Los mamíferos marinos no habían abandonado aquellos parajes, cubiertos de masas flotantes de todas formas y dimensiones. Las ballenas mostrábanse en gran número y ¡qué mágico espectáculo cuando las columnas de agua se escapaban por los agujeros de sus fauces!
Con los
fin–backs
y los
hum–backs
aparecían marsuinos de talla colosal, de varios centenares de libras de peso, a los que Heame hería diestramente con su arpón cuando se ponían a tiro. Estos marsuinos eran siempre bien recibidos y apreciados después de haber pasado por las manos de Endicott, hábil confeccionador de salsas.
Los habituales pájaros de los parajes antárticos pasaban en bandadas, y legiones de pengüinos, colocados en hilera sobre los témpanos, miraban evolucionar la goleta. Tales pájaros son los verdaderos habitantes de estas tristes soledades, y la Naturaleza no hubiera podido criar un tipo más en relación con el desolador aspecto de la zona glacial.
En la mañana del 17 el vigía señaló, al fin, el banco polar.
—¡Por estribor delante! —gritó.
A cinco o seis millas al Sur se alzaba una interminable cresta cortada en dientes de sierra, dibujándose sobre el fondo bastante claro del cielo, y a lo largo de la cual derivaban millares de témpanos. Aquella inmóvil barrera se orientaba del Noroeste al Sudeste; sólo prolongándola, la goleta ganaría aun algunos grados hacia el Sur.
He aquí lo que conviene saber si se quiere tener idea exacta de las diferencias que existen entre el banco y la muralla, de hielo.
Está última, como he advertido, no se forma en plena mar. Es indudable que descansa sobre base sólida, ya por alzar sus planos verticales a lo largo de un litoral, ya por desarrollar sus montañosas cimas en plano posterior. Pero si dicha barrera no puede abandonar el punto céntrico que la soporta, es, en opinión de los navegantes más competentes, la que produce ese contingente de
ice–bergs
y de
ice–fields,
de
drifts
y
depacks, defloes
y de
brashs
que vimos en el curso de nuestro interminable camino. Las costas que la sostienen están sometidas a la influencia de las corrientes que bajan de los mares más templados. En la época de las mareas de sizigias, cuya altura es a veces considerable, la base de la barrera de nieve se agrieta, y enormes bloques —centenares de ellos en algunas horas— se separan con sordo estrépito, caen en la mar y suben a la superficie, convertidos en montañas de hielo, de las que sólo una tercera parte emerge, y flotan hasta el momento en que la influencia climatológica de las bajas latitudes acaba de disolverlas.
Un día en que yo hablaba sobre este asunto con el capitán Len Guy—, me dijo éste:
—Esa explicación es lógica, y por eso la muralla de hielo opone su infranqueable obstáculo al navegante, puesto que tiene como base un litoral. Pero no pasa así en el banco. Este se forma sobre el mismo Océano por la amalgama continua de restos en derivación. Sometido igualmente a los asaltos de las olas, que a la influencia de aguas más templadas durante el verano, se disloca, se abren pasos, y numerosos barcos han podido pasar por él…
—Es verdad —añadí—. No ofrece una masa infinita, que sería imposible de rodear.
—También Weddell ha podido doblar la extremidad, señor Jeorling, gracias a circunstancias excepcionales de temperatura y de precocidad que son raras. Pero, puesto que esas circunstancias se presentan este año, no es temerario afirmar que sabremos aprovecharlas.
—Seguramente, capitán… Y ahora que el banco ha sido señalado…
—Voy a hacer que la
Halbrane
se aproxime cuanto sea posible, señor Jeorling, para después lanzarla al través del primer paso que encontremos. Si éste no se presenta, procuraremos llegar hasta el extremo oriental del banco con la ayuda de la corriente que lleve tal dirección, y lo más cerca, amurar a estribor, por poco que la brisa se mantenga al Nordeste.
Navegando al Oeste, la goleta encontró
ice–fields
de dimensiones considerables… Varios ángulos, con la base medida por la guindola, permitieron calcular que tenían unas 500 a 600 toesas superficiales. Preciso fue maniobrar con tanta precisión como prudencia a fin de evitar el ser arrastrado al fondo de los pasos, de los que no siempre se veía la salida.
Cuando la
Halbrane
se encontró a tres millas del banco, se puso al pairo en el centro de una ensenada que la permitía toda la libertad de sus movimientos. Echóse al agua un bote. El capitán Len Guy bajó a él con el contramaestre, cuatro remeros y un hombre al timón. Dirigióse a la enorme muralla, y buscó en vano un paso por el que la goleta pudiera deslizarse, y después de tres horas de trabajoso reconocimiento volvió a bordo.
Empezó a caer una lluvia de nieve que hizo descender la temperatura a 36° (2° c. sobre cero) y nos robó la vista del banco.
