—Me lo dio un mago llamado Linar. Si ahora volviera a Zirna también lo decepcionaría a él. Sobre todo, decepcionaría a mi padre. Ya volví una vez fracasado. No quiero repetirlo. No, no voy a hacerlo.
Aunque Derguín había perdido los mapas de Tarondas cuando los soldados del príncipe se llevaron su caballo y el de Kratos, los recordaba de memoria. La ruta más corta a Grios remontaba el curso del río Feluis, en línea recta al oeste. Pero en el tercer día de viaje tuvieron problemas para seguirla. La vegetación era cada vez más tupida. Cuando querían recobrar el camino hacia el río, zarzas y cardizales impenetrables se interponían y los obligaban a desviarse hacia la derecha. Mientras avanzaban en dirección noroeste encontraban trochas, calveros, cañadas y vaguadas sembradas de suaves helechos; pero si trataban de girar de nuevo a la izquierda, la espesura se cerraba frente a ellos y les oponía un muro de espinas y ramas puntiagudas. Eso, cuando no aparecían crestones y dientes de roca que de lejos no habían visto. El Mazo blasfemaba y maldecía a la suerte, pero Derguín se fue volviendo más taciturno conforme transcurría la tarde. El cielo se había cubierto de plomo, el sol apenas se adivinaba y en el aire reinaba una pesadez que hacía zumbar los oídos. Derguín recordó la advertencia de Tríane, que era casi una amenaza: no debía ir a Grios, sino derecho al noroeste, al paso de Rania. Detrás de aquella conjura vegetal que los alejaba del río intuía la voluntad de ella.
A media tarde llegaron a un claro sembrado de malas hierbas y piedras grises cubiertas de liquen. Había unas viejas ruinas en su parte este, y en el centro una charca a cuyo borde se asomaba un sauce muerto cuyas raíces asomaban como dientes podridos. Sobre las aguas oscuras de la poza flotaban algas y juncos tronchados de los que emanaba una vaga amenaza. Cuando los caballos acudieron a abrevar,
Riamar
gorjeó una advertencia y las dos bestias se apartaron del agua.
—Este sitio es de mal agüero —dijo El Mazo, apretándose los genitales y escupiendo a un lado.
Derguín no imitó su gesto apotropaico, pero convino en alejarse de allí cuanto antes. Se adentraron en un bosque de fresnos y robles cubiertos de madreselva. El dosel de hojas era tan espeso que apenas dejaba pasar la escasa luz que se filtraba entre las nubes. Sobre el suelo quebrado, surcado de hondonadas y raíces retorcidas, los helechos crecían a una altura innatural y se mezclaban con una tupida maraña de arbustos espinosos. Era imposible avanzar en línea recta, y además en aquella selva oscura y sin sombras no había forma de orientarse. Caminaron durante horas tirando de las riendas, pues los caballos se mostraban reacios a avanzar. El aire era sofocante. Al respirarlo, entraba a duras penas por el pecho con un silbido asmático que nunca acababa de llenar los pulmones. Los sonidos quedaban amortiguados por aquella extraña pesadez que también se aposentaba detrás de los ojos.
Por fin llegaron a un claro. Pero al mirar a su alrededor, comprobaron que habían llegado junto a la misma poza oscura de la que habían partido.
—Aquí hay un embrujo —dijo El Mazo, lleno de temor.
Derguín no contestó, aunque pensaba lo mismo.
Ya estaba anocheciendo. Decidieron pernoctar en las ruinas, alejados del agua. Se sentaron sobre unas viejas losas que ya ni siquiera estaban a nivel, pues las malas hierbas las habían levantado y rajado por la mitad. Entre ellas quedaban unos capiteles rotos, el fuste de una columna y una estatuilla de la altura de un niño, con la cabeza arrancada. El mármol era muy poroso, y las lluvias y el aire lo habían desgastado y roído. Encendieron una hoguera al amparo de una roca en forma de cresta que se interponía entre las ruinas y la charca. Cenaron en silencio. El vino se les subió a la cabeza enseguida. El Mazo se desplomó sobre sus alforjas y empezó a roncar. Derguín quiso aguantar, pero empezó a sentir un extraño entumecimiento que le subía desde las manos, y al final se quedó dormido.
