La esfinge de los hielos (22 page)

Read La esfinge de los hielos Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: La esfinge de los hielos
12.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Puesto que tenía ante mis ojos la relación de Arthur Pym me prometía hacer su crítica poco a poco, separar lo verdadero de lo falso, lo real de lo ficticio; y tenía la convicción de que no encontraría señal de aquellas cosas extrañas que, en mi opinión, habían debido ser inspiradas por la imaginación sugestiva del poeta americano.

El 19 de Diciembre, nuestra goleta se encontraba, pues, a grado y medio más al Sur que la
Jane
diez y ocho días más tarde. De aquí la conclusión que las circunstancias —estado de la mar, dirección del viento, precocidad de la buena estación— nos habían sido en extremo favorables.

Una mar libre —o por lo menos navegable— se extendió ante el capitán Len Guy, como se había extendido ante el capitán William Guy, y tras ellos el banco de hielo desarrollaba de Noroeste a Nordeste sus enormes masas solidificadas.

En primer lugar, Jem West quiso reconocer si la corriente tenía la dirección Sur en aquel brazo de mar, como indicaba Arthur Pym. Obedeciendo sus órdenes, el contramaestre envió al fondo una cuerda de 200 brazas con suficiente peso, y se pudo advertir que la dirección era la misma, y por tanto, favorecía la marcha de nuestra goleta.

A las diez, y al mediodía, se practicaron las observaciones con gran exactitud, mostrándose el cielo de una pureza extraordinaria. Los cálculos dieron: 74° 45' por latitud y —lo que no podía sorprendernos— 39
o
15' de longitud.

La vuelta que nos había impuesto el costear el banco de hielo, la necesidad de doblarle por su extremidad oriental, habían obligado a la
Halbrane
a apartarse de su camino unos cuatro grados al Este. Establecida su situación, el capitán Len Guy hizo poner el cabo al Suroeste a fin de volver al meridiano 43, mientras adelantaba hacia el Sur.

No he de recordar que las palabras mañana y noche, de las que me serviré a falta de otras, no indican ni el nacimiento ni la postura del sol. El disco radiante, describiendo espiral no interrumpida por encima del horizonte, no cesaba de alumbrar el espacio. Algunos meses después desaparecía. Sin embargo, durante el frío y sombrío período del invierno antártico, el cielo estaría casi diariamente iluminado por las auroras polares. Tal
vez
seríamos más tarde testigos de aquellos fenómenos de inexplicable esplendor, donde la influencia eléctrica se manifiesta con tanto poder.

Según la relación de Arthur Pym del 1° al 4 de Enero del año 1828, la travesía de la
Jane
no se efectuó sin graves complicaciones debidas al mal tiempo. Una fuerte tempestad del Nordeste lanzó contra ella témpanos que la rompieron el timón.

Encontró el camino cerrado por un espeso banco de hielo que felizmente se abrió para dejarla paso. En la mañana del 5 de Enero, por 73° 15' de latitud franqueó los últimos obstáculos. La temperatura del aire era para ella de 33° (0° 56 c. sobre cero), y para nosotros se elevaba a 49° (9° 44' c. sobre cero). En cuanto a la desviación de la brújula, era idéntica: 14° 28' al Este.

Un último dato para indicar matemáticamente la diferencia en la situación respectiva de las dos goletas en aquella fecha. Del 5 al 19 de Enero tardó
la Jane
en recorrer los 10°, o sea las 600 millas que la separaban de la isla Tsalal, mientras que la
Halbrane
el 19 de Diciembre no se encontraba más que a unos siete grados, o sea a 400 millas. Si el viento se mantenía de aquel lado, no pasaría la semana sin que hubiera llegado a dicha isla por lo menos al islote Bennet, 30 millas más cerca, en el que el capitán Len Guy pensaba hacer escala durante veinticuatro horas.

La navegación seguía en excelentes condiciones. Apenas si había que evitar algunos témpanos que las corrientes arrastraban al Suroeste con velocidad de un cuarto de milla por hora. Nuestra goleta les pasaba sin gran trabajo. Aunque la brisa fuera viva, Jem West había colocado las velas altas, y la
Halbrane
se desliaba suavemente por una mar poco agitada. No veíamos ninguno de esos
ice–bergs
que Arthur Pym veía en aquella latitud, y alguno de los cuales medían una altura de 100 brazas, al principio de fundirse, es cierto.

La tripulación no se veía obligada a maniobrar en medio de las nieblas que molestaban la marcha de la
Jane.
No sufrimos los rafales de nieve que algunas veces asaltaron a aquella, ni las bajas de la temperatura que aquellos marineros sufrieron. Únicamente raros témpanos derivaban a nuestro paso, algunos cargados de pingüinos, como turistas que navegaban a bordo de un yate de recreo, y también de negras focas.

Sobre esta flotilla volaban sucesivamente petrales, cormoranes, somormujos, colimbos y albatros de fuliginoso tinte. Sobre la mar flotaban, aquí y allá, anchos pólipos, de suaves colores, semejantes a sombrillas desplegadas. Respecto a los peces, de los que los pescadores de la goleta pudieron hacer amplia provisión, ya con sedales, ya con arpón, citaré a los corifenos, especie de dorados gigantes, de tres pies de largo, y de carne firme y sabrosa.

