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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (17 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
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Malus asintió con la cabeza y apretó los dientes a causa del lacerante dolor de las rodillas.

—Muy bien. ¿Dónde es probable que encontremos a Rhulan, en este momento?

—Cuando los ancianos no ofician rituales, normalmente se retiran a sus aposentos —le informó el asesino—. Sin duda para reflexionar sobre asuntos de fe —añadió con una sonrisa burlona.

—Sí, pero ésta no es una noche normal. Un anciano ha desertado del templo. Puede que la historia que corre por la calle sea que lo han secuestrado, pero imagino que el resto de los ancianos conocen la verdad. Los guerreros han salido a las calles para luchar contra los verdaderos creyentes, y el consejo sagrado continúa inoperante. ¿Adónde suelen ir los ancianos cuando celebran cónclaves?

—A las cámaras del consejo que están en la Ciudadela de Hueso —respondió Arleth Vann—, pero si se encuentran reunidos allí, estarán bien protegidos.

—Pensaba que los asesinos del templo eran supuestamente invisibles —le espetó el noble.

—Cuando la situación así lo exige —respondió el guardia con frialdad—. ¿Mi señor puede decir lo mismo?

Malus le lanzó una mirada dura.

—Limítate a acercarnos cuanto puedas. Ya improvisaremos cuando estemos allí.

—Te refieres a que mataremos a cualquiera se interponga en el camino.

—Sí, es lo que he dicho.

Arleth Vann le dedicó otra de sus fantasmales sonrisas.

—Es bueno saber que algunas cosas nunca cambian. Sígueme, mi señor.

El asesino condujo rápidamente a Malus afuera de los túneles bien iluminados de debajo del templo hasta malsanos pasadizos llenos de telarañas y por cuyas paredes goteaba agua fangosa. No hizo intento alguno de encender otra vez la lámpara mágica, cosa que obligó a Malus a agacharse y seguir el casi indetectable sonido de los pasos del guardia. De vez en cuando cruzaban corredores más transitados, y en una o dos ocasiones el noble percibió conversaciones susurradas de los sirvientes del templo que llevaban a cabo tareas nocturnas. En cada ocasión, Arleth Vann se detenía en el cruce y escuchaba durante unos momentos para determinar los movimientos de los sirvientes antes de atravesar silenciosa y rápidamente el pasadizo hacia la oscura boca del túnel situado al otro lado. Malus se sentía como una rata dentro de las paredes de una gran casa de la ciudad, correteando de una sombra a otra para evitar a las serpientes del dueño del edificio.

Tras casi una hora, Arleth Vann se detuvo a pocos pasos del final del pasadizo y desenvainó las espadas gemelas, tras lo cual se volvió a mirar a Malus.

—A partir de aquí, yo voy por delante —susurró el asesino—. Aguarda tres minutos y luego sígueme.

Malus frunció el entrecejo.

—¿Tres minutos? ¿Cómo voy a saber hacia dónde has ido?

El asesino miró a Malus por encima del hombro.

—Sigue el rastro de cadáveres —dijo con dureza. Luego salió del pasadizo y se escabulló hacia la derecha.

Malus desenvainó la espada. Sentía las piernas pesadas como el plomo tras el largo ascenso por el corazón de la colina, y la perspectiva de luchar lo colmaba de una especie de exhausto temor. «Debería beber del poder del demonio —pensó—. Sólo un poco, para que me diera fuerzas y me librara de la condenada fatiga.»

Apenas pasó el pensamiento por su cabeza, cuando una ola de temblores le recorrió el cuerpo. Las entrañas se le retorcieron de ansia al pensar en la gloriosa vitalidad gélida del poder del demonio.

—¡Madre de la Noche! —jadeó, al caer con una rodilla en tierra. El hambre parecía insaciable, y su mente retrocedió con terror ante ella.