Algún tiempo después abrió los ojos. Las formas del claro se distinguían mejor que antes, pues las nubes se habían despejado como por arte de magia. Rimom estaba en su cénit, mientras Shirta se levantaba ya sobre los árboles del este. La luz azul era más intensa, pero el verde de Shirta lo teñía todo con una cualidad feérica. A su izquierda escuchó unas carcajadas de niño. Miró hacia la charca. Las aguas oscuras se abrieron y de ellas surgieron tres cabezas de mujer. Una tenía los cabellos blancos, otra negros y la tercera rojos. Salieron las tres a la orilla, vestidas con unas túnicas sutiles que se pegaban a sus cuerpos. Las risas eran suyas, aunque Derguín pensó que era absurdo, pues las había oído antes de que pudieran salir del agua. Estoy soñando, se tranquilizó. Eran jóvenes y hermosas, tres ninfas inquietas e impúdicas. Se dedicaron a corretear por el claro, a jugar y perseguirse y a danzar bajo las lunas agitando sus cabellos para que se secaran al aire. Una de ellas, la pelirroja, se subió a la roca, trepando con sus pies descalzos por el borde dentado, y se quedó allí, recortándose contra la blanca banda del Cinturón de Zenort. A su luz plateada, la túnica se mostraba como un halo flotando sobre su cuerpo desnudo. La muchacha se inclinó con la espalda recta, apoyadas las manos en las rodillas; sus pechos colgaban generosos y las nalgas sobresalían puntiagudas. A su pesar, pues percibía una clara amenaza, Derguín se excitó. La ninfa saltó desde la piedra y durante unos segundos flotó en el aire entre un revolar de gasas. Se posó junto a Derguín, se arrodilló junto a él, le tomó una mano y se la llevó a los pechos. La muchacha albina se acercó por el otro lado e hizo lo mismo con la otra mano.
—No sigas ese estúpido camino. Quédate aquí.
La boca que le había susurrado estaba detrás de su nuca, acariciándole el oído con el aliento.
—Goza con nosotras... Podemos darte una dicha sin fin.
El cuerpo de Derguín estaba rígido, pero ellas lo levantaron como si fuera una tabla. Sólo al ponerse de pie recobró sus movimientos, aunque entumecidos. Las ninfas lo guiaron hasta el borde de la charca. Sus aguas habían dejado de ser oscuras. En el fondo se adivinaban luces brillantes, joyas, esmeraldas, jades, cabujones, zafiros, y también cintas fosforescentes que ondulaban y serpenteaban como un cruce entre algas y culebras.
—Ven con nosotras. Báñate en nuestras aguas y calmaremos tu ansia de goces.
Estaba rodeado de carne tibia, aromas de hierba, susurros de seda. Albina a la derecha y Morena a la izquierda, frotándose contra él como gatos; Pelirroja detrás, restregándole la espalda con sus senos. Ven, ven, le insistían; las aguas son frescas, o cálidas, como tú quieras. Derguín luchaba contra el torpor. Pero si se dejaba llevar todo sería fácil. Las carnes que rozaban la suya eran flexibles como espigas, tiernas como un lecho de nenúfares, y desprendían una nube de perfumes que le hacían ventear como un animal en celo. Morena le tomó la mano derecha y se la llevó a un cálido lugar entre los muslos. Pero al hacerlo, los dedos de Derguín rozaron la empuñadura de
Brauna.
Una corriente le subió por el brazo y le despertó. Por instinto, desenvainó la espada. Las tres se apartaron de golpe, abrieron los ojos de pupilas diminutas y lo amenazaron con lenguas de reptil.
—¡Aparta de nosotras el metal del cielo! ¡No nos toques con eso!