Al día siguiente por la mañana, después de una noche tranquila, durante la cual la brisa se había dulcificado, el contramaestre se acercó a mí con el rostro alegre, la
voz
fresca, como hombre que no se inquieta de las contingencias de la vida.

—Buenos días, señor Jeorling, buenos días —me dijo. En las regiones australes y en la época del año a que me refiero, no sería propio dar las buenas noches, porque no existen ni buenas ni malas.

—Buenos días, Hurliguerly —respondí dispuesto a entablar conversación con aquel alegre hablador.

—¿Cómo encuentra usted los mares que se extienden pasado el banco de hielo?

—Los compararía —respondí— a los grandes lagos de Suecia o de América.

—Sí…, indudablemente… Lagos rodeados de
ice–bergs,
a modo de montañas.

—Y añado que nada mejor podremos desear, contramaestre; y si el viaje continúa así hasta la isla Tsalal…

—¿Y por qué no hasta el polo, señor Jeorling?

—El polo… Está muy lejos… Y no se sabe lo que allí habrá.

—Se sabrá, cuando se llegue a él —respondió el contramaestre—. Es el único modo de saberlo.

—Conformes, Hurliguerly. Pero la
Halbrane
no ha partido para descubrir el polo Sur. Mi opinión es que, si el capitán Len Guy consigue repatriar a vuestros compatriotas, habrá cumplido su misión, y no creo que pretenda más.

—Conformes, señor Jeorling, conformes. Sin embargo, cuando se encuentre a 390 o 400 millas del polo, ¿no le acometerá la tentación de ver el extremo del eje sobre el que la Tierra gira como un pollo en el asador? —respondió riendo el contramaestre.

—¿Vale eso la pena de correr a nuevos peligros, e interesa tanto llevar hasta ese punto la pasión de las conquistas geográficas?

—Sí y no, señor Jeorling. Por mi parte, confieso que haber ido más lejos que los navegantes que nos han precedido, más lejos tal vez que los que nos sigan, sería cosa que halagaría mi amor propio de marino.

—Sí. Usted piensa que mientras quede algo que hacer no se ha hecho nada.

—Exactamente, señor Jeorling; y si se nos propusiera ir a algunos grados más allá de la isla Tsalal, no sería yo el que me negase.

—No creo que el capitán piense nunca…

—Ni yo —respondió el contramaestre—, e imagino que, en cuanto recoja a su hermano y a los marineros de la
Jane,
se apresurará a conducirlos a Inglaterra.

—Es lo más probable y lo más lógico, Hurliguerly. Además, que si los tripulantes antiguos son gente dispuesta a ir donde se les lleve, creo que los nuevos rehusarían. No han sido reclutados para una campaña tan larga y tan peligrosa como la que les arrastraría hasta el polo.

—Tiene usted razón, señor Jeorling, y para decidirlos sería preciso el cebo de una buena prima por cada paralelo franqueado más allá de la isla Tsalal.

—Y aun así no es seguro que fueran —respondí.

—No, pues Hearne y los reclutados en las Falklands, que forman la mayoría a bordo, esperaban que no se llegaría a franquear el banco de hielo y que la navegación no pasaría del círculo antártico. ¡Ya se quejan al verse tan lejos! En fin, no sé el giro que tomarán las cosas, pero ese Hearne es hombre sospechoso y yo le vigilo.

Tal vez habría en esto, efectivamente, si no un peligro, por lo menos una complicación para el porvenir.

Durante la noche —lo que debió ser la noche del 19 al 20—, mi sueño fue turbado un instante por extraña pesadilla.

Creo deber apuntarla en esta relación, porque prueba una vez más los recelos de que mi cerebro empezaba a estar turbado.

El tiempo era aun frío, y yo, después de acostarme, me envolvía en mis mantas. Generalmente, el sueño, que se apoderaba de mí hacia las nueve de la noche, duraba sin interrupción hasta las cinco de la mañana.

Dormía, pues —serían las dos de la madrugada—, cuando fui despertado por una especie de queja continuada. Abrí, o creí abrir los ojos. Las maderas de las ventanas estaban cerradas, y mi camarote sumido en honda obscuridad.

Presté oído, y me pareció que una voz desconocida murmuraba estas palabras:

—¡Pym!… ¡Pym!… ¡El pobre Pym!

Evidentemente aquello no podía ser más que una alucinación, a menos que alguien se hubiera introducido en mi camarote, cuya puerta no estaba cerrada con llave.

—¡Pym! —continuó la
voz
—. Es preciso… ¡es preciso no olvidar jamás al pobre Pym!

Aquella vez yo percibí distintamente estas palabras murmuradas a mi oído. ¿Qué significaba tal recomendación, y por qué se me dirigía? ¡No olvidar a Arthur Pym! Pero después de regresar a América, ¿no había fallecido de muerte repentina y deplorable, de la que nadie conocía las circunstancias ni los detalles?

