del asunto… ¿Tal vez —pues el hombre es aficionado a conservar sus ilusiones—, tal vez el capitán temía que se le demostrase el lado débil de este razonamiento?
Un día yo hablé en este sentido a Jem West.
El lugarteniente, poco asequible a las ilusiones, no prestó crédito a mi opinión. En un espíritu tan positivista como el suyo, no podía arraigar la idea de que el hecho de no haber encontrado a los náufragos de la
Jane
obedecía a la razón de que habían ya vuelto a los mares del Pacífico.
Al llamar la atención del contramaestre sobre este punto, me respondió:
—Usted sabe, señor Jeorling, que todo llega…, así se dice, por lo menos… Pero que el capitán William Guy y sus compañeros se encuentren ahora en disposición de beber un trago de brandevín, de ginebra o de whisky en una taberna del antiguo continente… ¡esto no! ¡Es tan imposible como que nosotros nos sentáramos mañana ante una mesa del
Cormorán Verde
!
Durante aquellos tres días de brumas, yo no había visto a Dirk Peters, o, más bien, él no había intentado aproximarse a mí, permaneciendo obstinadamente en su puesto, junto a la embarcación. Las preguntas de Martín Holt relativamente a su hermano Ned, parecían indicar que su secreto era conocido —en parte al menos—. Así es que él se mantenía siempre lejos de los demás, durmiendo durante las horas de vigilia, vigilando durante las horas de sueño. Yo hasta me llegué a preguntar si no lamentaba haberse confiado a mí y si imaginaba que había excitado mi repugnancia.
No era así, y yo sentía profunda lástima del pobre mestizo.
No puedo expresar cuan tristes, monótonas o interminables me parecieron las horas que transcurrieron en medio de aquella niebla, cuya espesa cortina no podía desgarrar el viento.
Aun empleando la atención más minuciosa, no se podía conocer en ningún momento que lugar ocupaba el sol en el horizonte, sobre el que inclinaba poco a poco su marcha espiraliforme. La posición del
ice–berg,
en longitud y en latitud, no podía ser conocida. Era probable, aunque no cierto, que derivase siempre hacia el Sudeste, o más bien hacia el Noroeste, desde que había pasado el polo. Animado de igual velocidad que la corriente, ¿cómo hubiera podido averiguar el capitán Len Guy su desplazamiento, ahora que los vapores impedían tomar altura? De estar inmóvil, no hubiera habido para nosotros diferencia apreciable; pues el viento había calmado, al menos así lo suponíamos, y no se dejaba sentir ni un soplo. La llama de un farol expuesta al aire, no vacilaba. Gritos de pájaros, debilitados al pasar por aquella atmósfera, interrumpían únicamente el silencio del espacio. Los petrales y albatros rasaban la cúspide sobre la que yo estaba en observación. ¿En qué dirección huían aquellos rápidos voladores, a los que la proximidad del invierno arrojaba tal vez hacia los confines de la Antártida?
Un día en que el contramaestre, con el objeto de observar, había subido a la cúspide, no sin riesgo de romperse la cabeza, un quebranta–huesos, especie de petrel gigantesco de doce pies, le dio un fuerte golpe en el pecho que Hurliguerly cayó de espaldas.
—¡Maldita bestia! —me dijo cuando bajó al campamento—. ¡De buena he escapado! De un golpe… ¡pum!, los cuatro remos al aire, como un caballo que se encabrita… Me he agarrado donde he podido, pero creí llegado el momento en que mis manos iban a largarlo todo… Por las aristas de hielo se va uno como el agua por entre los dedos. Le he gritado al pájaro: ¿No podías mirar lo que haces? Y ese animal ni siquiera se ha excusado…
El hecho es que el contramaestre había corrido el riesgo de ser precipitado de bloque en bloque hasta la mar.
En la tarde de aquel día, nuestros oídos fueron extraordinariamente molestados con los mugidos que subían de abajo. Como hizo observar Hurliguerly, no eran asnos los que tales rebuznos lanzaban, sino pingüinos. Hasta entonces aquellos innumerables huéspedes de las regiones polares no habían juzgado conveniente acompañarnos sobre nuestro islote moviente, y en lo que la vista alcanzaba, ni uno sólo habíamos distinguido, ni al pie del
ice–berg,
ni sobre los témpanos en derivación. Al presente no cabía duda que estuviesen allí por centenares o millares, pues el concierto se acentuaba con una intensidad que atestiguaba el número de los ejecutantes.