Pasaron varios minutos antes de que el temblor disminuyera y dejara a Malus aún más débil que antes. Tenía la cara y el cuello bañados de sudor frío y un nudo en las entrañas. El noble aferró con fuerza la espada y se concentró en la tensión de los nudillos y el duro contacto de la empuñadura que se le clavaba en la palma de la mano. Mediante un esfuerzo de voluntad, volvió a ponerse de pie. Una terrible sensación de presagio pesaba sobre él. ¿Acaso el reciente silencio del demonio no había sido más que la infinita paciencia de un depredador que sabía que la presa se encontraba a un solo paso de la destrucción? «Madre bendita, ¿habré ido demasiado lejos? —se preguntó—. ¿Estoy ya completamente en poder del demonio, en cuerpo y alma?»

El demonio se apretó contra sus costillas.

—¿Te sientes mal, Malus? —la voz de Tz'arkan se deslizó dentro de sus oídos como dulce veneno—. Los ancianos del templo esperan. ¿Deseas mi ayuda?

«Sí», pensó Malus. Se mordió los labios para que las palabras no escaparan por ellos. Su mente era un torbellino de horror y repulsión. Otra ola de temblor le recorrió el cuerpo tenso.

—Vamos, no seas orgulloso —susurró el demonio—. Percibo tu debilidad, pequeño druchii, tu necesidad. Si te presentas así ante los ancianos, verán lo débil que eres. Deja que te devuelva la fuerza.

Malus sintió sabor a sangre. Se mordió los labios con más fuerza aún para que el dolor avivara el fuego de su odio. «Con el odio, todo es posible», se dijo.

—No... no quiero nada de ti —jadeó, y un hilo de sangre le bajó por el mentón—. Nada, ¿me oyes?

El demonio rió entre dientes, engreído y tranquilo.

—Eso es fácil de decir cuando estás solo y a oscuras —dijo Tz'arkan—. No tienes ni idea de lo lastimoso que es tu aspecto. Si los ancianos te ven así, se te reirán en la cara. ¿De verdad es lo que quieres?

Gruñendo como una bestia herida, Malus obligó a su cuerpo a moverse: un paso, y luego otro. El odio hervía en su corazón, un fuego débil comparado con el gélido torrente del poder del demonio, pero a pesar de ello le daba energía. Enseñó los dientes manchados de sangre y escupió sobre el suelo de piedra.

—Verán lo que yo quiera mostrarles —dijo, mientras sentía que recobraba un poco de su antigua fuerza—; nada más y nada menos.

—Por supuesto —replicó el demonio con tono paternalista—. Debería haber adivinado que dirías algo así. Tal vez podrás arreglártelas durante un rato más sin mi ayuda, pero recuerda esto: muy pronto llegará un momento en el que te encontrarás con una apremiante necesidad de mi poder. Pídelo, y será tuyo.

Malus salió con paso vacilante del oscuro pasadizo y parpadeó como un búho en la luz del corredor. A la derecha, a menos de tres metros de distancia, había un sirviente del templo tendido boca abajo sobre un creciente charco de sangre. Había muerto sin hacer el más leve ruido.

El noble inspiró temblorosamente, horrorizado porque de pronto sentía que no estaba a la altura de la tarea que tenía por delante. Estaba convencido de que le había sacado ventaja a Tz'arkan, pero durante todo ese tiempo el demonio simplemente había esperado su momento, como una araña que aguarda en el centro de su tela invisible.

«No todo está perdido, de momento —pensó—. Aún estoy vivo. Aún tengo la espada y el anillo de mi madre; y mi odio, siempre mi odio. ¡Madre Oscura, haz que baste con eso!»

Lamiéndose la sangre amarga de los labios, Malus partió tras el rastro del asesino.

