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ntre los fértiles campos de la comarca de Gharrium y la Sierra Virgen se extienden las Kremnas, un país de montes, barrancos y quebradas, landas, breñas y bosques inaccesibles. Dos ríos la cruzan: el impetuoso Arlahén, que baja desde el norte, y el Feluis, que marca el límite entre las Kremnas y la región de Bhaitar, al sur.
Hace décadas, las Kremnas eran el feudo del clan Ashobda, señores de la guerra que se jactaban de ser libres como las águilas porque sólo de tarde en tarde enviaban los tributos debidos al emperador de Koras. Durante generaciones, los campesinos roturaron los montes de las Kremnas y lograron abrir grandes extensiones de cultivos y pastizales, pese a lo fragoso de su relieve. Aquella comarca llegó a conocer cierta prosperidad. Pero el poder de los Ashobdas se derrumbó por culpa de su crueldad, su codicia y sus propios errores. Al principio de su reinado, el emperador Mihir Barok estaba decidido a terminar con el poder de los nobles, y empezó por mandar un ejército a las Kremnas. Merkos Ashobda, el señor de la guerra, en lugar de aprovechar lo escabroso del terreno, pretendió enfrentarse a las tropas imperiales en una batalla campal. Merkos había adquirido ínfulas de gran caudillo porque aterrorizaba a los campesinos y a los leñadores de sus propias tierras. Un consejero que había leído el
Táctico
de Bolyenos le recomendó que luchara en terreno llano, donde podría desplegar mejor sus unidades. Para desgracia de Merkos, las fuerzas imperiales superaban a las suyas en una proporción de tres a uno, por lo que tuvo que estirar el frente de su ejército hasta que el murallón de lanzas y escudos que había planeado levantar se convirtió en una fila delgada y quebradiza como un papiro. Comprobó además que no era lo mismo sentarse junto a la chimenea y leer el consejo «es necesario enviar unidades de refuerzo al ala más castigada» que llevarlo a la práctica en medio de un griterío infernal, mientras el enemigo machacaba sin piedad el ala derecha, la izquierda, el centro y toda unidad que se le pusiese por delante. Sus hombres, más acostumbrados a incendiar aldeas y violar campesinas que a entrenarse, confundían las órdenes, se atropellaban unos a otros, se dispersaban, huían, se rezagaban o se dejaban matar sin más.
Merkos fue capturado por el general Koratán, y enviado a la capital, donde lo castraron, le sacaron los ojos y lo encerraron en una celda en la que no podía tumbarse ni estar de pie. Cuando se supo que el señor de las Kremnas había sido capturado y que de sus perros de presa no quedaban vivos ni la cuarta parte, los campesinos se sublevaron en decenas de aldeas y marcharon contra el castillo de Armenca. La ira acumulada en años de opresión estalló sin freno; los campesinos asesinaron a todos los habitantes de la fortaleza (al hijo varón de Merkos, que tan sólo tenía ocho años, lo descuartizaron y arrojaron sus pedazos desde el torreón más alto) y saquearon todo lo que pudieron. Para su desgracia, en su furia provocaron un incendio antes de vaciar los silos, con lo que los frutos de sus propios esfuerzos, confiscados por Merkos, se convirtieron en cenizas.
Tras la muerte de Merkos Ashobda, el emperador concedió aquellas tierras a otro señor de la guerra, del clan de los Zorpoy, pero aquel noble se retiró a la ciudad norteña de Xionhán, donde vivía de las rentas que aún recibía y se quejaba, entre banquete y banquete, de que era imposible tratar con los habitantes de las Kremnas. Éstos se organizaron en un ejército rebelde y se dedicaron a saquear las comarcas vecinas, mucho más fértiles que la suya. El vigoroso señor de Bhaitar, que gobernaba las ricas regiones del sur, irritado por la audacia de aquellos forajidos, envió a sus mesnadas contra ellos y los aplastó. Pero aunque su consejero le propuso subir a las tierras altas de las Kremnas y apoderarse de ellas, el señor de la guerra se negó a entrar en aquella comarca salvaje e ingrata de la que nada bueno podía salir.
