—No es del corazón de donde extraes ahora la energía que bombea la sangre por tu cuerpo, sino de tu syfrõn —le explicó Linar-. El corazón de un hombre tiene un número limitado de latidos para toda su vida. Tú ya no gastarás los tuyos.
Mikhon Tiq respiraba, aunque podía contener el aliento todo el tiempo que quisiera; y comía y bebía, aunque también podría haber prescindido de hacerlo. Pero no sentir el palpito de su corazón le recordaba que su cuerpo había llegado a morir colgado de aquel pino, y se preguntaba si en verdad habría resucitado o si seguía muerto sin saberlo.
Cada vez que se detenían, Mikhon Tiq se sentaba en el suelo, cerraba los ojos y entraba en su syfrõn para practicar sus nuevas habilidades. De esta manera aprendió a conocer los recovecos del castillo. Al principio tenía que utilizar la llave para acceder a su syfrõn, y buscar entre el dédalo de galerías y salas hasta hallar lo que buscaba. Pero la voz que a veces reververaba entre los muros le aconsejó que no se concentrara tanto, que limpiara su mente y se olvidara de pensar. Cuando se dejó arrastrar por el instinto, sus pies se acostumbraron a llevarlo por sí solos a los rincones más escondidos, aunque se cuidó mucho de visitar los oscuros subterráneos de aquel castillo que a la vez era su alma y la albergaba. Aprendió a diferenciar los conjuros de los poderes. Los primeros aparecían bajo la forma de objetos que los simbolizaban, como libros, tenazas, cofres o tapices, y para que actuaran era necesario recurrir a palabras o rituales. En cambio, los poderes puros eran corrientes de colores, ríos luminosos que fluían por el aire ondulando las imágenes a su paso, y resultaban difíciles de atrapar y controlar, pues había que aprender a utilizarlos como el niño aprende a usar sus piernas.
—Los poderes son más rápidos —le advirtió Linar, en una de las raras ocasiones en que compartía con él sus conocimientos sobre la magia-. Es atractivo y a veces embriagador recurrir a ellos, pero también resultan más destructivos y menos sutiles, y consumen las energías de la syfrõn antes de que te des cuenta.
—¿Qué ocurre si la syfrõn se... consume?
—No es fácil agotar la energía que se encierra en ella. Pero si lo hicieras, tu syfrõn se hundiría sobre sí misma y provocaría una onda destructiva tan terrible que no sólo te mataría a ti, sino que también lo arrasaría todo en una legua a tu alrededor.
—¿Es eso lo que pasa cuando un Kalagorinor muere?
—Si nadie recoge su syfrõn, sí.
Mikhon Tiq tragó saliva. De pronto, la idea de combatir contra los otros Kalagorinôr se le antojaba menos excitante. Si lograban destruirlos, su victoria sería muy breve. Tan sólo tendrían el consuelo de ser aniquilados unos segundos después que ellos.
La tierra despertó por segunda vez el I0 de Kamaldanil.
Estaban sentados a media ladera de una loma. Mikhon Tiq practicaba moviendo objetos sin tocarlos. Para canalizar su poder, utilizaba su espada de baratillo, al igual que Linar se servía de su caduceo. Apuntaba con la
kisha
a los escasos bártulos que llevaban en las mochilas y con ellos hacía malabares en el aire, complaciéndose más en la habilidad que en la fuerza bruta. Pero después busco desafíos mayores y se atrevió a levantar a Linar, aprovechando que parecía dormitar. El mago enarcó una ceja, se bajó al suelo con su propio poder y le dirigió una mirada de malas pulgas. El muchacho decidió que era mejor experimentar con materia inerte y volvió la punta de su espada a un peñasco cercano, una mole de granito cubierta de liquen que entre quince hombres con las manos enlazadas apenas habrían podido rodear. No creía que fuera a conseguirlo, pero lo intentó. Se dio cuenta de que la roca estaba muy enraizada, pero insistió en excavar bajo ella con zarcillos invisibles que emanaban de su syfrõn a través del acero.
—¿Qué haces?
El propio Linar se puso en pie, sorprendido. La roca tembló, rechinó y empezó a levantarse con breves sacudidas circulares. Mikhon Tiq había cerrado los ojos, pero a través de la empuñadura de la espada sentía cada cristal y rugosidad del granito, cada gramo de su peso. La roca se alzaba pulgada a pulgada rompiendo el suelo de tierra negra. Quiero levantarla entera, pensó Mikhon Tiq, mientras un río de calor hirviente le corría por las venas, la boca se le llenaba de sabor a sangre y los tendones de todo su cuerpo se le retorcían por dentro.
—¡Déjalo!
