—No parecen tan malos... teniendo en cuenta que son Ritiones.
A Derguín se le escapó una carcajada.
—¿Por qué se ríe el alevín?
—Supongo que porque es Ritión y a veces le dejo que me roce con la espada en los entrenamientos para que no se desanime.
—Caramba. Has dicho que eras de Zirna, ¿no?
Derguín asintió con timidez.
—No sabía que allí manejarais la espada. Así que de vez en cuando le tundes las costillas a tu maestro...
—Sólo he dicho que me roza.
Derguín se encogió de hombros con falsa modestia.
—Cuando estábamos en Uhdanfiún, el único que lograba vapulear a Kratos era yo —contó Krust en tono de confidencia.
—No te creas una palabra, Derguín. Krust emborrachaba a todo el tribunal en cada examen. Si no, no le habrían concedido ni el brazalete de Iniciado.
—¡Claro que los emborrachaba! No hay ojo más perspicaz que el del borracho. Bueno, ¿para qué lo has traído a Koras?
—Es buena compañía. —La cerveza y el reencuentro con su viejo compañero habían animado a Kratos-. No me destroza los oídos como tú, con esa voz de corueco en celo. Y es uno de los pocos Ritiones que sabe que una espada no se utiliza para poner al fuego un cochino.
—Pues es su uso más sabroso...
—¿Y la grasa, qué?
—¡Así me ahorro enviarle la espada al pulidor!
Parecía imposible mantener una conversación seria con Krust. Y sin embargo, el ruidoso Ritión fue sonsacándoles hasta que se enteró de todo lo que quería saber. A Derguín no dejaba de lanzarle miradas de soslayo, como si adivinara en él mucho más de lo que Kratos había dicho. Al final, los cinco codos de cervezas se vaciaron, y Krust fue el mayor culpable de la sequía. A Derguín le asombró que pudiera trasegar tanto sin que tan siquiera se le enrojecieran los ojos, cuando él sólo había bebido la tercera parte y ya veía nubéculas blancas delante de los ojos.
—Aquí no hay más que hacer por hoy —decidió Krust, después de achicar la última jarra-. Conozco una taberna junto al río donde la cerveza está más fresca que este meado de vaca. ¡A La Chalupa!
No quedaba otro remedio que obedecer, así que se abrieron paso hasta la puerta. Aún no había caído la noche y ya las piernas de Derguín se empeñaban en seguir caminos divergentes. Cómo se encontraría más tarde era impredecible, pero le gustaba aquella incertidumbre; junto al gigantón vocinglero que los guiaba, la vida adquiría un nuevo sabor, picante e inesperado.
Descubrieron que antes de llegar a la taberna fluvial era imprescindible detenerse en ciertos puntos estratégicos para abrevar y reponer fuerzas. Para cuando llegaron a La Chalupa era dudoso que la mayoría fuera capaz de apreciar si la cerveza estaba más o menos fresca. Los guerreros que acompañaban a Krust reían a carcajadas, palmeaban la espalda de Derguín, le contaban chistes Ritiones y le animaban a que cantara. A Kratos le chispeaban los ojos y se le había quedado pintada en el rostro una sonrisilla boba que le hacía parecer un monje feliz. Bajaron la escalera de piedra que llevaba a la taberna como una alegre comitiva, exigiendo a gritos que les sirvieran cien codos de jarras de cerveza, o mejor que los dejaran bajar a la bodega y tumbarse bajo las espitas de los barriles con la boca abierta.
El mostrador de La Chalupa era una larga barra de pizarra. Los recién llegados se acodaron en un extremo, no muy lejos del pie de la escalera por la que habían entrado, ya que no estaban para dar paseos innecesarios. Derguín recorrió el lugar con la mirada. El suelo era de planchas de madera, combadas y desportilladas por la humedad. Había unas veinte mesas, alumbradas por velas solitarias que a el ya se le hacían candelabros, y en todas ellas, alegres bebedores cuyas voces ondulaban como marea en sus oídos. Dos noches en Koras y dos borracheras; esto no puede ser, se dijo. Después reparó en que al fondo de la barra había una mujer sola, alta y rubia, que bebía cerveza de un pichel. (Luego sabría que sólo bebía en aquel vaso de estaño, una de sus posesiones más preciadas.) ¿Quién era y por qué nadie se acercaba a ella?
