La segunda noche después de salir de la Ruta de la Seda, algo despertó a Derguín. El muchacho se incorporo. Mikha y Kratos dormían, arrebujados en sus capotes. Los caballos estaban tranquilos, atados a unos alisos cercanos. Linar reposaba sentado junto a los rescoldos del fuego, con la espalda recta como el tronco de un ciprés y el ojo apenas entreabierto. Derguín sintió el perfume de Tríane y la buscó. Ella se había acostado a su derecha, al alcance de su brazo, pero en su lugar sólo quedaban las ropas que le había prestado Mikhon Tiq, vacías, como si la carne que las rellenaba se hubiese convertido en agua. Se preguntó si habría abandonado el vivac desnuda, y eso le hizo sentir una punzada de inquietud y deseo. Se levantó, se ciñó la espada a la cintura y partió en busca de la joven, pues, aunque su olfato no era agudo, el rastro dejado por su perfume se seguía tan nítido como una calzada a la luz del sol.
Linar se encontraba viajando entre los extraños árboles que formaban el paisaje interior de su syfrõn, sumido en recuerdos y sensaciones inefables que sólo un Kalagorinor podía entender. Pero desde su duermevela mágico vio cómo Derguín se alejaba entre la espesura. La chica se había marchado unos minutos antes, y el propio Linar había admirado la belleza de su cuerpo bañado en luz púrpura. Pero el rastro que aventaba Derguín, aquel aroma tan intenso que Linar podía verlo flotar en el aire como una senda blanquecina, era sin duda una trampa. Ahora estaba seguro de cuál era la naturaleza de Tríane. ¿Qué hacer? Tal vez levantarse y seguir a Derguín, o al menos llamarle y alertarle del peligro. Los bosques siempre eran peligrosos, y cuanto más alejados de las ciudades y las rutas de los hombres, mayores sus amenazas. Eran muchos los que corrían en la noche detrás de mujeres misteriosas, se perdían para siempre entre la espesura y acababan devorados por bestias sin nombre; muchos también los que se asomaban a oscuras lagunas y en sus propios reflejos atisbaban labios frescos y cálidos brazos, y cuando se arrojaban al agua sólo encontraban el abrazo mortal de las algas y el frío eterno del fondo. Ninfas, dríades o hamadríades, hadas, náyades, ondinas o Niryiin: nombres diferentes para las hembras del antiguo pueblo, una gente que seguía su propio sendero desde la noche de los tiempos y que se divertía jugueteando con los deseos de los hombres.
«Ten cuidado, Derguín», gritó Linar. Pero su voz no llegó a salir del bosque privado de su syfrõn. Si Derguín había caído en las redes de aquella lujuriosa ninfa, acaso no era tan inteligente como Linar había creído.
Pero desde su ensoñación, el mago dudaba. Aquella mujer había aparecido para ellos como una víctima a punto de ser sacrificada; pero la gente del antiguo pueblo no solía caer en las trampas de los humanos, sino más bien al contrario. Allí se escondía un propósito de largo alcance. El futuro inmediato de Derguín era una bifurcación que Linar no alcanzaba a ver: en un lado la muerte, en el otro... ¿qué? Sintió la tentación de alzarse el parche para saber, pero la resistió. Cada vez que destapaba su ojo derecho, en algún lugar muy lejano un ser inmensamente poderoso se agitaba en sueños; cuanto más tardara en despertarse, mejor para el mundo. Decidió dejar que los acontecimientos se desarrollaran solos. O tal vez no lo decidió, tal vez el perfume que atraía a Derguín también lo había obnubilado a él. Linar era poderoso, más de lo que sus compañeros sospechaban, pero no omnipotente. Por qué no adormilarse, flotar en su syfrõn...
No tardó Derguín en encontrar un arroyo que corría entre álamos y sauces. Siguió una angosta trocha, esquivando las zancadillas de las raíces que asomaban a su paso. El terreno se hizo más accidentado y al poco se encontró caminando entre las paredes de una garganta que no mucho más tarde moría ante un espaldón de roca. El arroyo se había ensanchado en un remanso rodeado de juncias, y allí perdió Derguín la pista del perfume. Miró a su alrededor. Al frente y a la izquierda se levantaba el murallón de piedra, surcado por profundas líneas verticales, como zarpazos dejados por una bestia mitológica, y a la derecha trepaba un talud sembrado de vegetación que entre las sombras se adivinaba impenetrable. El agua del remanso dibujaba traviesos remolinos junto a las orillas, pero en el centro era un espejo en el que Taniar se asomaba para contemplar su belleza carmesí una última vez antes de dormir. El aire olía a ozono, presagiando una tormenta imposible en aquel cielo cuajado de estrellas. Pese al relente, Derguín sintió el impulso de despojarse de la ropa. Se quitó el capote y lo dejó caer sobre una piedra redondeada. Después se desciñó la espada y la ocultó bajo el capote. La siguieron las botas, las calzas, la pelliza; por fin, se quitó la túnica y su piel se erizó al contacto con el aire. El reflejo de Taniar en el agua parecía burlarse de él: rómpeme si te atreves.
Derguín...
Se giró a todas partes, sin saber si había escuchado su nombre o si una racha de viento había dejado un susurro engañoso entre los árboles. Volvió a contemplar el agua. No tenía idea de cuánto podía cubrir, pero le tentaba sentir su caricia en la piel. Se subió a un saledizo de piedra que se asomaba sobre las cañas y saltó de cabeza, dispuesto a romper el rostro de la luna.