Arleth Vann había cumplido con su palabra y dejado una senda de muertos que habría podido seguir un ciego. Malus pasó junto a más de una docena de servidores del templo, tendidos en corredores y cruces como si los hubieran matado mientras caminaban. En un caso pasó ante un trío de cadáveres que se mantenían verticales al apoyarse unos en otros, y Malus fue asaltado por la imagen del asesino de pálido semblante que pasaba entre el apretado grupo y los mataba con tal rapidez que caían casi al mismo tiempo. La sobrenatural destreza de Vann llenó a Malus de admiración, al tiempo que le recordó su propio estado desastroso.

Por último, Malus se halló en el extremo de un corredor de pálido mármol que relumbraba bajo globos de luz bruja. Al otro extremo aguardaba una puerta abierta ante la que había una pila de guardias acorazados. El noble pasó entre el enredo de cuerpos revestidos de acero, y sus pasos sonaron pegajosos al atravesar un enorme charco de sangre que se coagulaba.

Al otro lado había una sala estrecha dominada por una corta rampa que ascendía hasta una estancia amplia y resonante. Arleth Vann esperaba al pie de la rampa, rodeado por media docena de servidores muertos. El asesino se había detenido a limpiar las espadas gemelas con un jirón de tela arrancado de uno de los cadáveres. Tenía el pálido semblante salpicado de sangre e inquietantemente sereno. El rugido de decenas de voces iracundas procedentes de la estancia de lo alto de la rampa de piedra bañó a Malus en hirvientes oleadas.

—¿Dónde... dónde estamos? —tartamudeó el noble, que alzó la voz para hacerse oír por encima del escándalo.

—Justo delante de la cámara del consejo —replicó Arleth Vann—. Ésta es la sala a la que traen a los demandantes que no logran presentar persuasivamente su caso ante el consejo.

En ese momento, un proyectil se estrelló contra la parte superior de la rampa con un sonido sordo, y rebotó al bajar por ella y pasar junto al asesino. Malus captó la furiosa expresión de la cabeza decapitada que rodaba por el suelo.

El guardia alzó la mirada de las espadas que estaba limpiando.

—¿Te encuentras bien, mi señor? Pareces...

—Supongo que tengo aspecto de haber salido de una sepultura, considerando la ruta por la que nos has traído —le espetó Malus—. Es un milagro que pueda ver después de todas las telarañas que he atravesado. —Bajó la mirada hacia el macabro trofeo y le dio una salvaje patada. Este
Rencor
oso gesto lo animó un poco—. Estoy bien —dijo, con una voz a la que dio un toque acerado—; sólo vejado por la estupidez de los sacerdotes. —Sin decir nada más, pasó junto al guardia y comenzó a subir la rampa con la espada sujeta a un lado.

Por un momento, Malus tuvo la certeza de que Arleth Vann lo había conducido al sitio equivocado. Se encontró cerca del vértice de una sala ovalada y rodeada por una galería que ascendía en gradas hasta al menos seis metros. Hombres y mujeres abarrotaban las gradas, gritando y agitando los puños hacia el alboroto que reinaba en el centro de la sala. El aire olía a sangre y se estremecía con el estruendo de una plaza de lucha del distrito de ocio de la ciudad. A menos de diez metros de Malus, más de una veintena de druchii se empujaban, daban puñetazos y abrían tajos unos a otros. En el centro de la refriega, dos druchii de edad más avanzada forcejeaban entre sí, con la cara contorsionada por un odio bestial. En los puños de blancos nudillos temblaban cuchillos de hoja ancha y ambos intentaban sacarle ventaja al contrario. Cada uno de ellos vestía ricos ropones rojos y kheitan del más fino cuero tachonado de oro y piedras preciosas. Los guardias de los dos lucían ropas apenas menos adornadas, y la lucha había dejado una fortuna de oro y gemas esparcidos sobre el suelo de mármol. Los heridos se alejaban a traspiés o a rastras de la refriega, con las manos sobre las heridas, mientras gritaban palabras de aliento a sus bandos respectivos. Un puñado de cadáveres yacía, olvidado, entre los combatientes.

