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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (44 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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—Ahora estarás pensando que ya puedes matarme —dijo el muchacho.

El Mazo se volvió hacia él, sopesando la bolsa, y contestó con una sonrisa cruel:

—Es posible.

Derguín subvocalizó letras y números, entró en Mirtahitéi y lanzó una patada fulgurante a la entrepierna de El Mazo. El gigante soltó un resoplido, se dobló sobre la cintura, se desplomó y empezó a retorcerse en el suelo mientras farfullaba maldiciones. Derguín apretó los dientes, se
agachó
y tiró de los hombros hacia arriba. En Uhdanfiún había practicado el pasarse las manos por encima de la
cabeza
mientras sujetaba un palo, pero nunca lo había hecho con las muñecas tan juntas. Los hombros se le descoyuntaron y tuvo que ahogar un grito de dolor, pero logró pasar los brazos al otro lado y las articulaciones luxadas volvieron a su sitio con un nuevo chasquido. Con las manos por delante, sacó a
Brauna,
que colgaba de la silla de uno de los caballos, y con algunas dificultades logró cortar la soga. El Mazo ya estaba de rodillas, tratando de incorporarse, cuando Derguín se plantó tras él y le apoyó la punta de la espada en la nuca. Sólo entonces se desaceleró.

—Puedo cortarte esa cabezota peluda antes de que respires.

—Pues hazlo, porque como no lo hagas te voy a arrancar las bolas de cuajo. Te lo juro —jadeó El Mazo.

—Si tienes en cuenta que por tu culpa me clavaron unas cuantas flechas en el cuerpo, creo que una patadita en la entrepierna no es la mayor de las venganzas.

—¿Cómo has hecho eso, cabrón?

—Trucos de Tahedorán. Eres un hombre muy fuerte, pero yo siempre seré más rápido que tú. Y ya has visto cómo corta el filo de mi espada. Voy a proponerte un trato.

—¡Ja!

—Atiende un momento. No has soltado la bolsa ni cuando te retorcías en el suelo. Supongo que el dinero no le vendría mal a alguien que acaba de matar al jefe de una aldea y se ha escapado como un fugitivo.

—Así que me darás el dinero. Bien, entonces yo te dejaré vivir.

—No, no. Es mi espada la que está en tu nuca y soy yo quien te va a dejar vivir a ti. A cambio de eso y de la mitad de las monedas, me guiarás por estas tierras malditas. No quiero que nadie vuelva a clavarme flechas ni a descalabrarme a pedradas. Debo ir al oeste, y tú me acompañarás.

Discutieron un rato, tensos y asustados. El Mazo jamás se había visto en una situación tan apurada ni en inferioridad de condiciones, así que no sabía cómo ceder. Derguín tan sólo tenía que mover un poco su espada y hacerle un corte en la carótida, pero sentía las muñecas rígidas como dos tarugos de madera. No quería matar a aquel gigantón; quitarle la vida se le antojaba como asesinar a tres o cuatro hombres a la vez. Tras mucho porfiar, le arrancó la promesa de que irían juntos hasta Grios. Después, El Mazo podría marcharse a donde quisiera, con dos tercios del dinero.

Cuando llegó el momento de jurar, también tuvieron problemas, pues Derguín no confiaba en que un salvaje de las Kremnas respetara la palabra dada ante un dios de tierras civilizadas. Al final, El Mazo juró por lo que le era más sagrado.

—Te lo juro por la memoria de mi esposa Tarbe y del hijo que llevaba dentro.

Algo le dijo a Derguín que aquella promesa era más sincera que cualquier voto pronunciado por todos los dioses de Tramórea, y por fin envainó su espada y le tendió la mano a El Mazo para ayudarle a levantarse. Cuando los dedazos de aquel hombre cubrieron su antebrazo le invadió un instante de pánico. Pero El Mazo se puso en pie, sin dejar de tocarse la entrepierna, y se acercó a su enorme caballo. Derguín le quitó las alforjas a
Riamar
y las cargó sobre la yegua alazana. Después, descinchó la silla, la dejó en el suelo y palmeó el cuello del unicornio.