Ahora bien: teniendo en cuenta que tales volátiles prefieren las márgenes litorales de los continentes y de las islas de estas altas latitudes, o los
ice–bergs
que se avecinan con ellas, ¿no indicaba su presencia la proximidad de tierra?
Conozco que estábamos en disposición de espíritu propia para asimos a la mejor esperanza, como el náufrago se agarra a una tabla… ¡La tabla de salvación! ¡Y cuántas veces se hunde o se rompe en el momento en que el infortunado acaba de asirla!… ¿No era esto lo que nos esperaba en aquel terrible clima?
Pregunté al capitán Guy qué consecuencia sacaba de la presencia de aquellos pájaros.
—Las que usted, señor Jeorling —me respondió—. Desde que estamos en derivación ninguno de ellos ha buscado hasta ahora refugio en este
ice–berg,
y actualmente heles aquí en gran número, a juzgar por sus ensordecedores gritos. ¿De dónde vienen? A no dudarlo, de una tierra de la que tal vez estemos cerca.
—¿Es ésa también la opinión del lugarteniente? —pregunté.
—Sí, señor Jeorling., y usted sabe si es hombre que se forja quimeras.
—Ciertamente que no.
—Además, hay otra cosa que a él le ha llamado la atención como a mí, y en la que no parece no ha reparado usted.
—¿De qué se trata?
—De esos bramidos que se mezclan a los gritos de los pingüinos. Preste usted atención y no tardará en oírlos…
Escuché, y evidentemente la orquesta era más completa de lo que yo había supuesto.
—En efecto —dije—. Los percibo… Debe de haber focas.
—Es seguro, señor Jeorling; y deduzco de ello que esos animales, pájaros y mamíferos, muy raros desde nuestra salida de Tsalal, frecuentan estos parajes o adonde nos han arrastrado las corrientes. Me parece que esta afirmación no tiene nada de aventurada.
—Nada, capitán, como tampoco admitir la existencia de una tierra vecina… ¡Oh! ¡Qué fatalidad estar envueltos en esta impenetrable niebla que no permite ver a un cuarto de milla!
—¡Y que nos impide descender a la base del
ice–berg
! —añadió el capitán Len Guy—. Allí, sin duda, hubiéramos podido reconocer si las aguas arrastran truchuelas, lamios, ovas, lo que nos daría un nuevo indicio… Tiene usted razón;
¡es una fatalidad!
—¿Por qué no intentarlo, capitán?
—No, señor Jeorling, sería exponerse a peligrosas caídas, y no permitiré a nadie abandonar el campamento. Después de todo, si la tierra está allí, yo imagino que nuestro
ice–berg
no tardará en acostarla…
—¿Y si no lo hace?
—Pues si él no lo hace, ¿cómo podríamos hacerlo nosotros?
¿Y la canoa? —pensé—. Será preciso decidirse a utilizarla. Pero el capitán Len Guy prefería esperar; ¿y quién sabe si, en las circunstancias en que estábamos, no era el partido más sabio?
Respecto a la base del
ice–berg,
la verdad es que nada hubiera sido más peligroso que lanzarse a ciegas por aquellas resbaladizas pendientes. El más hábil de la tripulación, el más vigoroso, Dirk Peters, no hubiera podido hacerlo sin algún grave accidente. Aquella funesta campaña contaba ya demasiadas víctimas, cuyo número no queríamos aumentar.
No sabría dar una idea de la acumulación de vapores que se espesaron aun durante la tarde. A partir de las cinco, llegó a ser imposible distinguir nada a algún paso del lugar en que se alzaban las tiendas. Era preciso tocarse con la mano para asegurarse que uno estaba cerca de otro. Hablar no hubiera, bastado, pues con la voz pasaba lo que con la vista en aquel medio ensordecedor. Un farol encendido no dejaba traslucir más que una débil lucecilla amarillenta, sin poder para alumbrar. Un grito no llegaba al oído más que muy debilitado, y sólo los pingüinos vociferaban lo suficiente para hacerse oír.