Mikhon Tiq abrió los ojos sobresaltado y perdió el control de la roca. Esta se volvió a hundir y la ladera tembló. Hubo un instante de silencio, y después el suelo empezó a agitarse con una vibración sorda. Aquel trepidar provenía de las profundidades. Mikhon Tiq se dio cuenta de que algo enorme subía hacia él, buscándolo. Miró a Linar, pero no encontró en él explicación alguna; tan sólo un ceño preocupado y frío. El temblor se hizo más fuerte, el suelo empezó a sacudirse. Huyeron como lo habían hecho la primera vez, alejándose del epicentro. Corrieron como gamos entre los herbazales y sólo se detuvieron al llegar a una loma cercana. Haciendo equilibrios se mantuvieron de pie en medio de terribles convulsiones que querían romper la tierra. No era un temblor continuo, ni el fragor de un terremoto natural; más bien parecía que un gigantesco ariete subterráneo embistiera una y otra vez contra el lecho de rocas, con una obstinación ciega y brutal.
—¡Mira allí!
Linar le señaló a Mikhon Tiq el lugar donde se hallaba el peñasco que había intentado levantar. El suelo se había abierto en una larga grieta que rajaba la colina desde la cima hasta la base. Durante un segundo atisbaron una forma oscura que palpitaba en su fondo; la piedra desapareció engullida por la sima y un instante después brotó un chorro de esquirlas y polvo. Algo bajo la superficie del suelo había triturado la roca. Sólo entonces se calmó el seísmo. Y allí estaba yo, junto a la piedra, pensó Mikhon Tiq.
En los días siguientes la tierra tembló dos veces más, siempre cuando Mikhon Tiq desplegaba el poder de su syfrõn. Frustrado, hubo de renunciar a sus prácticas.
—Temo que esto tiene que ver con Yatom —dijo Linar.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando Yatom viajó al este, para llegar a Zenorta... ¿Qué me dijo? —Linar entrecerró el ojo y recitó como en trance-: «El camino estaba cortado por un inmenso pantano, un mar de lodo en el que no
crecía
nada vivo. No encontré ningún sendero para atravesarlo, así que envié un mensaje a nuestro hermano Kalitres. Pero sólo logré despertar a una criatura espantosa del cenagal, una babosa de lodo, informe y repulsiva y tan gigantesca que apenas se puede concebir. Verla bastaba para enloquecer. No sólo no pude destruirla, sino que desde la lucha que sostuve con ella mi poder empezó a declinar».
Mikhon Tiq asintió. Yatom le había hablado de aquel monstruo de barro.
—Yatom debió despertar a una criatura inimaginable —prosiguió Linar-. Ahora, su syfrõn se ha convertido en tuya. Cuando despliegas tu poder, la energía que brota de ti lleva escrito un mensaje: «Ésta es la syfrõn de Yatom». Cualquiera de los demás Kalagorinôr sabe leerlo. Lo que no comprendo —añadió, acariciándose el mentón— es cómo puede hacerlo una bestia descerebrada.
—¿De qué tipo de criatura me estás hablando, Linar?
—Nadie conoce lo que se oculta bajo la superficie de la tierra. Pero muchos sabios creen que el suelo que pisamos se sustenta sobre un inmenso lecho de lodo primordial. A veces, ese lodo sube a la superficie en su estado ardiente y lo vemos brotar como lava volcánica. Otras veces asciende por inmensos pozos y túneles que taladran la tierra y toma contacto con el aire en su forma más fría: barro y cieno, la arcilla blanda de los pantanos.
»Hay quienes piensan que en ese océano subterráneo de cieno ardiente moran enormes criaturas. Pero imaginemos que lo habita un solo ser de tamaño inconcebible, y que lo que Yatom vio no fuera más que un apéndice minúsculo en su escala. Ese monstruo sólo podría salir a la luz en las grandes ciénagas, donde el lodo aflora a la superficie. En cambio, si en su camino se interponen rocas más densas y sólidas, las golpeará, y al hacerlo provocará terribles temblores.
Mikhon Tiq recordó el pozo al que se había asomado de forma tan atolondrada en los subterráneos de su syfrõn, y cómo la caída de la antorcha había despertado a la bestia que dormitaba en su fondo. Nada de ello le dijo a Linar, pero el mago pareció intuir por dónde iban sus pensamientos.
—Cuando despliegas tu poder, atraes a esa criatura. De ahora en adelante, debes tener cuidado.
Mikhon Tiq habría preferido no creer a Linar. Pero sabía que era él quien había despertado a la tierra cuando no quiso obedecer al cartel que le vedaba el paso. Las consecuencias de aquel pensamiento eran terribles de aceptar: una colosal criatura primigenia, más antigua quizá que la humanidad, seguía sus pasos para destruirlo. Todas las capacidades que acababa de adquirir y que estaba aprendiendo a dominar se convertían en inútiles, pues cualquier alarde de poder que fuera más allá de un débil sortilegio atraería al monstruo. La devastación lo perseguiría. Entrevió posibilidades insólitas, la potestad de derrumbar fortalezas y asolar ciudades invocando a la bestia del barro primordial. Se convertiría en un emisario de la muerte. Se estremeció al pensarlo.
En los días siguientes comprobó que podía utilizar conjuros que no exigiesen grandes derroches de energía; pero cuando recurría al auténtico poder, la tierra temblaba. Entonces, si interrumpía enseguida su actividad, el temblor no pasaba de un ronquido profundo, una especie de estertor grave y enterrado, como la respiración de un gigantesco animal agazapado en las profundidades. No se atrevía a seguir más allá.