—Gracias por aguantar esto —susurró-. Ahora eres libre para irte. ¡Vuela,
Riamar!

Pero el unicornio sacudió con vigor la cabeza, como si dijera que no. Cuando Derguín puso el pie en el estribo de la yegua,
Riamar
gorjeó de aquella manera suya, volvió a mover el cuello y se acercó a Derguín.

—¿Quieres que te monte a ti?

Riamar
subió y bajó la larga cabeza dos veces. El Mazo soltó una carcajada.

—Tienes un caballo muy celoso.

—¡Chssss! No lo llames ni siquiera caballo. Es
Riamar
y es... Da igual, llámalo
Riamar.

Con ciertos problemas, pues los hombros le dolían mucho más de lo que quería reconocer, Derguín se encaramó a lomos del unicornio. Después partieron hacia el oeste.

Las Kremnas eran siempre distintas y a la vez siempre iguales. Peñas, brezales, quebradas, bosques, gargantas cruzadas por arroyos espumosos, cresta tras cresta, hondonada tras hondonada. Galopaban cuando podían, trotaban las más de las veces y en ocasiones tenían que echar el pie a tierra para que sus monturas pudieran avanzar por los sitios más escabrosos. Pero las montañas del oeste se veían cada vez más altas y cercanas y las nieves tempranas refulgían en sus cumbres.

El primer día de viaje fue muy penoso para Derguín. Los hombros se le habían inflamado por la luxación y cualquier movimiento le provocaba un intenso dolor. El Mazo le observaba y hacía comentarios sarcásticos. Pero al final se le removió por dentro algo parecido a la compasión, y en un alto del camino le dijo a Derguín que se quitara el jubón. Lo primero que hizo fue buscar las heridas de las flechas.

—Es inútil. Ya no están.

—¿Cómo lo has hecho?

—Si me ayudas hasta el final, tal vez te lo cuente —respondió Derguín, que ya se había dado cuenta de que lo que El Mazo sentía por cualquier tipo de historia o relato no era curiosidad, sino codicia, auténtica concupiscencia.

Al ver la inflamación de los hombros, El Mazo sugirió utilizar zigurta.

—¿Qué es la zigurta?

—Una hierba. Por aquí no la veo, pero puede que la encontremos cerca de algún río.

Por la tarde llegaron junto a un arroyo que saltaba sobre un lecho de piedras redondeadas y cubiertas de musgo. Allí estuvieron buscando un rato, hasta que
Riamar
los llamó con su extraño gorjeo y señaló con la cabeza hacia un arbusto de ramas delgadas y flexibles, con hojas lanceoladas y cubiertas por minúsculas vellosidades.

—¡Aja! —dijo El Mazo-. Tienes un caballo muy listo, Derguín Gorión.

—Ya te he dicho que no lo llames caballo. No queremos que se ofenda.

Con las hojas, El Mazo preparó un cocimiento en una cazuela de latón. Después le hizo beber el líquido a Derguín y con los restos de las hojas ya hervidas le preparó un emplasto que le aplicó sobre los hombros.

—Tal vez deberías haberte dedicado a sanador, en vez de a terrible jefe de forajidos.

—No tientes a la suerte. ¡Recuerda que soy El Mazo!

Los hombros mejoraron con aquel tratamiento, aunque la infusión le produjo retortijones durante un par de días. Siguieron cabalgando, y mientras se acercaban a las montañas El Mazo le hizo a Derguín un sinfín de preguntas sobre el mundo exterior. Él le habló de historia, y de los mitos de los Yúgaroi, de las leyendas de los grandes héroes, Briakmat, Minos o el propio Zenort, de costumbres de pueblos lejanos, como los Pashkriri y las mujeres Atagairas, o bárbaros como los Trisios. Le describió los tejados de jade y cornalina de Âttim, las arenas blancas de las playas de Malirie, los templos de pórfido y mármol rosado de la acrópolis de Narak, las murallas ciclópeas de Acruria, la ciudad en las nubes de las mujeres Atagairas, incluso la extravagante forma de Nahúpirgos, la Torre de los Numeristas de Koras.