Al parecer, Derguín se lo había preguntado a Krust sin querer, pues el hombretón le contestó:
—Es una Tahedorán.
Derguín abrió mucho los ojos.
—Se llama Tylse. Es de Atagaira.
Para Derguín aquello explicaba algo más: las mujeres Atagairas, las orgullosas amazonas que vivían en su reino montañoso, rozando la bóveda del cielo. Eran ellas las que desde niñas aprendían el manejo de las armas mientras sus hombres se encargaban de criar a los hijos, apacentar los rebaños y arrancar el sustento a aquellas tierras abruptas y hostiles. Los hombres del resto de Tramórea hablaban con admiración, envidia y una punta de resentimiento de las bravas Atagairas. Sin duda su pequeño país ya habría sido conquistado por otros pueblos, si no fuera porque las picudas montañas lo convertían en una fortaleza inexpugnable.
—Me gustaría conocerla —pensó Derguín en voz alta.
Krust soltó una risotada.
—¡Adelante, muchacho! Pero no te recomiendo presentarte a ella por las buenas. Mira lo que puede suceder... ¡Kharom! ¡Ven aquí!
Kharom era uno de los hombres de Krust, tal vez el que estaba más borracho. Con la barba chorreando cerveza hizo un remedo de ponerse firme delante de su jefe y le preguntó qué quería.
—¿Ves a esa hembra de allí? ¿Has visto qué pechos tiene?
Kharom entrecerró los ojos, pero se le abrieron de par en par cuando reparó en aquella soberbia mujer que bebía sola en el rincón que formaban el mostrador y la desvencijada escalera.
—No hace más que mirarte cuando tú no te das cuenta. Está claro que quiere guerra. ¿Por qué no te acercas y la invitas a una cerveza?
Kharom no necesitó que lo animaran más. Dejó su jarra en el mostrador, trató de enderezarse la ropa, con lo que se la torció aún más, y se abrió paso a empujones hasta llegar junto a la mujer. Derguín observaba curioso. Tylse era casi un palmo más alta que Kharom. Cuando éste se acercó, se giró a medias para escucharle y puso los brazos en jarras. No llegaron a oír que podría estar diciéndole el Ritión, pero a juzgar por el rictus cada vez más ominoso de la mujer, cada palabra que pronunciaba debía de superar en torpeza a la anterior.
—Oh, oh —dijo Krust-. No te lo pierdas, muchacho. Esto va a ser divertido.
Sin aviso alguno, Tylse agarró a Kharom por la pechera y lo estrelló contra la barra; pero no lo soltó aún, pues su intención no era en realidad golpearlo, sino tomar impulso para lanzarlo hacia el otro lado. Los parroquianos se apartaron de su trayectoria, y el Ritión voló hacia el interior del salón con la cabeza embistiendo como un ariete, los brazos aleteando y los pies correteando en vano para evitar la caída. Chocó con una mesa, la volcó, tiró por los suelos una jarra de vino y una fuente de mollejas en salsa y derribó a un par de clientes; pero se limitaron a levantarse sin protestar, pues nadie tenía ganas de malquistarse con aquella terrible virago.
—¿Has visto lo que puede pasar cuando se actúa sin sutileza? —preguntó Krust.
Para sorpresa de Derguín, que estaba llorando de risa, el hombretón siguió el mismo camino que había tomado Kharom. Pero su maniobra de acercamiento debió de ser muy distinta, porque poco después la mujer se estaba riendo a carcajadas con él y no tardó en acompañarlo donde estaban Derguín y los demás.
