Kratos no contestó.
L
a noche del 24 al 25 de Bildanil, Togul Barok recibió sueños angustiosos. En ellos se le aparecía el rostro de aquel brujo que se hacía llamar Ulma Tor, unas veces bañado en sangre, otras brotando de una tumba o asomando del sexo de una parturienta. Pero siempre bajo la mirada de las tres lunas formando un ojo triple, una visión que ya conocía de otras pesadillas y que, sin que ninguno de los dos lo supiera, compartía con Derguín Gorión. Se despertó con el corazón palpitando como un tambor; se sentó en el lecho y recitó las fórmulas de concentración que su preceptor, el Numerista Brauntas, le había enseñado, pues no era un buen momento para que el violento gemelo que se escondía en su cabeza se adueñara de él.
Su ayuda de cámara estaba llamando a la puerta. Togul Barok le dio permiso para entrar y se levantó de la cama.
—Alteza —le informó el sirviente, mientras le ayudaba a vestirse una túnica sin costuras-, ha llegado una invitación de tu padre, el emperador. Quiere verte a la quinta hora.
—¿Qué hora es en este momento?
—La cuarta, Alteza.
—¿Por qué no me has avisado antes?
El chambelán agachó la cabeza, y aún pareció más encanijado al lado de su gigantesco señor.
—Disculpa mi estupidez e imprevisión, Alteza. El recado ha llegado hace unos minutos y te he avisado tan pronto como lo he sabido, aunque sin duda es culpa mía.
Togul Barok despidió al sirviente. Hacía mucho tiempo que su imperial padre no se dignaba recibirlo. Catorce meses, calculó; fue para felicitarlo por alcanzar la octava marca de maestría. Sin duda no era casualidad que le concediera una audiencia ahora, cuando se acercaba el momento en que los Pinakles habían de revelar el paradero de la Espada de Fuego. Debo andar con pies de plomo, se dijo.
Tras bañarse, desayunó una hogaza de pan con tajadas de carne fría y medio queso fresco. Después, escoltado por dos de sus guardias, cruzó el jardín que ocupaba el hueco entre las dos alas de la gran C que dibujaba el palacio imperial. Aquel lugar había sido un capricho de la bella Rhiom, la primera mujer del emperador, que echaba de menos la lujuriante vegetación de Pashkri. Allí crecían árboles y flores de toda Tramórea. Cien jardineros trabajaban para que prosperaran juntas las plantas del norte y las del sur, las del llano y las de la montaña, las de la estepa y las del humedal. Se decía que con el agua que se gastaba en mantenerlo podrían beber todos los habitantes del Eidostar, si es que a alguien le hubiese importado abrevar a esa chusma. En el centro crecía un laberinto de setos de alerce. Togul Barok aún recordaba el excitado temor con el que se escondía allí de niño para huir del severo Brauntas. Cuando demoliera el palacio imperial pensaba dejarlo como una reliquia del pasado.
En la puerta principal presentó la tablilla de citación de su padre y despidió a sus guardias. Cuatro lanceros lo condujeron por un pasillo en penumbras. Había más soldados agazapados a los lados. Debían de creer que estaban fuera de su vista, pero los ojos de Togul Barok captaban entre las sombras el calor de sus cuerpos y hasta el temor que les infundía su presencia.
Al llegar a la sala de audiencias del emperador, se hincó de rodillas en el lugar indicado por el protocolo, el centro de un amplio círculo iluminado por catorce antorchas y por un haz de luz que caía en perpendicular sobre el visitante desde la vidriera del techo.
—Aquí estoy, padre y señor, mi emperador.
—Nos alegramos de ver a nuestro hijo, el muy noble príncipe de Áinar.