A El Mazo le extrañaba que alguien que parecía tan joven supiera tantas cosas y hubiese visitado tantos lugares lejanos. Derguín le dijo que tan sólo tenía diecinueve años.

—¿Cuántos tienes tú, Mazo?

El Gaudaba se rascó la pelambrera, torció la vista a un lado, echó cuentas con los dedos y al final confesó que no tenía ni idea.

—Más de treinta, seguro, y a lo mejor menos de treinta y cinco.

—¿No sabes en qué año naciste?

—¿Cómo que en qué año nací?

—Sí, claro. Yo nací en el año 980, y ahora estamos en el 999.

—¿En el 999 de qué? ¿Es que los años tienen número?

Derguín le resumió entonces el mito de las edades que a su vez había escuchado de Linar, y le explicó que los años se contaban a partir de la fundación de Zenorta, la ciudad perdida. El Mazo se encogió de hombros. Jamás había oído hablar de esa cuenta de los años, ni le importaba demasiado. En su vieja aldea, y luego en las Kremnas, sólo les importaba saber cuándo era verano, primavera, invierno, cuándo llovía más y cuándo llovía menos. Derguín le explicó que, según muchos filósofos, arúspices, matemáticos y teosofos, cuando llegara el año Mil acaecerían grandes prodigios y terribles cataclismos estremecerían el mundo. Será para los que sepan que viven en el año Mil, le rebatió El Mazo, no para los que nunca hemos llevado la cuenta. Derguín soltó una carcajada y admitió que su lógica era impecable.

—Yo nunca me he creído esas tonterías. —Luego reflexionó y añadió-: Aunque si consigo la Espada de Fuego, eso ya sería un gran cambio.

Derguín confesó a El Mazo que la mayor parte de aquellos lugares lejanos los conocía por los libros, pero que algunos de esos tratados eran tan vividos y estaban tan bien escritos que gracias a ellos podía ver en su mente aquellos parajes y aquellas ciudades como si los tuviera delante.

—Hay un lugar maravilloso que sí he conocido en persona, y es la gran Biblioteca del dios Hindewom, en Koras. Allí he aprendido miles de historias.

El Mazo le preguntó qué era una biblioteca. Y cuando se enteró, quiso saber cuál era la magia de leer; si había que llevar a cabo algún ritual, aprender trucos de hechicería, beber la sangre de algún animal o dormir tres noches en un bosque de brujas. Derguín se rió. Pero después, mientras comían, cortó una ramita de brezo y con ella escribió en un parche de tierra negra y blanda entre un par de arbustos el nombre EL MAZO. Después lo leyó en voz alta, sílaba por sílaba, y volvió a escribirlo dos veces más. Por fin, le dio la rama a El Mazo y le dijo que probara. El Mazo copió los signos muy despacio, frunciendo el ceño y sacando la lengua, pero al final consiguió un resultado reconocible. Después, Derguín escribió su propio nombre: DERGUÍN. El Mazo soltó una carcajada y señaló la «E» con el palo. Derguín se sorprendió al ver lo pronto que la había reconocido y miró a aquel hombretón con respeto.

A partir de entonces, cada vez que se detenían para comer, dar descanso a los caballos, o antes de dormir, El Mazo buscaba un trozo de suelo liso, y si no lo había lo alisaba él, y se empeñaba en recibir otra lección de escritura. En un par de días había memorizado el nombre de todas las letras, aunque aún era incapaz de leer palabras enteras sin ayuda. Después le recitaba a Faugros lo que había aprendido, pues trataba a aquella calavera con tanta ternura como una niña a su muñeca. Derguín pensó que era una lástima que un talento así se hubiera desperdiciado tanto tiempo entre aquellas breñas.

