Por la mañana las velas caían inermes y deshinchadas a lo largo de los mástiles, donde se movían de un bordo a otro.
Aunque no soplaba el viento y la superficie del Océano estuviese sin oleaje, las oscilaciones que venían del Oeste imprimían balanceo rudo a la goleta.
—La mar siente algo —me dijo el capitán Len Guy;— debe haber mal tiempo por allí— y extendió la mano al Poniente.
—En efecto: el horizonte está brumoso —respondí—. Tal vez con el sol al mediodía…
—En esta latitud ni aun en el verano tiene gran fuerza, señor Jeorling.
—¡Jem! El lugarteniente se acercó.
—¿Qué piensas del aspecto del cielo?
—No me inspira gran confianza. Así es que es preciso estar dispuesto a todo, capitán. Voy a arriar las velas altas, a recoger el gran foque y a aparejar el contrafoque. Es posible que el horizonte se despeje por la tarde. Si el rabotazo cae a bordo, estaremos en disposición de recibirle.
—Lo esencial, Jem, es conservar nuestra dirección en longitud.
—Tanto como sea posible, capitán, pues vamos por buen camino.
—¿No ha señalado el vigía los primeros hielos en derivación? —preguntó.
—Sí —respondió el capitán Len Guy, en caso de un abordaje, ellos sólo lo sentirían. Si la prudencia exige que nos separemos al Este o al Oeste, nos resignaremos; pero solamente en caso de fuerza mayor.
El vigía no se había engañado. Por la tarde vimos grandes masas moviéndose lentamente al Sur. ¡Eran islas de hielo aun no considerables, ni por su extensión, ni por su altura! Sobrenadaban los restos de
ice–fields.
Eran éstos lo que los ingleses llaman
packs,
anchas piezas de 300 o 400 pies, cuyos bordes se tocan;
palchs,
cuando tienen forma circular;
streams,
cuando son alargados. Estos restos, fáciles de ser evitados, no podían significar obstáculo para la navegación de la
Halbrane.
Verdad que si el viento la había permitido conservar su dirección hasta entonces, no iba avante ya y, falta de velocidad, no gobernaba sin trabajo. Y lo más desagradable era que una mar dura nos mortificaba con contragolpes insoportables.
Hacia las dos grandes corrientes atmosféricas se precipitaron en torbellinos, tanto de un lado como de otro. La goleta fue horriblemente sacudida, y el contramaestre hizo sujetar al punto los objetos susceptibles de desligarse por efecto del balanceo.
A las tres, huracanes de fuerza extraordinaria se desencadenaron decididamente al Oestenoroeste. El lugarteniente puso a rizos bajos la cangreja, la mesana–goleta y el trinquete, esperando así mantenerse contra la borrasca y no ser arrojado al Este fuera del itinerario de Weddell, verdad que los témpanos flotantes se amontonaban a esta parte, y nada más peligroso para un navío que aventurarse en ese laberíntico moviente.
Bajo los golpes del huracán y la mar la goleta escoraba a veces de un modo excesivo. Por fortuna su cargamento no podía cambiar de sitio, pues el arrumaje había efectuado con perfecta prevención de las eventualidades náuticas.
No teníamos por qué temer la suerte del
Grampus,
aquel naufragio debido a la negligencia. No se habrá olvidado que el brick había zozobrado, y que Arthur Pym y Peters fueron los únicos sobrevivientes.
Por lo demás, las bombas no daban una gota de agua, pues gracias a las reparaciones cuidadosamente hechas durante nuestra escala en las Falklands, ninguna de las junturas de a bordo ni del puente se había abierto.
El mejor
weather–wise,
el más hábil pronosticador, no hubiera podido decir lo que la tormenta duraría. Veinticuatro horas, dos días, tres días de mal tiempo… nunca se sabe lo que os reservan estos mares australes.
Una hora después que la tempestad cayó a bordo, los huracanes se sucedieron casi sin interrupción con lluvia de nieve, o más bien avalancha nevosa. La temperatura descendió notablemente. El termómetro no marcaba más que 36° Fahrenheit (2° 32 c. sobre cero), y la columna barométrica 26 pulgadas, ocho líneas (721 milímetros).
Eran las diez de la noche —forzoso me es emplear esta palabra aunque el sol se mantenía siempre sobre el horizonte. Faltaba una quincena de días para que tocase el punto culminante de su órbita, y a 23° del polo, no cesaba de lanzar a la superficie antártica sus pálidos y oblicuos rayos.
A las seis y treinta y cinco arreció la tormenta.
No me decidí a encerrarme en mi camarote y permanecí sobre el puente, resguardándome de la mejor manera posible.
El capitán Len Guy y el lugarteniente discutían a algunos pasos de mí En medio del estrépito de la borrasca apenas si debían entenderse; pero los marinos se entienden con sólo el gesto. Era entonces visible que la goleta derivaba del lado de los hielos, hacia el Sudeste, y que no tardaría en encontrarlos, puesto que marchaban a menos velocidad que ella. Doble desgracia que nos arrojaría fuera de nuestro camino y nos amenazaba con algún terrible choque. El balanceo era ahora tan rudo, que había motivo para temer por los mástiles, cuyas puntas describían arcos de espantosa amplitud. A veces parecía que la
Halbrane
estaba dividida en dos partes. De la proa a la popa era imposible verse.