Los abusos de los Ashobdas, la anarquía posterior y la desastrosa batalla contra el señor de la guerra de Bhaitar dejaron las Kremnas casi despobladas. En pocos años, la naturaleza volvió a apoderarse de lo que los hombres le habían arrebatado con tanto trabajo. Sobre los antiguos pastizales y los campos de cereales brotaron pinos que ahogaron a las demás hierbas. Después, cuando los pinos empezaron a crecer, a su sombra aparecieron renuevos de arces y robles, castaños, fresnos y nogales que poco a poco tejieron frondas inextricables. En aquellos bosques habitaban cazadores, tramperos y leñadores que de cuando en cuando roturaban algún monte; pero preferían hacer incursiones en las tierras bajas del sur o del este para llenar sus graneros, y en años malos incluso lanzaban razias contra la comarca de Xionhán. Escarmentados por los desastres anteriores, los hombres de las Kremnas no intentaron oponerse a las tropas regulares Ainari. Cuando el emperador o algún señor de la guerra enviaban sus fuerzas a las Kremnas en expediciones de represalia, ellos recogían sus alimentos y sus enseres, se refugiaban en las espesuras más recónditas y lo único que le dejaban al enemigo eran sus míseras chozas, de las que hasta las puertas y los tejados arrancaban. De vez en cuando tendían emboscadas a las retaguardias o aprovechaban los pasos estrechos para atacar convoyes y acémilas. Siempre ganaban más de lo que arriesgaban, y así, poco a poco, las expediciones contra las Kremnas se hicieron más raras y aquella comarca agreste, que de nombre pertenecía a Áinar, se convirtió en una astilla clavada en el corazón del imperio que pretendía volver a gobernar el mundo.
Sobre el punto donde confluían los ríos Arlahén y Feluis se alzaba una elevación, conocida como la Garra por los cuatro picachos de piedra rojiza que se levantaban en su cima. Entre ellos se extendía una plataforma inclinada hacia el norte, y sobre la cual tenía su campamento El Mazo, el más célebre y temido de los Gaudabas, los salvajes caudillos de las Kremnas.
Aunque El Mazo disponía de tres campamentos más, el de la Garra era su favorito, pues desde él dominaba la parte oriental de las Kremnas y también controlaba la llanura de Gharrium. Todos los días se levantaba antes del amanecer y desayunaba de pie, una hogaza de pan y medio queso que regaba con un pellejo de vino, mientras contemplaba cómo el sol alumbraba poco a poco sus dominios. Él no había nacido en las Kremnas, sino más al este, una tierra lisa como una tabla en la que lo único vertical eran las arboledas que los nobles acotaban para sus monterías. Desde niño había doblado el espinazo, como lo hicieron sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos, para arar, sembrar y segar, para avenar el terreno y desatascar las acequias, para cargar pacas de forraje sobre las espaldas. Como pasaba la mayor parte del día inclinado hacia el suelo, casi no se dio cuenta de que se había convertido en un gigante que le sacaba la cabeza a la mayoría de sus vecinos. Sus hombros eran tan anchos que se giraba de costado para entrar por la puerta de la cabaña, y tenía unas manos tan fuertes que partía nueces y avellanas entre el pulgar y el índice.
Una noche (tendría entonces unos veinte años), un corueco bajado de las Kremnas atacó su aldea. Mientras los demás huían, él se enfrentó a la bestia, y aunque ésta le rompió un brazo que nunca se volvió a enderezar del todo, consiguió destriparla con una hoz. Después colgó la calavera del corueco sobre el dintel de su puerta y con su fémur se hizo una maza. Los huesos de los coruecos son muy pesados y tan duros que al golpear resuenan como metal, e incluso atraen a la piedra imán. Los hombres más fuertes de la aldea apenas podían levantar aquel fémur con ambas manos, pero El Mazo, que se ganó entonces aquel apodo, la blandía tan sólo con la derecha mientras esperaba que su brazo izquierdo, entablillado, recobrara las fuerzas. Su hazaña corrió de boca en boca y le hizo muy popular entre las muchachas de la aldea, y también entre las de los pueblos vecinos. Él eligió a Tarbe, una chica de mirada tímida, tan menuda como gigantesco era él, y todo el mundo hizo bromas con que la reventaría en la noche de bodas. Pero lejos de reventarla, parece que le daba placer, pues una noche sí y otra también se oían gemidos que salían de su cabaña, así que muchos hacían chistes con «el mazo de El Mazo». Delante de ella El Mazo no juraba ni escupía, procuraba dulcificar su voz de oso y cuando acababa el invierno le regalaba coronas trenzadas con las flores más tempranas. Estaba esperando a su primer hijo cuando ocurrió la desgracia que lo convirtió en jefe de fugitivos.