La voz del monarca, firme a pesar de los muchos años, provenía de un lugar impreciso. Togul Barok suponía que fuera del círculo alumbrado se extendía una estancia grande, de forma rectangular, y que él se encontraba en un extremo y el emperador en el otro. Pero no eran más que conjeturas, pues más allá de las antorchas todo era negrura. El calor de las llamas enturbiaba su visión. No le había confesado a nadie que veía en la oscuridad, y sin embargo sospechaba que aquellas teas no ardían por azar.
—Sólo queríamos interesarnos por el certamen y saber si nuestro hijo está preparado para él.
—A ello me consagro en cuerpo y alma, padre y señor.
—Quedan ya pocos días, según tenemos entendido.
—Así es, Majestad.
—Esperamos que el príncipe de Áinar quede en el lugar que merece. Ha de pensar que, aunque no consiguiera la Espada de Fuego, nos sentiremos orgullosos de que compita como un digno guerrero. La grandeza de la lucha no reside tanto en la victoria como en la nobleza en el combate y el respeto a las reglas que siempre han distinguido al espíritu de Amar y de sus gobernantes.
—Por tus palabras, padre y señor, me habla la sabiduría de los dioses.
No me vas a ayudar, viejo sarnoso, tradujo; prefieres que cualquier otro sea el Zemalnit.
—No es la sabiduría de los dioses, sino tan sólo la de la edad. Nuestros ancianos ojos se enorgullecen del príncipe de Áinar: nadie podría desear un heredero mejor que el que tenemos. Vete en paz.
Cuando volvió a sus aposentos, Kirión vino a presentarle informes. Togul Barok lo examinó con suspicacia, pero fuera del azulado frío de su vientre no encontró nada anormal en él. Quiso suponer que le seguía siendo fiel. Más tenía que ganar con él que con el emperador.
—¿Has visto ya al Austral?
—Anoche lo vi un momento, en el barrio extranjero. Él y sus hombres cenaron y se retiraron a dormir. Su religión les prohibe el alcohol, y también deben abstenerse de fornicar cuando están en una misión sagrada.
—¿Cómo es?
—No muy alto, de mirada falsa y piel casi negra, como todos los Australes —repuso Kirión con desprecio, aunque su propia tez era muy oscura-. Lleva un extraño tatuaje en la frente.
—¿Qué clase de tatuaje?
—Tres círculos unidos por líneas, formando un triángulo invertido. Me han dicho que representa la triple naturaleza de su dios, aunque no sé qué carajo quiere decir eso.
Togul Barok se estremeció. Tres círculos, un triángulo... ¿Un ojo de tres lunas? Despidió a Kirión, y ya no volvió a sentirse tranquilo en todo el día.
Por la noche, su sueño fue distinto. No aparecieron en él ni Ulma Tor ni el ojo de tres lunas, sino unas visiones nebulosas que despertaron en él aletargadas, como el olor de un perfume olvidado. Se agitó en el lecho, tratando de aferrarlas, pero se escabullían burlándose de él; y la burla se materializó en una sonrisa que empezó a dibujarse ante sus ojos. Era, en efecto, una boca trazada por una fina línea de luz, y a partir de ella la luz se extendía como un pequeño amanecer y alumbraba nuevas sombras y relieves que sugerían un rostro femenino. La mujer terminó de brotar de la oscuridad; la cabeza dorada, el cuello delicado, los hombros redondos y el cuerpo sólido y grácil a la vez. Su sonrisa era la de una estatua arcaica. Le habló en una lengua que jamás había escuchado y le llamó
éxaite,
y Togul Barok supo que quería decir «elegido», y
kasígnetos,
«hermano».
La mujer le tendió la mano. En las tinieblas, Togul Barok sintió cómo sus visceras se removían y supo que su cuerpo estaba girando y levitando hacia delante. La negrura dio paso a unas visiones confusas, de formas cambiantes que, aunque familiares, no sabía interpretar.