—Derguín, te presento a una gran maestra de la espada:
tah
Tylse de Atagaira.
Derguín enrojeció hasta las orejas, sin saber muy bien por qué. De cerca, aquella mujer era aún más formidable; si la estatua de la diosa guerrera Taniar se hubiera bajado de su pedestal para saludarle, no le habría impresionado más. Le sacaba a Derguín tres o cuatro dedos de estatura, y su ceñido peto de cuero revelaba una cintura estrecha y unos hombros anchos y rectos; pero entre ellos se erguían dos pechos que apuntaban al muchacho como dardos. Tylse le estrechó la mano y cada uno examinó el brazalete del otro. Seis marcas azules el de Derguín, siete rojas el de Tylse. Él se atrevió a mirarla a los ojos y ella le sonrió con simpatía. Tenía el pelo blanco y lo llevaba cortado a media melena; sus ojos, muy claros, desprendían reflejos violeta a la luz de las velas. Se decía que las mujeres Atagairas eran albinas; desde luego, aquélla sí.
—Y éste es Kratos May.
—He oído hablar de ti,
tah
Kratos. Es un honor para mí conocerte.
Derguín sintió envidia de Kratos y pensó que aquella sonrisilla que se le había quedado en el rostro le hacía parecer un bobo. Los tres Tahedoranes habían cerrado un triángulo casi sin darse cuenta. Los guerreros de Krust tiraron de Derguín para invitarle a otra cerveza y compartir con él los codazos que se propinaban cada vez que señalaban a la amazona. Él los oía sin hacerles caso mientras se afanaba por seguir la otra conversación. Pero como los guerreros le hablaban a voces y en Ritión, su lengua natal, mientras que los Tahedoranes utilizaban el Ainari, le era muy difícil captar lo que decían.
Los ojos se le iban hacia Tylse, por más que quería evitarlo. Ella le sorprendió una vez, pero en vez de ofenderse le sonrió y alzó hacia él su pichel. Derguín se ruborizó de nuevo y dio un trago para ocultarse tras la espuma de su cerveza, pero por encima de ella sus ojos volvieron a buscar a Tylse; y ella debió de notarlo, porque sin dejar de hablar con Kratos y Krust giró el cuello y observó a Derguín con una extraña intensidad.
Luego estaban bebiendo en otra taberna. Derguín sospechó que algún genio alado los había transportado hasta allí. Se encontraba apoyado en una balaustrada que se asomaba al río, tal vez a cinco metros de altura. La baranda era alta; de no serlo, sin duda él o alguno de los Ritiones habrían caído de cabeza a las oscuras aguas del Beliar. En algún momento se había hecho de noche. Las tres lunas estaban en el cielo: Rimom en su cénit y Shirta un poco más allá; Taniar había recorrido un tercio de firmamento desde el este y era su luz púrpura la que se reflejaba en el río. No se veían apenas estrellas y el mismo Cinturón de Zenort se divisaba como un borrón blanquecino; aunque Derguín ignoraba si se debía a que las lunas eclipsaban con sus luces todos los demás astros o a la gasa que el alcohol ponía delante de sus ojos. No hacían más que pasarle jarras de cerveza; él, sin apenas probarlas, se las volvía a entregar al siguiente. Su vejiga estaba a punto de reventar y sospechaba que si se soltaba de la balaustrada la tablazón del suelo subiría a encontrarse con su cabeza. Su lengua era un trapo empapado y luego retorcido al sol, aunque teniendo en cuenta las palabras que la mente enviaba a su boca, tanto más daba. Consciente de su miseria física y mental, era, sin embargo, épicamente feliz. Muchos se habrían cortado un brazo por estar en su lugar, agarrando una gloriosa cogorza con aquellos no menos gloriosos Tahedoranes.
En aquel momento Krust salió al balcón desde el oscuro interior de la taberna, con un manojo de jarras y el pichel de Tylse; tras repartir el cargamento, como si hubiera leído el pensamiento a Derguín, propuso un brindis.