Comprendí entonces que mi razón no estaba serena, y me desperté con la idea de que acababa de ser víctima de intensa pesadilla, debida a alguna alteración cerebral.

Salté del lecho y abrí las maderas de una de las ventanas de mi camarote.

Miré afuera.

Nadie estaba en la popa, excepción de Hunt, de pie junto al timón, con los ojos fijos en la bitácora.

No tenía más que hacer sino volver a acostarme, y esto hice; y aunque me pareció oír resonar el nombre de Arthur Pym varias veces a mi oído, dormí hasta la mañana.

Cuando me levanté, no me quedaba de aquel incidente de la noche más que una vaga y fugitiva impresión, que no tardó en borrarse.

Leyendo de nuevo —frecuentemente el capitán lo hacía conmigo— la relación de Arthur Pym, como si está relación fuera el diario de la
Halbrane,
noté el hecho siguiente, mencionado con fecha 10 de Enero:

Por la tarde se efectuó un incidente muy lamentable, y precisamente en la parte de mar que entonces atravesábamos.

Un americano, natural de Nueva York, llamado Peter Vredenburgh, uno de los mejores marineros de la
Jane,
se deslizó entre dos témpanos desapareció y no pudo ser salvado.

Era la primera víctima de aquella funesta campaña… y ¡cuántos más debían ser inscritos en la necrología de la desdichada goleta!

A este propósito el capitán Len Guy y yo notamos que, según Arthur Pym, el frío había sido excesivo durante el día del 10 de Enero, y el estado de la atmósfera muy turbulento, pues los rafales del Noroeste se sucedían bajo forma de ventisqueros.

Verdad que en tal época el banco de hielo se erguía a lo lejos hacia el Sur, lo que explicaba que la
Jane
no le hubiera doblado por el Oeste. Según la referida narración, esto no sucedió hasta el 14 de Enero. Una mar «donde no había un solo pedazo de hielo» se desarrollaba hasta el horizonte con una corriente de media milla por hora. La temperatura era de 34° (1° 11 c. sobre cero), y no tardó en elevarse a 51° (10° 56 c. sobre cero).

Esta era la misma de que disfrutaba la
Halbrane
y como Arthur Pym se hubiera podido decir: que nadie hubiera dudado de la posibilidad de tocar al polo.

Aquel día la observación del capitán de
la Jane
había dado 81° 21' de latitud, y 42° 5' de longitud. Esta situación era también la nuestra en la mañana del 20 de Diciembre. Marchábamos, pues, directamente al islote Bennet, y no transcurrirían veinticuatro horas sin que fuera visible.

No tengo ningún incidente que anotar durante nuestra navegación por estos parajes. Nada de particular ocurrió a bordo de la
Halbrane
en una época en que el diario de la
Jane
registraba varios hechos curiosos. He aquí el principal, que dio a Arthur Pym y a su compañero Dirk Peters ocasión para mostrar su abnegación y su valor.

A las tres de la tarde, el vigía había reconocido la presencia de un banco de hielo en derivación, lo que prueba que en la superficie del mar habían aparecido algunos témpanos. Sobre este banco reposaba un animal de gigantesca talla. El capitán William Guy hizo armar la mayor de sus canoas, en la que se colocaron Arthur Pym, Dirk Peters y el segundo de la
Jane
—precisamente el infortunado Patterson, cuyo cuerpo habíamos recogido entre las islas del Príncipe Eduardo y de Tristán de Acunha.

El animal era un oso de la especie ártica: medía quince pies de largo, la piel era dura y de perfecta blancura, y el hocico redondo como el de un
boudelogue.
Varios balazos que le tiraron no lograron derribarle. Después de arrojarse a la mar, la monstruosa bestia salió hacia la embarcación y, apoyándose en ella, la hubiera hecho naufragar si Dirk Peters, lanzándose contra él, no le hubiera hundido el cuchillo en la médula espinal. El oso arrastró al mestizo, y fue necesario arrojar a éste una cuerda para subirle a bordo.

Conducido al puente de la
Jane,
el oso, excepción de su talla, no presentaba nada anormal que pudiera permitir que se lo colocara entre los extraños cuadrúpedos señalados por Arthur Pym en las regiones australes.

Dicho esto, volvamos a la
Halbrane.

La brisa del Norte, que nos había abandonado, no volvió a soplar, y únicamente la corriente arrastraba la goleta hacia el Sur. De aquí un retraso que nuestra impaciencia encontraba insoportable.

En fin, el 21 la observación dio 82° 50' de latitud, y 42° 20' de longitud Oeste.

El islote Bennet —si existe— no podía estar ya muy lejos.

Sí. Este islote existía, y en el sitio indicado por Arthur Pym.

Efectivamente: a las seis de la tarde el grito de uno de los vigías anunció tierra a babor.

Other books

DragonQuest by Donita K. Paul
Hot Pursuit by Lisette Ashton
Twin Temptations by Carol Lynne
Night & Demons by David Drake
Road to Berry Edge, The by Gill, Elizabeth
Let's Play Make-Believe by James Patterson
Lessons of the Past by Chloe Maxx
Elysian Dreams by Marie Medina