Y, mientras, cuatro magos poderosos, antiguos como los bosques y dementes como el mar nocturno, habían empezado a perseguirlos.
C
uando las montañas empezaron a cubrir cada vez más cielo con sus crestas blancas, Derguín se empeñó en que El Mazo se afeitara las barbazas y se recortara aquella melena espesa como el vellón de un carnero negro. El Gaudaba abrió los ojos como si le hubieran mentado a un diablo.
—Ahora que a ti te empieza a salir barba de hombre, ¿pretendes que yo parezca una mujer?
—¡Ja! No parecerías una mujer aunque te vistiera con las ropas de mi madre.
Durante más de medio día atravesaron un páramo de suelo grisáceo y polvoriento en el que no crecían más que arbustos, malas hierbas y algunas encinas retorcidas que daban bellotas amargas. Un par de leguas atrás, el Feluis había torcido su curso hacia el sur, y ellos se apartaron de su orilla para dirigirse hacia una cumbre nevada que destacaba entre las demás montañas de la Sierra Virgen, el Diente Pelado.
Fue en aquel margal donde avistaron un terón. Volaba a tanta altura que lo tomaron por un buitre, pero luego Derguín aguzó la vista, descubrió que no era ninguna ave y se lo señaló a El Mazo. El reptil alado se dejó caer casi en picado, y ellos agacharon la cabeza y los caballos relincharon inquietos. Cuando estaba a cien metros del suelo, la bestia aleteó de nuevo y empezó a ascender en amplios círculos. Tuvieron tiempo de contemplar la silueta de sus alas membranosas, dentadas como las de un gigantesco murciélago, y su pico largo y puntiagudo. El Mazo preguntó si aquella criatura vomitaba fuego y Derguín soltó una carcajada.
—¡No! Es un terón, no un dragón. Aunque, por su tamaño, hay quien lo llama «dragón sin fuego».
Derguín tampoco había visto un terón en su vida, pero no se lo confesó a El Mazo. Durante un rato estuvo torciendo el cuello hacia atrás, hasta que la silueta alada se perdió tras unas nubes bajas. El resto del día se sintió más animado de lo que recordaba desde que salió de Koras. Por unas horas volvió a ser un chico de diecinueve años que veía mundo.
Después de cruzar el páramo, bajaron una garganta tortuosa en cuyas paredes las antiguas eras habían dejado marcas de estratos anaranjados, cobrizos y parduscos, como las capas de un gigantesco pastel seco. Por el fondo corría un arroyo, poco más que un hilo de agua. Casi sin transición, se encontraron en una comarca verde y fértil, y por primera vez en muchos días Derguín volvió a ver tierras de labor.
—Estamos otra vez bajo jurisdicción de Áinar —le recordó a El Mazo-. Debes cortarte esas barbas de oso.
—Jamás hemos estado aquí —respondió El Mazo, mientras acariciaba las sienes de la calavera-. ¿Qué te parece, Faugros? ¡Este mamón pretende que se me quede cara de sapo!
Entraron en un pueblo. Mientras llenaban los odres en una fuente y discutían si buscar una taberna para comprar vino, advirtieron que los lugareños los miraban de reojo, se daban codazos entre ellos y no dejaban de señalar a El Mazo. Un joven asintió y se alejó corriendo calle abajo. No necesitaron más indicios para montar de nuevo y marcharse de la aldea a trote ligero.
Poco después comprendieron el interés de los aldeanos. En una encrucijada se levantaba una horca, de la que colgaba un campesino con las manos atadas a la espalda y la lengua cruzada a un lado de la boca, hinchada como una gran babosa negra. El travesaño se sujetaba sobre dos postes. En el de la izquierda, un letrero informaba de que aquel pobre diablo había escondido en su casa un arco y siete flechas. El Mazo se quedó descifrando el resto del mensaje, mientras Derguín se acercaba al otro poste. En él habían clavado un cartelón de madera de castaño con tres rostros dibujados a pincel. Al pie de cada retrato había un párrafo escrito en líneas torcidas, y más abajo el dientes de sable rampante que representaba la autoridad imperial.
—¡Mira esto!
El Mazo se acercó. Dos de los dibujos representaban a personajes patibularios cuyos rasgos podrían haberse correspondido con cualquier varón de gesto torvo. Pero en el tercero se veía una cabeza tan grande como las otras dos juntas, con melena de león y una barba adornada en trenzas tejidas con pequeños lazos. Derguín fue señalando con el dedo los caracteres escritos bajo aquella imponente cabeza, y El Mazo los deletreó:
—E... Eeel... Maa... zoo... ¡Pero si soy yo! ¡Claro, es mi nombre! —exclamó, contento de haberse reconocido en aquellas letras que cada día se le antojaban más sobrenaturales y prodigiosas.
—Observa este de la derecha. Es tu amigo Burtún, ¿no te das cuenta?
El Mazo se rascó la barba, entrecerró los ojos y, por fin, contestó que aquel dibujo no le recordaba ni por pienso a Burtún.
—En cambio, a ti se te reconoce perfectamente por la barba y esas guedejas que llevas. ¿Sabes cuánto ofrecen por tu cabeza?