Era una partida de caza; el noble local y no más de diez sirvientes. Pero aquel día no quedaban en la aldea sino ancianos, mujeres y niños, pues los varones se hallaban a más de una hora de camino, talando un bosquecillo por orden del propio señor. Los cazadores irrumpieron en el poblado borrachos y dando alaridos, agarraron a tres muchachas, las montaron a la grupa de sus caballos y las violaron a orillas de un riachuelo cercano. Al atardecer, las jóvenes volvieron a la aldea sucias, doloridas y humilladas, y los hombres de la aldea juraron vengarse. No era la primera vez que sucedía, y aquella revancha jamás llegaba. Sin embargo, una de las tres jóvenes era Tarbe. La muchacha se había resistido a mordiscos y arañazos, hasta que el propio noble la ató con las riendas de su caballo y le azotó las piernas y la tripa antes de violarla. Tarbe traía el rostro tan hinchado por los golpes que el ojo derecho no era más que una rendija por la que ni la pupila se le veía. Aquella noche empezó a sangrar y abortó. A la mañana siguiente estaba muerta. De nuevo se oyeron juramentos de venganza en la aldea. Pero esta vez era El Mazo, matador de coruecos, quien los profería.
El culpable no era más que un noblezuelo local al que el título de señor de la guerra le venía grande. Su castillo era un edificio de madera de dos pisos que se levantaba sobre un montículo de tierra en el centro de una pradera. Una empalizada de troncos formaba toda la protección exterior, pues en aquella comarca no abundaba la piedra. Dos noches después de la muerte de Tarbe, bajo la tenue luz de Shirta, aprovechando que el señor celebraba un banquete y los guardias estaban tan borrachos como los demás, campesinos reunidos de cuatro aldeas rodearon el fortín. El edicto que prohibía a los aldeanos poseer armas era reciente; la mayoría de ellos aún guardaban arcos con los que se arriesgaban a la caza furtiva para rellenar sus magras despensas. Tras rodear las puntas de las flechas con estopa o con trapos empapados en aceite, les prendieron fuego y dispararon andanadas contra el tejado, que estaba cubierto de ripias de madera. La fortaleza no tardó en arder por los cuatro costados. Los soldados del señor local salieron empavorecidos, muchos de ellos con las ropas y los cabellos ardiendo, tan sólo para encontrarse con una granizada de flechas, piedras y jabalinas. Uno de los últimos en salir fue el propio noble, montado en el mismo alazán que le había servido para raptar a Tarbe. Una flecha certera derribó al caballo por el talud del montículo. El señor quedó atrapado, con la pierna izquierda aplastada bajo el costado del animal, y ni siquiera pudo desenvainar la espada cuando El Mazo se acercó a él, amenazando con sus rugidos a todo aquel que se atreviera a ponerle la mano encima a aquel hombre. «¡Es mío!», les recordó a todos. Después lo agarró por los cabellos y lo arrastró entre los árboles, lejos de los demás. Sus alaridos se oyeron durante toda la noche.
Aunque el sol se levantaba, las últimas sombras se resistían a abandonar las quebradas de las Kremnas. Hacia el noroeste se extendían hileras de montes, estrujados y retorcidos en tiempos lejanos por fuerzas más allá de la comprensión humana, como revelaban las líneas curvadas y a veces rotas de los escarpes y laderas que aún no había cubierto el bosque. Entre las elevaciones, en las grietas y barrancas, se agazapaban grisáceos bancos de niebla que aún tardarían horas en despejar. Rodeadas por aquellas brumas, las colinas parecían un archipiélago de islas verdes. Entre ellas, un profundo tajo que se dirigía hacia el norte revelaba el curso del río Arlahén, una barrera casi infranqueable para los pocos ejércitos Ainari que aún se atrevían a acercarse a las Kremnas.
El Mazo acarició casi con ternura la lampiña frente de la calavera que colgaba de su cinturón. Cuando él no estaba delante, sus hombres discutían quién habría sido el dueño de aquel cráneo. Los más sostenían que era el noble cuya muerte convirtió a El Mazo en un forajido; unos pocos creían que podía tratarse de un antepasado, o incluso de su mujer, por la que tanto apego sentía que ni después de muerta habría querido despedirse del todo de ella. Fuera como fuese, con el cráneo a la cintura, el corpachón de oso, la barba negra y retorcida en apelmazadas trenzas, las cejas hirsutas, el
brazalete
erizado de pinchos en su antebrazo izquierdo y el fémur del corueco colgado a su espalda, El Mazo ofrecía un aspecto de ogro que a él le complacía cultivar.
—Hoy hará calor, Faugros —le dijo al cráneo. Nadie sabía por qué lo llamaba así-. Todavía no se nota, pero lo hará. Bueno para nuestros huesos.
Uno de sus hombres, un joven menudo y de ojos vivarachos llamado Aunoxos, le entregó un mensaje escrito en tela. Lo acababa de traer una paloma en su pata. El Mazo examinó las apretadas líneas de tinta roja con el ceño fruncido y resoplando de vez en cuando, como si en verdad comprendiera lo que allí estaba escrito. Después le pasó el mensaje a Aunoxos y le ordenó que lo leyera.
—El príncipe Barok está cerca del puente de la Hoz. Anoche intentaron atraparlo y mató a dos hombres.