Pero Derguín aferró la empuñadura con ambas manos. Ellas empezaron a girar a su alrededor, agachándose y retorciendo los cuerpos, adelantándose cuando él les daba la espalda y retrocediendo cuando apuntaba a ellas con
Brauna.
Sus lenguas siseaban, sus cabellos se habían encrespado. Derguín trazó un arco alrededor de su cabeza con la espada y lanzó un grito de ataque. Las tres ninfas se espantaron y saltaron al agua. Bajo la superficie se formó un remolino de luces que las devoró, pero antes de que desaparecieran a Derguín le pareció que les habían crecido largas colas de serpiente.
—De una buena te has salvado, buena, sí —le dijo una voz arenosa.
Derguín se volvió. A su espalda había aparecido una extraña criatura de patas velludas que terminaban en pezuñas hendidas. Su piel relucía verdosa, dos cuernecillos adornaban su cabeza, y tenía las orejas puntiagudas y los ojos estrechos y fosforescentes.
—¿Quién eres?
—Si esas tres te hubieran seducido, no te lo habría perdonado ella, no señor, no.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser, quién quién quién? La princesa de las Niryiin, ella. Un grande honor te ha caído siendo amado por ella, pero ¡ah!, tiene sus inconvenientes.
La criatura, un macho, a lo que se veía, parecía inofensiva, de modo que Derguín envainó a
Brauna.
El hombre-cabra se puso a cuatro patas un instante, correteó unos metros, volvió y se enderezó de nuevo, frotándose nervioso las manos.
—Ella es celosa, ¿es que sabes o ignoras? No puede su amor ser despreciado ni ensuciado. Si esas tres a la charca te hubieran arrastrado, no creo que ella esta vez te salvara.
—¿Era una trampa? ¿Me ha puesto Tríane a prueba? —preguntó Derguín.
Estaba irritado. El hombre-cabra era una criatura grotesca por la que no sentía ningún temor; pero sabía que se había salvado de un gran peligro en el último momento. Estaba hartándose de vivir sobre el filo de una espada.
—¿Prueba, prueba? ¿Qué prueba? —La criatura trotó otra vez alrededor de Derguín.
—¡Estate quieto de una vez! ¿Quién demonios eres?
—¡Ah, demonio, demonio, me ha llamado demonio! Así nos llamaron antes, pero nobles habitantes somos. Mucho tiempo ha nos echaron los hombres, después destruyeron su mundo y volvimos, y ahora a empujarnos nos vuelven a las tierras de los rincones. ¡Demonio, demonio!
—«Demonios» es una interjección, no un atributo. ¿Es que no sabes gramática? —contestó Derguín, y se dio cuenta de que se estaba dejando arrastrar a una conversación absurda-. ¿Te ha enviado Tríane? ¿Qué quiere de mí?
—No vayas a Grios, me dice te diga y te digo, te digo. No a Grios, a Grios no, a Grios de ninguna manera. Deja al hombre sin pelo, un rival menos es, tú has de ser el único Zemalnit. Toma camino al noroeste, ni norte ni oeste, noroeste, derecho al paso de Rania, de Rania, de Rania, apártate de la piedra y la almena.
Derguín respiró hondo.
—Dile a Tríane de mi parte —empezó a hablar enojado, pero después suavizó su tono-, dile, por favor, que la amo y que le soy fiel. Pero Kratos May es mi maestro. Si enfermara, mi deber sería cuidarlo. Si se quedara inválido, tendría que llevarlo a mi propia casa y tratarlo como a un padre. Ésa es la ley de los Tahedoranes, la ley de la espada, y no puedo desobedecerla. Recuérdale a ella que fue la hoja de Kratos la que soltó los grilletes que la sujetaban a la piedra. Recuérdaselo, y dile que sólo cuando haya cumplido mi deber con mi maestro lucharé por la Espada de Fuego. —Derguín desenvainó a
Brauna
y apuntó con ella a la espesura que bordeaba el claro por el este-. ¡Corre!