En el largo, algunas vagas claridades dejaban aparecer una mar agitada que se estrellaba furiosamente contra los témpanos, como sobre las rocas de un litoral, y los cubría de espumas pulverizadas por el viento.
El número de bloques errantes había aumentado, lo que hacía esperar que la tempestad apresurase el deshielo y haría, más accesible el banco.
Lo importante era hacer frente al viento; de aquí la necesidad de ponerse a la capa. La goleta trabajaba horriblemente, cogida al través por las olas, hundiéndose, y no levantándose sin experimentar violentas sacudidas. En huir no había que pensar, pues en tales circunstancias un barco se expone al gravísimo peligro de embarcar las olas del mar por su coronamiento.
Lo principal era aproximarse lo más cerca posible. Después, tomada la capa bajo la gavia, con rizos bajos, el pequeño foque a proa, el contrafoque apopa, la
Halbrane
se encontraría en condiciones favorables para resistir a la borrasca y a la derivación, dispuesta a disminuir aun en velamen si el mal tiempo empeoraba.
El marinero Drap fue al timón. El capitán, cerca de él, vigilaba la maniobra.
En la proa, la tripulación se dispuso a ejecutar las órdenes de Jem West, mientras que seis hombres dirigidos por el contramaestre se ocupaban en instalar un contrafoque en el lugar de la cangreja.
Este contrafoque consiste en un pedazo triangular de fuerte tela, cortado como un foque.
Para coger los rizos de la gavia es preciso subir a las barras del palo de mesana, y con cuatro hombres bastaría para la maniobra.
El primero que se lanzó a los flechastes fue Hunt. El segundo Martín Holt, nuestro maestro velero. Siguiéronles el marinero Burry y uno de los reclutados últimamente.
Jamás hubiera yo creído que un hombre pudiese desplegar tanta agilidad y destreza como Hunt demostró. Apenas si sus manos y pies se apoyaban en los flechastes. Llegado a la altura de las barras se extendió sobre los escalones hasta uno de los cabos de la verga, a fin de arriar los envergues de la gavia.
Martín Holt se dirigió al otro cabo, mientras los otros dos hombres permanecían en medio.
Arriada la vela, no habría más que reducirla a bajos rizos. Después que Hunt, Martín Holt y los marineros hubieran descendido se la izaría desde abajo.
El capitán Len Guy y el lugarteniente sabían que bajo este velamen la
Halbrane
se mantendría convenientemente a la capa.
Mientras que Hunt y los otros trabajaban, el lugarteniente había aparejado el contrafoque y esperaba que el capitán le diera la orden de izarle.
La borrasca se desencadenaba entonces con incomparable furia. Obenques y brandales, fuertemente extendidos, vibraban como cuerdas metálicas… Podía dudarse que las velas, aun disminuidas, fueran desgarradas en mil pedazos.
De repente, un espantoso golpe hizo caer todo sobre el puente.
Algunos barriles rodaron. La goleta se inclinó tan bruscamente sobre babor que el agua entró por los imbornales.
Arrojado contra el
rouf,
permanecí algunos momentos sin poder levantarme.
La inclinación de la goleta había sido tal, que la punta de la verga de la gavia se sumergió de tres a cuatro pies en la cresta de una ola.
Cuando la verga salió del agua, Martín Holt, que se había montado en el extremo de ella para terminar su trabajo, había desaparecido. Se oyó un grito. El grito del maestro velero, arrastrado por las olas. Los brazos del infeliz se agitaban desesperadamente entre la blanca espuma.
Los marineros se precipitaron a estribor y lanzaron, quien una cuerda, quién un barril…, cualquier objeto susceptible de flotar y al que Martín Holt pudiera agarrarse.
En el momento en que yo me agarraba a un palo con el objeto de sostenerme, vi que una, masa hendía el aire y desaparecía entre las olas.
¿Era un segundo accidente? No; era un acto voluntario… de abnegación sublime.
Habiendo terminado de amarrar el último rizo, Hunt acababa de arrojarse al mar para socorrer al maestro velero.
—¡Dos hombres al mar! —gritaron a bordo.
Sí, dos… El uno para salvar al otro… ¿No iban a perecer juntos?
Jem West corrió al timón, y dando una vuelta hizo virar un cuarto a la goleta, todo cuanto ella podía sin pasar la dirección del viento.
Después, con el foque atravesado y el contrafoque entablado, quedó casi inmóvil.
En seguida, en la espumosa superficie de las aguas, vióse a Martín Holt y a Hunt, cuyas cabezas sobrenadaban.
Hunt nadaba rápidamente y se acercaba al maestro velero.
Este, separado ya una encabladura, aparecía y desaparecía. Un punto negro, difícil de distinguir entre los remolinos de la borrasca.
Después de haber arrojado cuerdas y barriles, la tripulación esperaba.