—¡Por los viejos héroes que lucharán por la Espada de Fuego! ¡Por mi viejo amigo Kratos May, por mi nueva amiga Tylse de Atagaira, y por el viejo Krust el Grande!
—El Gordo —le corrigió Kratos.
—El Grande. ¡Por nosotros, tres héroes que, al igual que hoy derramamos la cerveza, no vacilaremos mañana en derramar la sangre de los demás!
Tylse agarró a Derguín del hombro y lo acercó a ellos. Para su sorpresa, la amazona le propinó un pellizco en una nalga. Derguín dio un respingo y la miró, y ella le guiñó un ojo.
—Ya que los héroes somos generosos, brindemos también por el resto de nuestros competidores —añadió Krust-. ¡Propongo que bebamos a la salud del asno flatulento de Aperión, y también de ese Austral, Darniburrimaril, o como diantres se llame, y hasta por su Alteza Imperial, el augusto Togul Barok!
Espabilado por el pellizco de Tylse y por la emoción de completar un cuadrado con los tres Tahedoranes, Derguín se animó a beber de nuevo. Kratos debía de estar tan borracho como él, porque por una vez no se le torció el gesto al oír el nombre de Aperión; quizá ni lo había escuchado. Cuando terminaron el trago, Krust chasqueó la lengua y empezó a contar.
—Yo, Krust el Grande...
—El Gordo.
—Tú, Kratos; y tú también, hermosa Tylse; y Aperión, y el Austral, y el príncipe... Me salen seis. Seis candidatos para una sola espada. El caso es que ese número no me gusta. Trae mala suerte, ¿no os parece?
—Cortémosle el cuello a Aperión y así seremos cinco —sugirió Kratos.
—Yo creo, amigos míos —prosiguió Krust, sin hacerle caso-, que Kartine nos tiene reservada una sorpresa. Tal vez en algún lugar se esconde un héroe desconocido, joven y valiente, que no tardará en aparecer. ¡Burp! —El hombretón se tambaleó; los tres se apresuraron a apuntalarlo, por temor a que los aplastara-. Entonces seremos siete y completaremos una Jauka. ¡Eso nos traerá buena suerte! Puede que en el futuro nos conozcan como los Siete Héroes que asombraron a toda Tramórea con sus proezas, aunque tan sólo quedara uno para contarlas.
—Pero ¿quién será el séptimo? —preguntó Tylse.
Más tarde Derguín, al recapacitar, no sabría a qué atribuir su repentina audacia: si a la cerveza, al deseo de brindar como un igual entre los héroes, a las miradas de complicidad de Krust o al pellizco de Tylse.
—¡Si el Gran Maestre lo permite, seré yo, Derguín Gorión!
Esperaba un momento de sorprendido silencio, pero Tylse, como sin darle importancia, le apretó el hombro.
—¡Muy bien, Derguín! ¿Y por qué no te iba a dejar el Gran Maestre?
Derguín se explicó, con la ayuda de Kratos. Lo que el alcohol le robaba de claridad se lo prestaba en vehemencia, de modo que no faltaron recuerdos para las madres de los profesores de Uhdanfiún, y también conjeturas sobre la misteriosa identidad de sus padres. Krust y Tylse se indignaron, y el Ritión tronó:
—¡Pues no será ese viejo carcamal quien nos prive de formar una Jauka! Mañana apareceremos todos en Uhdanfiún y verás si te conceden el séptimo grado o no.
—¡Y hasta el décimo! —le apoyó Tylse.
—¿Por qué diablos mañana? —terció Kratos-. ¡Vamos ahora mismo! Seguro que tienen cerveza fría.
—¡Brindemos por los Siete Héroes! —propuso Krust-. ¡Por la Jauka de la Buena Suerte! ¡Y por Krust el Grande!
—¡Por los Siete Héroes! ¡Por la Jauka de la Buena Suerte! ¡Y por Krust el Gordo!