Conforme se acercaban a las montañas, Derguín se daba cuenta de que su espada tendría que derramar sangre, y cada vez aquella idea se le hacía más tangible. Desde que era niño, cuando su mente se distraía, se veía a sí mismo practicando Inimyas o luchando con rivales inventados. Pero ahora le venían a la cabeza otras imágenes en las que su acero no surcaba graciosamente el aire, sino que partía carne, huesos y tendones con un repugnante sonido de maceración, y levantaba chorros de sangre que le salpicaban los ojos. Aquellas visiones lo obsesionaban; rechinaba los dientes y sacudía la cabeza para espantarlas, pero regresaban una y otra vez. El sueño de convertirse en el Zemalnit amenazaba ser una pesadilla manchada de sangre.

—Pero ya has matado a hombres —le dijo El Mazo una noche, al calor de la hoguera, cuando Derguín le expresó sus pensamientos-. Te cargaste a dos de los míos, y también a unos soldados de Áinar.

—Ése no era yo.

Aquellos días, le explicó Derguín, cuando creía ser un príncipe llamado Barok, los había vivido como un sueño. Ahora sabía que esos hombres habían muerto, pero sus espíritus no le atormentaban la conciencia, porque no lo había hecho él, tan sólo lo había presenciado desde un lugar brumoso dentro de su propia alma.

—Sólo una vez maté a un hombre yo, como Derguín Gorión —reveló.

Por un instante se arrepintió de lo que acababa de decir. ¿Qué pensaría El Mazo de alguien que había participado en la Cacería Secreta? Tal vez él o alguien de su familia la hubiera sufrido y en cuanto oyera aquella historia querría vengarse. Pero lo cierto era que aquel gigantón al que acababa de conocer, y que había estado a punto de matarlo, le inspiraba una extraña confianza; o tal vez era que se sentía solo y tenía deseos de hablar. Le contó todo tal como se lo había contado días atrás a Kratos May, y cuando terminó su relato se quedó mirando a las llamas. Si El Mazo decidía ponerse en pie, enarbolar el fémur de corueco y machacarle los sesos, por fin habría expiado aquel crimen.

Pero El Mazo siguió asando su salchicha al calor de la lumbre.

—En mi aldea nunca supimos nada de esa Cacería Secreta. Nos bastaba con los nobles que vivían en nuestros bosques.

Ahora fue El Mazo quien descargó su corazón, y le habló de Tarbe, del hijo que esperaban y de cómo la perdió por el capricho de un señor. Llevaban un pellejo de vino, y esa noche entre confidencias y desahogos se bebieron más de la mitad. Derguín derramó lágrimas al oír el relato de El Mazo, y juró que si hubiese estado allí habría destripado a aquel canalla. El Mazo se lo agradeció con una palmada que casi volvió a desencajarle un hombro. Después le preguntó:

—Si cada vez deseas menos tener esa espada, ¿por qué no te das la vuelta y regresas a tu casa?

—No lo entenderías —contestó Derguín.

Lo que le arrastraba al oeste era la fuerza de las palabras, de las promesas. Su maestro estaba cautivo en un castillo, donde tal vez lo matarían, lo atormentarían, o quizá dejarían que se pudriera en soledad. Derguín no podía consentir que el hombre al que le debía su brazalete de Tahedorán sufriera un destino tan miserable.

—Mira —dijo, levantando el brazo derecho-. Este brazalete lo llevó un gran héroe, Minos Iyar. ¿Ves esas letras grabadas?

Incluso El Mazo, en su ignorancia, había oído relatos sobre aquel legendario rey. Con esfuerzo, deletreó el nombre entallado en letras ya antiguas, pero aún legibles. M-I-N-O-S. Ahora que estaba aprendiendo a leer, la palabra escrita tenía para él tal magia que las letras bastaron para convencerle de que el brazalete era auténtico.

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