La criatura soltó un balido y huyó a cuatro patas. Mientras se alejaba por el claro, terminó de perder sus rasgos humanos y se convirtió en una cabra. Derguín se acercó a El Mazo y lo sacudió por el hombro. El gigantón se despertó quejándose de que Derguín acababa de interrumpir un sueño en el que tres hermosas mujeres trataban de seducirlo.
—Ya sé a quiénes te refieres —le contestó Derguín-. Pero será mejor que nos pongamos en camino.
Aunque era de noche, ensillaron a los caballos y salieron del claro. Esta vez no tuvieron problemas para dirigirse hacia el oeste, en la dirección que les marcaba Rimom, ya de camino a su ocaso.
N
o están donde deberían estar.
Los dos magos, veterano e iniciado, seguían viajando hacia poniente por las comarcas del norte de Áinar.
—¿Quiénes?
—Kratos y Derguín.
—¿Cómo sabes su paradero?
Linar había utilizado dos fragmentos minúsculos de cuarzo, magnetizados y después prendidos con sendos alfileres en las botas de ambos guerreros. Gracias a la radiación que emitían conocía la orientación y la distancia a la que se hallaban. Ahora, Kratos había tomado el camino de Xionhán. Eso lo desconcertaba.
—Al principio, ambos se encaminaron en línea recta hacia el oeste. Algo ha forzado a Kratos a desviarse al norte, pero ignoro qué.
—¿Por qué dices «Kratos»? ¿Qué pasa con Derguín?
—No está con él. Se han separado.
—¿Han peleado?
—No lo sé. El cuarzo no me dice tanto. Sé que Derguín ha seguido la ruta de las Kremnas, pero he dejado de percibir su cristal.
A Mikhon Tiq no le gustó nada el gesto de Linar.
—¿Qué significa eso?
—Muchas cosas podía significar. Que el alfiler se le hubiera soltado de las botas y el cuarzo, al perder la cercanía de un cuerpo humano, ya no desprendiera su energía. Que Derguín hubiera perdido las botas. Que hubiese muerto... Eso último no lo creo —concluyó Linar.
Pero su gesto seguía siendo severo, así que Mikhon Tiq no supo qué pensar.
Viajaron durante días por un terreno casi siempre llano, aunque aquí y allá se levantaban lomas y a veces hileras de montes bajos. Entre los pastizales había sotos dispersos, alamedas y alisales, filas de sauces que crecían junto a las aguas. En las charcas, entre los juncos, nadaban patos y ánsares que al mínimo ruido alzaban el vuelo en estridentes bandadas. Había también grullas de largas patas que volaban con el cuello estirado y garzas que lo doblaban en una graciosa voluta. Conforme avanzaban al oeste los pueblos eran más pequeños y dispersos. Al principio encontraron rebaños de vacas apacentados por pastores que un par de veces les regalaron queso y vino. Después fueron viendo manadas de caballos salvajes y ciervos rojos que hacían tamborear la llanura con sus pisadas. También avistaron parejas de dientes de sable que acechaban a sus presas entre las cañas.
—Nos alejamos de las tierras civilizadas —dijo Linar, y señaló al cielo.
Allá, muy arriba, justo sobre sus cabezas, pasó volando un terón. Con sus sentidos recién acrecentados, Mikhon Tiq vio que llevaba en la boca el cuerpo desmadejado de un buitre al que había partido el espinazo. Con las alas muertas colgadas a ambos lados de aquel pico largo como una lanza, el buitre parecía tan pequeño y frágil como un gorrión.
Marchaban con un trote ligero que, en aquella llanura inacabable, parecía el paso de una hormiga. Linar no explicó adonde se dirigían, pero Mikhon sospechaba que quería atraer tras sus huellas a los otros cuatro Kalagorinôr para mantenerlos lejos de los aspirantes a la Espada de Fuego. Tarde o temprano, sospechaba, tendrían que enfrentarse con ellos. Dos magos contra cuatro. Linar y él contra Koemyos, Lwetor, Fariyas y Kepha. La perspectiva lo llenaba de excitación, pero también de temor. Y sin embargo sus pulsaciones no se aceleraban. Su corazón había dejado de latir.