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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (42 page)

BOOK: La esfinge de los hielos
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Sobre estos dos puntos el capitán dio su dictamen, bastante para alejar toda inquietud. Jem West aprobó su lenguaje.

Quedaba una tercera cuestión; de gran importancia y propia para excitar los celos y la cólera de la tripulación.

Se trataba de decidir de qué manera sería empleada la única embarcación de que podíamos disponer.

¿Convenía reservarla para las necesidades de la invernada, o servirse de ella para volver hacia el banco de hielo?

El capitán Len Guy no quería resolver. Pidió únicamente que la decisión se dejase para veinticuatro o cuarenta y ocho horas después.

No se debía olvidar que la canoa, cargada con las provisiones necesarias para una larga travesía, no podía contener más que once o doce hombres. Era, pues, preciso proceder a la instalación de los que quedarían en la costa si la partida de la canoa se efectuaba, y, en este caso, la suerte designaría a los que habían de embarcar.

El capitán Len Guy declaró entonces que ni Jem West, ni el contramaestre, ni yo, ni él, reclamaríamos privilegio alguno, y que seguiríamos la suerte común. Los dos maestros de la
Halbrane,
Martín Holt o Hardie, eran perfectamente capaces para conducir la canoa hasta los lugares de pesca, que tal vez los balleneros no habrían aun abandonado.

Por lo demás, los que partieran no olvidarían a los que dejaban invernando en el paralelo 86, y al volver el verano fletarían un barco a fin de recoger a sus compañeros.

Todo esto fue dicho —lo repito— en tono tan tranquilo como firme.

Debo hacerlo esta justicia: la figura del capitán Len Guy engrandecía con la gravedad de las circunstancias.

Cuando terminó de hablar —sin haber sido interrumpido ni aun por Heame—, nadie hizo la menor observación. Ni ¿cuál podía hacerse, puesto que, llegado el caso de embarcarse alguno en la canoa, la suerte había de decidir?

Llegada la hora del descanso, todos regresaron al campamento, y tomaron su ración, preparada por Endicott, durmiéndose por última vez bajo las tiendas.

Dirk Peters no había reaparecido, y en vano procuré reunirme a él.

Al día siguiente, 7 de Febrero, la gente se puso a trabajar animosamente.

El tiempo era bueno, la brisa débil, el cielo estaba ligeramente brumoso, la temperatura soportable —46° (7° 78 c. sobre cero).

En primer lugar, la canoa fue descendida a la base del
ice–berg
con todas las precauciones que la operación exigía. Desde dicho punto los hombres la sacaron a seco, sobre una pequeña playa, al abrigo de la resaca. En perfecto estado, se podía esperar que prestaría buen servicio.

El contramaestre se ocupó en seguida del cargamento, así como del material que provenía de la
Halbrane,
mobiliario, velamen, trajes, utensilios, instrumentos.

En el fondo de una caverna, estos objetos no estarían expuestos al naufragio o demolición del
ice–berg.
Las cajas de conserva, los sacos de harina y de legumbres, los frascos de vino, whisky, ginebra y cerveza fueron transportados al litoral.

Yo había trabajado en todo como el capitán Len Guy y el lugarteniente, pues este trabajo del primer momento no sufría ningún retraso.

Debo hacer notar que Dirk Peters fue aquel día a echar una mano, pero a nadie dirigió la palabra.

Ignoro si había o no renunciado a la esperanza de encontrar a Arthur Pym.

El 8, el 9 y el 10 de Febrero nos ocupamos en la instalación, que quedó terminada en la tarde de este último día. El cargamento fue colocado en el interior de una amplia gruta, a la que se llegaba por estrecha abertura. Confinaba con la que debía servirnos de habitación, y en la que, por consejo del contramaestre, Endicott dispondría su cocina. De esta manera aprovecharíamos el calor del horno, que serviría para preparar los alimentos y para calentar la caverna durante aquellos largos días, o más bien larga noche del invierno austral.

Desde el 8 por la tarde habíamos tomado posesión de aquella caverna, de secas paredes, alfombra de fina arena, y suficientemente alumbrada por su orificio de entrada.

Situada junto a una fuente, su orientación debía ponerla al abrigo de los terribles rafales y las tormentas de nieve de la mala estación. De cabida superior a la que ofrecían los puestos de la goleta, pudo contener los catres, mesas, armarios, sillas, y el mobiliario suficiente para pasar algunos meses del invierno.

Mientras se trabajaba en la instalación, nada sospechoso sorprendí en la actitud de Heame y de los reclutados en las Falklands.

Todos dieron prueba de sumisión a la disciplina y desplegaron actividad loable. Sin embargo, el mestizo siguió guardando la canoa, de la que hubiera sido fácil apoderarse en la playa.

Hurliguerly, que vigilaba particularmente al
sealing–master
y a sus camaradas, parecía tranquilizado con motivo de sus disposiciones actuales.

En todo caso, no se tardaría en resolver lo que conviniera respecto a la partida de los que fueran designados por la suerte.