Era, pues, indispensable, poner el cabo al Sudeste y navegar por entre aquellos témpanos, cuidando de ser arrastrado hacia la muralla de hielo, pues elevarse en seguida hubiera presentado serias dificultades.
Jem West ordenó halar las vergas, de forma de tomar el viento lo más cerca posible. La tripulación, maniobró rápidamente, y la goleta con una velocidad de siete a ocho millas, inclinada sobre estribor, lanzóse entre los bloques esparcidos por su camino. Sabía evitar el contacto de ellos cuando el encuentro hubiera sido lastimoso, y cuando no se trataba más que de delgadas sábanas de hielo les desgarraba con su tajamar, haciendo el oficio de ariete. Después de una serie de rozamientos, que hacían a veces estremecer todo su casco, la
Halbrane
encontraba las aguas libres.
Lo esencial era evitar los choques contra los
ice–bergs.
Ninguna, dificultad había para evolucionar, bajo un cielo claro que permitía maniobrar a tiempo, ya para aumentar la velocidad de la goleta, ya para disminuirla. Sin embargo, con las frecuentes brumas que limitaban a una o dos encabladuras el campo de vista, la navegación no dejaba de ser peligrosa.
Pero, aparte de aquellos
ice–bergs,
¿no corría la
Halbrane
el riesgo de ser abordada por los
ice–fields
? Indudablemente, y el que no lo ha observado, no puede imaginarse que grado de poder alcanzan estás masas en movimiento.
Aquel día habíamos visto uno de estos
ice–fields,
animado de mediana velocidad, chocar contra otro que estaba inmóvil. Pues bien: fue herido por sus aristas, agitado terriblemente, casi hundido. No se vio más que enormes restos subiendo unos sobre otros,
bummocks
que se elevaban a 100 pies de altura;
caifs
emergiendo bajo las aguas. ¿A quién podría sorprender el caso, si el peso del
ice–fields
que abordó al otro ascendía a varios millones de toneladas?
Veinticuatro horas transcurrieron en estas condiciones. La goleta se mantenía a tres o cuatro millas del banco. Acercarse mas hubiera sido aventurarse al través de sinuosidades de las que no se hubiera podido salir. No porque le faltase deseo al capitán Len Guy.
—Si tuviera la ayuda de otro barco —me dijo—, yo me acercaría más al banco… ¡Gran ventaja es disponer de dos navíos cuando se emprenden tales campañas!… Pero la
Halbrane
está sola, y, si nos faltase…
Sin embargo, aun maniobrando con prudencia, nuestra goleta se exponía a verdaderos peligros. Después de algún recorrido de 100 toesas era preciso pararla bruscamente, modificar su dirección, y a veces en el momento preciso en que la punta del bauprés iba a chocar contra un bloque. Durante largas horas, pues, Jem West veíase obligado a cambiar su marcha, a fin de evitar el choque de algún
ice–fields.
Por fortuna el viento soplaba de Este a Nordeste, sin otra variación, y no refrescaba. Pero de volver la tormenta yo no sé lo que hubiera sido de la goleta…, o lo sé demasiado: se hubieran perdido cuerpos y bienes. En tal caso, en efecto, no nos hubiera sido posible huir, y la Halbrane hubiera naufragado al pie del banco.
Después de detenido reconocimiento, el capitán Len Guy tuvo que renunciar a encontrar un paso al través de aquella muralla.
No había más que intentar sino llegar a la extremidad Sudeste. Siguiendo está orientación, nada perdíamos en latitud.
Y, en efecto: el día 18 la observación indicó para la situación de la
Halbrane
el paralelo 73.
Lo repito, sin embargo. Jamás navegación alguna en los mares antárticos halló circunstancias más prósperas, precocidad de la estación estival, permanencia de los vientos del Norte, —temperatura media de 49 grados (9° 44 c. sobre cero). Además gozábamos de claridad perpetua, y durante veinticuatro horas los rayos del sol llegaban a nosotros de todos los puntos del horizonte.
Los
ice–bergs
se liquidaban, formando múltiples arroyos que se reunían en resonantes cascadas. Había que guardarse de ellos cuando el cambio de su centro de gravedad, a consecuencia del desgaste de la base sumergida, les derribaba.
Dos o tres veces más nos acercamos a menos de dos millas del banco. Era imposible que no hubiera sufrido las influencias atmosféricas y que no se hubieran producido roturas en algunos puntos. Los reconocimientos no dieron resultado, y fue preciso volver a arrojarse a la corriente de Oeste a Este.
Esta corriente nos ayudaba, y no había más temor que el de que nos arrastrase más allá del meridiano 43, caso en que hubiera sido preciso cambiar la dirección, a fin de poner el cabo sobre la isla Tsalal. Verdad que, aun entonces, el viento del Este la empujaría hacia su ruta.