Había hecho cuanto estaba de su parte. ¿Quién podía pensar en echar al agua un bote con aquella tempestad? O se hubiera ido a pique, o se hubiera estrellado contra los flancos de la goleta.
—¡Están perdidos! ¡Los dos están perdidos! —murmuró el capitán Len Guy. Y añadió, dirigiéndose al lugarteniente:
—Jem…, la canoa…, la canoa.
—Si usted me da la orden de echarla al mar —respondió el lugarteniente—, yo seré el primero que embarque en ella… aunque sea arriesgar la vida. ¡Pero me es preciso la orden!
Hubo algunos momentos de inexplicable angustia para los testigos de aquella escena… No se pensaba ya en la situación de la
Halbrane,
por comprometida que fuera.
Bien pronto estalló inmenso clamoreo al ver a Hunt por última vez entre dos olas. Hundióse de nuevo, y después, como, si su pie hubiera encontrado un punto de sólido apoyo, se le vio lanzarse con sobrehumano vigor hacia Martín Holt, o más bien hacia el sitio en que el desdichado acababa de desaparecer.
Entretanto, ganando terreno, desde que Jem West hubo hecho suavizar las escotas del pequeño foque y del contrafoque, la goleta se había acercado una media encaladura.
Entonces nuevos gritos dominaron el ruido de los elementos desencadenados.
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! gritó toda la tripulación. Con su brazo izquierdo Hunt sostenía a Martín Holt, imposibilitado de hacer movimiento alguno, sacudido como un náufrago…; con el otro nadaba vigorosamente en dirección a la goleta.
—¡Orza! ¡Orza! —ordenó Jem West al timonel. Pronto bajo el timón las velas relingaron con detonaciones de armas de fuego…
La
Halbrane
botó sobre las olas, semejante a un caballo que se encabrita cuando el freno le contiene hasta desgarrarle la boca. Entregada a las terribles sacudidas del oleaje, parecía, siguiendo la comparación, que piafaba.
Transcurrió un momento… Apenas si en medio del torbellino de las furiosas olas podía distinguirse a aquellos dos hombres, uno de los cuales arrastraba al otro.
Al fin Hunt se reunió a la goleta y cogió una de las amarras que pendían de a bordo…
—¡Arriba!; Arriba! gritó el lugarteniente, dirigiendo un gesto al timonel.
La goleta evolucionó lo preciso para que la gavia, el pequeño foque y el contrafoque pudiesen ayudar, y tomó la marcha de la capa corriente.
En un momento Hunt y Martín Holt habían sido izados sobre el puente, y depositado el uno al pie del palo de mesana, mientras el otro se mostraba dispuesto a seguir en la maniobra.
El maestro velero recibió los cuidados que su estado requería. Tras un principio de asfixia volvióle el respiro. Algunas frotaciones enérgicas acabaron de lograr que se recobrara del síncope, y, sus ojos se abrieron.
—Martín Holt —le dijo el capitán Len Guy, inclinándose sobre él—. Hete aquí… que has venido de muy lejos…
—Sí… Sí… capitán —respondió Martín Holt, buscando algo con los ojos…
—Pero, ¿quién fue a mi socorro?
—¡Hunt! —exclamó el contramaestre—. Hunt, que ha arriesgado su vida por ti…
Martín Holt se levantó a medias, y apoyándose en el codo volvióse al sido donde estaba Hunt. Como éste se encontrara atrás, Hurliguerly le llevó hacia Martín Holt, cuyos ojos expresaban el más vivo reconocimiento.
—¡Hunt! —le dijo—. Me has salvado… Sin ti estaba perdido… Te lo agradezco…
Hunt no respondió.
—Y bien, Hunt, —dijo el capitán Len Guy…— ¿no le oyes? Hunt no parecía entender…
—Hunt —añadió Martín Holt— acércate… Te estoy muy agradecido… Desearía estrechar tu mano.
Y le tendió la suya.
Hunt retrocedió algunos pasos, moviendo la cabeza, y con la actitud de un hombre que no necesita tantos cumplimientos por cosa tan sencilla. Después, dirigiéndose a proa, ocupóse en reemplazar una de las escotas del pequeño foque, que acababa de romperse por efecto de tan terrible golpe del mar, que la goleta había sido sacudida desde la quilla a la punta de los mástiles.
Decididamente: ¡Hunt es un héroe de abnegación y valor! Y decididamente también es un ser cerrado a todas las impresiones, y ni aun aquel día conoció el contramaestre «el color de sus palabras».
No hubo ninguna pausa en la violencia de aquella tempestad, y con frecuencia nos proporcionó serias inquietudes. Entregada a los furores de la borrasca, se pudo cien veces temer que, a pesar de su reducido velamen, la arboladura de la goleta se viniera abajo. ¡Sí! Cien veces, aunque Hunt gobernó el timón con mano hábil y vigorosa, la goleta, combatida por inevitables golpes, estuvo a punto de zozobrar. Precisó, pues, quitar la cangreja y contentarse con el foque y pequeño foque para mantenerse a la capa.