En efecto: estábamos a 10 de Febrero. Pasados un mes o seis semanas, la campaña de pesca habría terminado en la vecindad del círculo antártico. Y de no encontrar a los balleneros, admitiendo que hubiesen podido franquear el banco de hielo y el círculo polar, nuestra canoa no hubiera podido afrontar el Pacífico hasta las riberas de la Australia o de Nueva Zelanda.

Aquella noche, después de reunir a todos, el capitán Len Guy declaró que la cuestión sería discutida al día siguiente, añadiendo que, si se resolvía afirmativamente, se echaría a suerte en seguida.

Esta proposición no produjo respuesta alguna, y, en mi opinión, no habría discusión seria más que para decidir si se efectuaba o no la partida.

Era tarde. Una semiobscuridad reinaba fuera, pues a aquella fecha el sol estaba ya al ras del horizonte, bajo el que pronto iba a desaparecer.

Yo me había echado vestido sobre la colchoneta, y dormía hacía varias horas, cuando fui despertado por gritos que estallaron a poca distancia.

Me levanté de un salto y lánceme fuera de la caverna, al mismo tiempo que el capitán y el lugarteniente, a los que también había despertado el ruido.

—¡La canoa!… ¡La canoa!… —exclamó de repente Jem West.

La canoa no estaba en el sitio en que la guardaba Dirk Peters.

Después de haberla lanzado a la mar, tres hombres se habían embarcado en ella con barriles y cajas, mientras que otros diez procuraban sujetar al mestizo.

Allí estaba Hearne, y también Martín Holt, que, por lo que me pareció, no tomaba intervención directa.

¡De modo que aquellos miserables quedan apoderarse de la embarcación y partir antes de que la suerte hubiera designado!

¡Querían abandonarnos!

En efecto: habían logrado sorprender a Dirk Peters, y le hubieran matado a no defender él su vida en terrible lucha.

En presencia de aquella revuelta, conociendo nuestra inferioridad numérica e ignorando si podían contar con los antiguos tripulantes, el capitán Len Guy y el lugarteniente volvieron a entrar en la caverna, a fin de tomar sus armas para reducir a la impotencia a Hearne y a sus cómplices, que estaban armados.

Iba yo a hacer lo mismo, cuando unas palabras que oí me dejaron inmóvil.

Anonadado por el número, el mestizo acababa de ser derribado en tierra. Pero en este instante, como Martín Holt, por gratitud hacia el hombre que le había salvado la vida se lanzase a su socorro, Hearne le gritó:

—¡Déjale… y vente con nosotros! El maestro velero pareció dudar.

—Sí…, déjale… — añadió Hearne—. Deja a Dirk Peters, que es el asesino de tu hermano.

—¡El asesino de mi hermano! —exclamó Martín Holt.

—¡De tu hermano muerto a bordo
del Grampus
!

—¡Muerto por Dirk Peters!

—¡Sí… muerto y devorado…, devorado!… —repitió Heame, que aullaba más que pronunciaba tales palabras.

Y a una señal suya, dos de sus compañeros cogieron a Martín Holt y le transportaron a la canoa dispuesta para marchar.

Heame se precipitó en seguida en ella con todos aquellos a los que había asociado a aquel acto abominable.

En este momento Dirk Peters se levantó de un salto y cayó sobre uno de los rebeldes en el punto en que éste se disponía a entrar en la canoa, le alzó en sus membrudos brazos, y haciéndole girar sobre su cabeza, le rompió el cráneo contra una roca…

Sonó un tiro… El mestizo, herido en la espalda por la bala de Heame, cayó sobre la arena, mientras que la embarcación era vigorosamente impulsada mar adentro.

El capitán Len Guy y Jem West salían entonces de la caverna (toda la anterior escena apenas había durado cuarenta segundos), y corrieron al extremo de la punta, al mismo tiempo que el contramaestre, Hardie y los marineros Francis y Stem.

La canoa, arrastrada por la corriente, se encontraba ya a una encabladura, y la marea descendía con rapidez.

Jem West se echó el fusil a la cara, hizo fuego, y uno de los marineros cayó al fondo de la embarcación.

Un segundo disparo, hecho por el capitán Len Guy, rozó el pecho del
sealing–master,
y la bala se perdió contra los bloques en el momento en que la canoa desaparecía tras el
ice–berg.

No quedaba más que ir al otro lado de la punta, a la que la corriente aproximaría sin duda a aquellos miserables antes de arrastrarlos en dirección del Norte. Si pasaban a tiro de fusil, si un nuevo disparo tocaba al
sealing–master…,
muerto él… o herido, ¿se decidirían tal vez sus compañeros a volver?

Transcurrió un cuarto de hora.

Cuando la embarcación se mostró al dar la vuelta a la punta, era a tal distancia, que nuestros disparos no podrían tocarla.

Ya Hearne había hecho izar la vela, y arrastrada a la vez por la corriente y la brisa, la canoa no fue bien pronto más que un punto blanco que no tardó en desaparecer.