Por lo demás, debo hacer notar que durante el dicho reconocimiento no habíamos visto apariencia de tierra, conforme a los mapas de los precedentes navegantes, mapas incompletos, sin duda, pero bastante exactos. No ignoro que algunos navíos han pasado a menudo más allá donde los yacimientos de tierras habían sido indicados. Sin embargo, esto no era admisible en lo que concernía a la isla Tsalal… Si la Jane había podido tocarla, era que aquella parte de la mar antártica estaba libre, y en un año no teníamos ningún obstáculo que temer en aquella dirección.
Al fin el 19, entre las dos y las tres de la tarde, un grito del vigía se dejó oír.
—¿Qué hay? —preguntó Jem West.
—El banco está cortado al Sudeste.
—¿Y más allá?
—Nada a la vista.
El lugarteniente subió por los obenques, y en algunos instantes llegó a la punta de la gavia.
Abajo, todos esperaban… ¡Y con que impaciencia! ¡Si se hubiera engañado el vigía!… ¡Si alguna ilusión de óptica!…
En todo caso, Jem West no se engañaría.
Después de diez minutos de observación —diez interminables minutos— su voz clara llegó hasta el puente.
—¡Mar libre! —gritó.
Unánimes hurras le respondieron.
La goleta puso el cabo al Sudeste. Dos horas después la extremidad del banco era doblada, y ante nuestros ojos aparecía una mar resplandeciente, libre de témpanos.
¿Enteramente Ubre de hielos? No. Esto sería afirmar demasiado. A lo lejos aparecían algunos
ice–bergs; drifts
y
packs
derivaban todavía hacia el Este. Sin embargo, el deshielo se había efectuado por completo en esta parte, y la mar estaba lo bastante Ubre para que un barco pudiera navegar por ella.
No había duda que en estos parajes, remontando el ancho brazo de mar, especie de canal abierto al través del continente antártico, fue donde hicieron escala los barcos de Weddell a los 74° de latitud, que la
Jane
debía pasar en unas 600 millas.
—Dios nos proteja —me dijo el capitán Len Guy— y se dignó conducirnos a nuestro objeto.
—Dentro de ocho horas —respondí—, nuestra goleta tal vez estará a la vista de la isla Tsalal.
—Sí…, a condición de que persistan los vientos del Este, señor Jeorling. Pues no olvide usted que, costeando el banco de hielo hasta la extremidad oriental, la
Halbrane
se ha separado de su itinerario, y es preciso llevarla hacia el Oeste.
—La brisa nos favorece, capitán.
Y nosotros la aprovecharemos, pues mi intención es dirigirme al islote Bennet. Allí es donde mi hermano William ha desembarcado primeramente. Desde que veamos ese islote estaremos seguros de ir por buen camino.
—¡Quién sabe si en él recogeremos nuevos indicios, capitán!
—Es posible, señor Jeorling. Hoy, pues, cuando yo tome la altura y reconozca exactamente nuestra posición, pondremos el cabo hacia el islote Bennet.
Claro es que había ocasión para consultar al guía más seguro que se encontraba a nuestra disposición. Me refiero al libro de Edgard Poe, en realidad a la verídica relación de Arthur Gordon Pym.
Hube de leerle de nuevo con todo el cuidado que merecía; he aquí lo que yo deduje.
No había duda de que la
Jane
hubiera descubierto y acostado la isla Tsalal, ni tampoco sobre la existencia de los seis sobrevivientes al naufragio, en la época en que Patterson había sido arrastrado a la superficie del témpano en derivación. Esta era la parte real, cierta, indudable.
Pero la otra parte, ¿no debía de considerarse como pura imaginación del novelista, imaginación excesiva, poco ordenada, como lo prueba el retrato que hace de sí mismo? Y ante todo, ¿conviene dar por ciertos los extraños hechos que él pretende haber observado en el seno de la lejana Antártida?
¿Debía admitirse la existencia de aquellos hombres y de aquellos animales extraordinarios? ¿Era cierto que el suelo de la isla fuera de naturaleza especial y sus aguas corrientes de composición particular? ¿Existían aquellos abismos jeroglíficos cuyo dibujo hacía Arthur Pym? ¿Era creíble que la vista del color blanco producía espanto a los insulares? Después de todo, ¿por qué no, puesto que lo blanco, el traje del invierno, el color de las nieves, les anunciaba la proximidad de la mala estación, que debía encerrarles en una prisión de hielo? ¿Qué pensar de aquellos fenómenos insólitos señalados más allá, de los vapores grises del horizonte, de las tinieblas del espacio, de la luminosa transparencia de las profundidades pelágicas, en fin, de la aérea catarata y de aquel gigante blanco que se erguía en los umbrales del polo?
Sobre esto me reservaba mi opinión, y esperaba. Respecto al capitán Len Guy, se mostraba indiferente a todo lo de la relación de Arthur Pym que no se refería directamente a los abandonados en la isla Tsalal, pues la salvación de éstos era su única y constante preocupación.