Una luz rojiza lo bañaba todo con una pátina fantasmagórica. En algún momento se había quedado solo y ahora sobrevolaba unas ruinas de extravagantes formas, sembradas de enormes columnas de cristal negro, montañas de escombros y barras de metal retorcido. Después, la presencia de una torre colosal lo llenó todo. Al pasar junto a ella vio una escalera de piedra que la rodeaba en espiral. Una figura muy alta subía por ella, azotada por el viento, y unos metros más abajo otra la seguía corriendo con una espada en la mano; le pareció que el primer hombre era él mismo, pero su vuelo era cada vez más rápido y lo perdió de vista.
Sin transición se encontró flotando en una vasta caverna sumida en penumbras. Cuando sintió el suelo bajo sus pies se arrodilló y ocultó el rostro entre las manos, pues había allí una presencia poderosa que le erizaba el cabello. Una mujer tan alta como él se le acercó y le ayudó a levantarse. Togul Barok aventuró una mirada. En su rostro opalescente se leían la irónica superioridad de la realeza y a la vez la tristeza del tiempo inconmensurable. Sus ojos resultaban extraños y a la vez familiares, pero esta vez Togul Barok supo a qué se debía esa sensación paradójica: pues aquellos ojos tenían pupilas dobles, como los suyos.
«Ha llegado el momento de la verdad, hijo.»
«¿Quién eres?»
«Diversos pueblos en diversos eones me conocieron por nombres diferentes; pero soy Himíe, señora del fuego del cielo, consorte del poderoso Manígulat, y reino en la morada de los dioses que ningún mortal holló jamás con sus plantas.»
La oscuridad se había desvanecido. Ya no se hallaba en una sala, sino en una inmensa estancia, una nave de formas y colores incomprensibles. Había más dioses allí, que pasaban como destellos fugaces sin apenas dejar huella en sus retinas.
«Recuerda quién eres y cuál es tu misión. Te engendré para devolver a nuestro pueblo lo que le perteneció. La Espada que Tariman forjó ha dejado ya de pertenecer a los hombres: debe volver a ti, príncipe de los Yúgaroi, para que pueda ser empleada contra el Usurpador. Hemos dormitado mil años aguardando nuestra venganza. Ahora llega la hora de la gloria. Se te envió entre los hombres para pasar como uno de ellos, pero llegado el momento tu naturaleza se revelará a todos. Cuando tengas que luchar con tu medio hermano, no temas, pues eres un dios entre los hombres y no puedes ser vencido ni muerto por arma mortal.»
«¿Quién es mi medio hermano?»
«Lo sabes sin saberlo. Es el séptimo ángulo, así como tú eres el primero. Ahora, vete y merece el orgullo de tu madre.»
De pronto estaba despierto y en pie, junto a la ventana de su alcoba. En algún momento la había abierto y estaba contemplando las estrellas. ¿Eran ellas su heredad, su verdadero hogar? ¿No se trataría de una visión engañosa enviada a través de la puerta de marfil? Pero no, no podía serlo. Aquel sueño encerraba una verdad fundamental. Siempre había sospechado que algo profundo lo diferenciaba de los demás hombres. Su naturaleza no era humana y terrestre, sino divina y celestial. El séptimo elemento, el plasma, era la verdadera sustancia de su ser.
Pero al reparar en que aún faltaban piezas en aquella partida de ajedrez, un reguero de sudor frío le corrió por la espalda. El ojo muerto de triple pupila que atormentaba sus sueños. Las crisis de negrura que tanto temía, cuando su cabeza quería desgajarse y su gemelo colérico tomaba el control. Aquel brujo de mal agüero, Ulma Tor, que a través de un muerto le había ofrecido una ayuda jamás solicitada. Y, por fin, el séptimo ángulo, el medio hermano del que nada sabía y con el que tendría que luchar.
Sólo con la Espada de Fuego podría desenmarañar la trama que lo aprisionaba. En los hechos que estaban guiando sus últimas decisiones había al menos una mentira. Necesitaba ser el Zemalnit para descubrirla.