XXIX
DIRK PETERS EN LA MAR

La cuestión de la invernada estaba zanjada. De los treinta y tres hombres embarcados a bordo de la
Halbrane
a su partida de las Falklands, veintitrés habían llegado a aquella tierra, y de éstos trece acababan de huir, a fin de ganar los lugares de la pesca pasado el banco de hielo. ¡Y éstos no eran los que la suerte había designado! ¡No!… ¡Con el objeto de escapar a los rigores de una invernada, ellos habían desertado cobardemente!

Por desgracia Heame no había arrastrado únicamente a sus camaradas. Dos de los nuestros, el marinero Burry y el maestro velero Martín Holt, se habían unido a él. Martín Holt, tal vez sin darse cuenta de lo que hacía, bajo el golpe de la espantosa revelación que el
sealing–master
acababa de hacerle.

En suma: la situación no había cambiado para aquellos a los que la suerte no hubiera destinado a partir. No éramos más que nueve: el capitán Len Guy, el lugarteniente Jem West, el contramaestre Hurliguerly, el maestro calafate Hardie, el cocinero Endicott, los dos marineros Francis y Stem, Dirk Peters y yo. ¡Qué pruebas nos reservaba aquella invernada, ahora que se aproximaba el terrible invierno polar! ¡Qué espantosos fríos íbamos a sufrir, más rigurosos que en otra cualquier parte del globo terrestre, envueltos en permanente noche de seis meses! ¡No se podía, sin espanto, pensar en la energía física y moral que sería precisa para resistir en aquellas condiciones tan fuera de la humana resistencia!

Y, sin embargo, al fin de cuenta, ¿era mejor la situación de los que nos habían abandonado? ¿Encontrarían la mar libre hasta el banco de hielo? ¿Conseguirían llegar al círculo antártico? Y más allá, ¿encontrarían los últimos barcos de pesca? ¿No les faltarían las provisiones en el curso de una travesía de un millar de millas? ¿Qué había podido llevar la canoa, ya muy cargada con el peso de trece hombres?

Sí… ¿Quiénes estaban más amenazados: ellos o nosotros?…

Sólo el porvenir podía responder a esta pregunta.

Cuando la embarcación hubo desaparecido, el capitán Len Guy y sus compañeros, remontando la punta, volvieron hacia la caverna. Allí, envueltos en noche interminable, íbamos a pasar todo aquel tiempo, durante el cual nos estaría prohibido poner el pie fuera.

Ante todo pensé en Dirk Peters, al que habíamos dejado atrás después del disparo hecho por Hearne, mientras que nosotros nos apresurábamos a ganar la otra Punta.

Al volver a la caverna no vi al mestizo. ¿Habría, pues, sido herido gravemente? ¿Tendríamos que lamentar la muerte de aquel hombre que nos era tan fiel como lo había sido al pobre Pym?

Yo esperaba, todos esperábamos que su herida no ofreciera gravedad. Pero era menester curarle, y Dirk Peters había desaparecido.

—Busquémoslo, señor Jeorling —exclamó el contramaestre.

—Vamos —respondí.

—Iremos juntos —dijo el capitán Len Guy—. Dirk Peters era de los nuestros… Nunca nos hubiera abandonado, y nosotros no le abandonaremos.

—¿Querrá volver el desdichado —hice observar— ahora que su secreto es conocido?

Manifesté a mis compañeros la razón de que en el relato de Arthur Pym, el nombre de Ned Holt se hubiera cambiado por el de Parker, y en qué circunstancias me había el mestizo informado de ello. Además, hice valer todo lo que había en descargo de su acción.

—Heame —declaré— ha dicho que Dirk Peters había matado a Ned Holt… Sí… Es verdad… Ned Holt se había embarcado en el
Grampus,
y su hermano Martín Holt ha podido creer que había perecido, ya en la rebelión, ya en el naufragio… Pues, bien; no. Ned Holt había sobrevivido con Augusto Bamard, Arthur Pym y el mestizo, y bien pronto los cuatro sufrieron las torturas del hambre. Preciso era sacrificar a uno de ellos… El que la suerte designara. Se echó a pajas. A Ned le fue adversa la fortuna… Cayó bajo el cuchillo de Dirk Peters…

Pero si la suerte hubiera designado al mestizo, éste hubiera servido de presa a los otros.

El capitán Len Guy hizo entonces la observación siguiente:

—¿Dirk Peters no había confiado su secreto a nadie más que a usted, señor Jeorling?

—A mí únicamente, capitán…

—¿Y usted lo ha guardado?

—En absoluto.

—No me explico entonces cómo Heame ha podido descubrirle.

—Primero he pensado —respondí— que tal vez Dirk Peters había hablado en sueños, y que, merced a la casualidad, Hearne conocía el secreto. Después mis reflexiones me han hecho recordar la circunstancia siguiente: Cuando el mestizo me refirió la escena del
Grampus;
cuando me manifestó que Parker era Ned Holt, se encontraba en mi camarote, cuya vidriera lateral estaba abierta. Hay, pues, motivo para sospechar que nuestra conversación fue sorprendida por el hombre que entonces estaba en el timón… Y precisamente este hombre era Heame, que para oír mejor, sin duda, había abandonado el timón, tanto que la
Halbrane
sufrió un choque…

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