Malus alzó la mirada hacia la galería y se dio cuenta de que la muchedumbre estaba compuesta por ancianos de ropas aún más lujosas y sus sirvientes. En la grada inferior de la galería había seis tronos situados en torno al perímetro de la estancia.

Tres de ellos estaban vacíos, aunque rodeados por ancianos con sus séquitos, como lobos en torno a un ciervo recién muerto. En el ápice de la sala ovalada, en un trono que superaba a los restantes en tamaño y extravagancia, había sentado un druchii muy viejo ataviado con atuendos de latón batido que tenían engastados diamantes y rubíes. Una máscara de oro en forma de cráneo sonriente le ocultaba el rostro, y sus nudosos puños se agitaban cuando se echaba hacia adelante en el trono para gritar palabras de aliento o maldiciones a los que luchaban abajo. Malus vio a Rhulan sentado en el trono de la derecha del viejo druchii. De todos los ancianos reunidos, parecía el menos interesado en la pelea. Tenía una máscara de oro en las manos y se inclinaba hacia un lado para hablar con uno de sus seguidores.

El noble miró a Arleth Vann cuando apareció por la rampa detrás de él.

—¿Es así como el consejo del templo dirime sus asuntos? —gritó.

Arleth Vann se encogió de hombros.

—Debes reconocer que es más entretenido que la corte de cualquier drachau —tuvo que gritar para hacerse oír. El noble sacudió la cabeza con irritación.

—A la Oscuridad Exterior con todo esto —gruñó, y señaló la refriega—. Ábreme camino —le dijo al asesino.

Arleth Vann asintió con expresión ceñuda y alzó las espadas cortas. Se deslizó rápidamente hacia la lucha, con Malus tras él, y se abrió paso a través de la muchedumbre como un trillador que siega grano. Los druchii caían a ambos lados, heridos por las velocísimas armas del asesino, y los demás retrocedían, conmocionados ante el fulminante ataque. Al cabo de pocos momentos, Malus llegó hasta los ancianos combatientes absortos en la lucha. El asesino se apartó a un lado con una reverencia y Malus avanzó hasta ellos e hizo un barrido con la espada que los decapitó a ambos de un solo tajo.

La sangre manó en una brillante fuente de los dos muertos mientras los cuerpos caían el uno contra el otro en un macabro abrazo. Las cabezas cortadas rebotaron audiblemente en el suelo de piedra en medio de un súbito silencio conmocionado.

Con la espada goteando sangre, Malus giró sobre sí para mirar a los ancianos reunidos con fríos ojos de color latón.

—Ahora que cuento con vuestra atención —dijo, y su voz resonó en la sala—, he venido a hacerle una advertencia al consejo. Debéis hacer sonar la llamada a las armas y correr al Sanctasanctórum de la Espada. Mientras reñís aquí como perros sobre un cadáver, Urial y sus partidarios cierran las manos en torno a la
Espada de Disformidad
de Khaine.

Entre los reunidos se oyeron murmullos escandalizados y gruñidos de desprecio. En el otro extremo de la sala, el Gran Verdugo del templo se levantó lentamente. A su derecha, el Arquihierofante se puso pálido y sus ojos fueron de Malus al jefe del templo y volvieron.

La voz del Gran Verdugo era un ronquido líquido, espeso de corrupción, que burbujeaba desde los viejos pulmones.

—¿Quién eres? —dijo, y sus palabras llegaron al otro lado de la estancia a pesar de la máscara que llevaba.

—Un servidor de Khaine —respondió Malus—. Alguien que os hace una advertencia terrible. Y, aparte de eso, ¿qué importancia tiene? Vuestros enemigos están a punto de destruiros, Gran Verdugo: a vosotros y a esta casa construida por vuestros predecesores. ¿Actuaréis, o nos quedaremos aquí sentados a malgastar en presentaciones un tiempo precioso?

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