Hago presente que no hay lugar para confundir esta niebla con
frost–rime,
el humo helado que habíamos observado anteriormente. Además, ese
frost–time
que exige una elevada temperatura, se mantiene de ordinario al ras del mar, y no se eleva un centenar de pies más que bajo la acción de una fuerte brisa. La niebla pasaba en mucho esta altura, y yo estimo que no se hubiera podido despegarse de ella más que a condición de dominar el
ice–berg
en unas 50 toesas.
A las ocho de la noche las brumas, medio condensadas, estaban tan compactas que se sentía resistencia en la marcha. Parecía que la composición del aire se había modificado, como si fuera a pasar al estado sólido. E involuntariamente yo pensaba en las extrañezas de la isla Tsalal, en aquel agua extraordinaria cuyas moléculas obedecían a una cohesión particular…
Era imposible reconocer si la niebla ejercía acción sobre la brújula. Yo sabía, además, que el hecho había sido estudiado por los meteorologistas, y que éstos se creen con derecho de afirmar que aquella lección no tenía influencia alguna sobre la aguja imanada.
Añado que, desde que habíamos dejado atrás el polo Sur, ninguna confianza podíamos tener en las indicaciones del compás que se agitaba a las proximidades del polo magnético, hacia el que sin duda caminábamos. Así, pues, nada permitía determinar la dirección del
ice–berg.
A las nueve de la noche aquellos parajes quedaron hundidos en profunda obscuridad, bien que el sol en tal época no descendiera aun bajo el horizonte.
Quiso el capitán Len Guy asegurarse de que los hombres habían vuelto al campamento y prevenir así toda imprudencia de su parte, y llamó a lista.
Cada uno, después de responder, fue a su sitio bajo las tiendas, donde los faroles embrumados no despedían más que luz débil.
El mestizo fue el único que no contestó, aunque el contramaestre repitió varias veces su nombre con fuerte
voz.
Hurliguerly esperó algunos minutos.
Dirk Peters no pareció.
¿Había, pues, quedado junto a la canoa?; era probable, aunque inútil, pues nuestra embarcación no corría el riesgo de ser robada en aquel tiempo de nieblas.
—¿Es que nadie ha visto a Dirk Peters durante, el día? —preguntó el capitán Len Guy.
—Nadie —respondió el contramaestre.
—¿Ni al mediodía en la comida?
—No, capitán, y, sin embargo, él no debía de tener provisiones.
—¿Le habrá, pues, sucedido alguna desgracia?
—¡No es de temer! —exclamó el contramaestre—. Aquí Dirk Peters está en su elemento, y en medio de las brumas debe sentir la despreocupación de un oso polar… ¡Ya ha salido con bien una vez…, y saldrá otra!
Dejé hablar a Hurliguerly, sabiendo bien por qué el mestizo se mantenía aparte. En todo caso, desde el momento en que Dirk Peters se obstinaba en no responder, y los gritos del contramaestre habían debido llegar hasta él, era imposible ponerse en su busca.
Aquella noche estoy seguro que, salvo Endicott, tal vez, nadie pudo dormir. Se ahogaba uno bajo las tiendas, en las que faltaba oxígeno. Además, más o menos, todos sentíamos una impresión muy particular, especie de presentimiento extraño, corno si nuestra situación fuera a modificarse para mejor o peor, admitiendo que pudiera empeorar.
La noche transcurrió sin alarma, y a las seis de la mañana todos salieron fuera a respirar un aire más saludable.
El mismo estado meteorológico que la víspera, con brumas de extraordinaria densidad. Se advirtió que el barómetro había subido demasiado aprisa, es cierto, para que la altura, se tomara en serio. La columna marcaba 767 milímetros, el máximo a que había llegado desde que la
Halbrane
pasó el círculo antártico.
Otros indicios había también que debíamos tener en cuenta.
El viento, que refrescaba —viento del Sur desde que habíamos pasado el polo austral—, no tardó en soplar con violencia brisa de dos rizos, como dicen los marinos. Los ruidos de fuera se oían ya más distintamente al través del espacio barrido por las corrientes atmosféricas.
A eso de las nueve el
ice–berg
se descubrió repentinamente de su sombrero de vapores.
¡Indescriptible cambio de decoración, que una varita mágica no hubiera realizado en menos tiempo ni con mayor resultado!