Su gemelo colérico le chistó desde el fondo de su cabeza: «Déjame a mí. Deja que desenvaine el acero y desencadene mi furia y los barra a todos». Togul Barok sabía que era bien capaz, pero cerró los ojos y se concentró para acallar aquella voz. Por aquella noche, lo consiguió.
Siete son los elementos del mundo.
Seis componen lo material y corruptible:
Agua, aire y tierra, madera, metal y fuego.
Uno solo el que da vida al cosmos eterno:
El plasma, fuego celestial inextinguible
Como eterno es el número siete,
Al que por tres veces, una y dos,
Y cuatro más, dos por sí mismo,
Hay que rendir reverencia.
¡Sublime siete, que gobiernas el mundo!
Brauntas,
La Ciudad del Arpa,
Proemio
L
a mañana del 26 de Bildanil, Kratos salió de La joya de Kilur para dirigirse a Alit, sin despertar a Derguín. La ciudadela interior de Koras se asentaba sobre una elevación rocosa conocida como la Mesa, coronada por una planicie en forma de trapecio. Si los Koratanes hubiesen vivido millones de años atrás, habrían sabido que aquella meseta era un vestigio del antiguo suelo de la llanura. Los lejanos antepasados del Eidos y el Beliar habían ido royéndolo, arrastrando sus tierras al mar conforme excavaban con milenaria paciencia lo que más tarde sería el valle del Eidos. Alit era, junto con otros cerros desperdigados por el llano, uno de los escasos testigos de aquel tiempo perdido. Pero aunque sus laderas de color ocre y su compacta y rocosa cima habían salido a la luz poco a poco, como la estatua que surge bajo el cincel del escultor, a los Koratanes se les antojaba más bien una planta que hubiese brotado del suelo primigenio de la noche a la mañana.
Alit era visible desde cualquier punto de la ciudad, no tanto por su propia altura como por el excéntrico edificio que se erguía en su extremo septentrional: Nahúpirgos, la Torre de los Numeristas. Su origen no tenía nada que ver con la orden mística, pues, según las crónicas, ya estaba allí cuando Moghulk, el Rey Loco, fundó Koras. Había quienes conjeturaban que su construcción se remontaba a la era anterior a la Oscuridad, pues en Tramórea no existía desde tiempos inmemoriales sabiduría arquitectónica para levantar tan colosal engendro. La torre estaba encastrada sobre un pináculo de roca de cien metros que brotaba como una excrecencia de la cima de la Mesa. Los primeros veinte metros eran de piedra bruta, natural, si podía ser natural que aquella aguja de roca hubiera germinado en un sitio tan inverosímil: muchos autores, como Dsetses o el propio Tarondas, opinaban que había caído del cielo cuando se produjo la catástrofe que originó el Cinturón de Zenort. El único artificio en aquel primer nivel era la escalera tallada en espiral que los rodeaba. A partir de los veinte metros, brotaban de la torre grandes esferas de roca dispuestas en aparente anarquía. Cada una de ellas, de entre cinco y seis metros de diámetro, ofrecía una estructura interior diferente, ya fuera una cámara única o una serie de celdas. Los Numeristas, que habían acondicionado la torre desde hacía cincuenta años, las usaban según sus necesidades y las posibilidades que les ofrecían, y así las habían convertido en cubículos, estudios, refectorios, bibliotecas, observatorios o incluso en telesterios para sus prácticas más secretas. Cada esfera estaba comunicada con sus vecinas por audaces escaleras que se retorcían en formas vertiginosas y también por sinuosos túneles horadados en la roca. El camino para llegar a la cúspide, la esfera que remataba la torre y en la que moraba el Primer Profesor, era un sendero plagado de revueltas, callejones sin salida y puertas al abismo; tan arduo y laberíntico como la ascensión a la sabiduría y el conocimiento de la auténtica verdad.