El agua estaba tan fría que le congeló el aliento y se cerró como una mano apretándole los testículos. Pero Derguín se dejó deslizar, libre, sin tocar el fondo en el que podía haberse roto el cráneo por su temeridad. Abrió los ojos y vio frente a él un resplandor verde. Lo siguió, aunque una vocecilla en su cabeza le advertía de que era una trampa. Buceó sin tomar aire, confiado en su aliento. Avanzó unos metros y, de pronto, silueteándose contra el resplandor, le salieron al paso unos miembros sarmentosos que trataron de agarrarle. Derguín braceó para apartarlos y tragó agua. Sólo eran ramas sumergidas que le arañaron las manos. Intentó emerger, pero sobre su cabeza había surgido un techo de roca. Se giró sobre sí mismo, llevado por el pánico, pero ya no sabía por dónde había venido ni en qué momento había entrado en aquel impreciso túnel. Sólo tenía una salida: buscar la luz y confiar en que junto a ella hubiese aire. Volvió a bracear, desesperado; el pecho le oprimía como si lo estuviera aplastando una columna de mármol, los oídos le zumbaban. Ya no se acordaba de Tríane, ni de la Espada de Fuego, ni de nada que no fuese la urgencia de sacar la cabeza del agua. Sus manos tropezaron con un fondo de cieno y raíces viscosas como gusanos. Más que nadar, gateó sobre él, lo arañó, y se dio cuenta de que estaba subiendo. Temió que suelo y techo se juntaran hasta aplastarlo como a una mosca, que el resplandor fuera tan sólo un señuelo de las aguas, y habría gritado de pánico si le hubiese quedado una pizca de aire.
Pero el techo ya no estaba ahí y su cabeza emergió del agua. Aspiró el aire con ansia, y eso le hizo tragar también el agua que se había quedado estancada a medio camino de sus pulmones. Tosió, escupió, y entremedias respiró una y otra vez, pensando que no había vino más refrescante ni manjar más suculento que el aire.
Cuando recuperó el aliento, examinó aquel lugar y silbó entre dientes. Se hallaba en una cueva de formas imprecisas. El resplandor provenía del techo, a unos seis metros sobre su cabeza. De él colgaba un auténtico bosque invertido, millares de agujas con fantásticas inflorescencias de aragonito que brotaban de las estalactitas como racimos de uvas brillantes y nacaradas. Entre ellas anidaban docenas, cientos, miles de luznagos. Casi todos eran verdes y su luz pintaba la sala de destellos y reflejos fantasmagóricos; pero también los había azules, e incluso rojos, los más raros y preciados. Estaban canturreando. El canto del luznago es una llamada tan baja que apenas llega a escucharse, pero eran tantos los que bullían en el techo de la caverna que juntos componían un misterioso coro de susurros y cuchicheos. Derguín se puso en pie con un escalofrío y salió del agua. El suelo era una superficie húmeda y arcillosa; poseía una cualidad sensual no del todo desagradable, la caricia indolente de algo vagamente amenazador. Derguín examinó la cueva, buscando una salida. Por donde había venido el agua dibujaba un amplio círculo de reverberaciones fosforescentes, cerrado al otro lado por la pared de la cueva. No se veía la abertura por la que había entrado. Derguín no se atrevió a salir por allí; antes, aun orientado por el resplandor, había estado a punto de asfixiarse. Se volvió y examinó el otro extremo de la cueva. Entre las oquedades y nichos de las paredes, un óvalo de oscuridad más profunda señalaba la boca de un túnel.
Derguín pensó que no tenía otro remedio que internarse por él si no quería bucear de nuevo, pero la oscuridad le amedrentaba. Durante unos minutos no se movió de donde estaba. Después, dos luznagos, uno verde y otro rojo, se desprendieron del hervidero del techo. El de color verde empezó a revolotear delante de él, mientras el rojo se dedicaba a hacer rizos y piruetas más audaces que dejaban en el aire saetas de fuego y apuntaban siempre al túnel. Si aquello no era una señal, tendría que caer una estrella del cielo, pensó Derguín, y los siguió.
El túnel era sinuoso y estrecho, y descendía en un ángulo pronunciado. Bajo sus pies desnudos el suelo seguía siendo gredoso y fresco. Derguín siguió a sus diminutos guías agarrándose a las paredes para no resbalar. Le pareció que el aire se enrarecía según avanzaba, aunque tal vez era su garganta la que se sentía oprimida entre aquellas estrecheces. Al cabo de un rato, los luznagos se dieron la vuelta y regresaron con el enjambre del que se habían escapado para su breve aventura. Derguín gimió angustiado, pues de pronto se había quedado solo en la oscuridad. Pero en cuanto sus ojos se habituaron a ella, distinguió enfrente un resplandor rojizo. Progresó con mucho cuidado hacia él, aunque no pudo evitar que un saliente le arañara el cuello y que sus rodillas se despellejaran contra las protuberancias de la roca. Cuando la luz se hacía más viva, como si su fuente se hallara a la vuelta de la esquina, se encontró bloqueado entre las paredes. No había allí más de un palmo para pasar. Derguín se giró y trató de entrar de lado. A mitad de la travesía, su pecho se quedó atorado. No podía avanzar ni retroceder. Sus latidos se dispararon y el sudor brotó de todos sus poros a la vez. Un grito de pánico empezó a formarse en su garganta. No, no, no; no puede haber pánico,
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Derguín, se dijo como si fuera su propio instructor en Uhdanfiún. Cerró los ojos y trató de controlar las reacciones de su cuerpo con las técnicas de concentración que había aprendido en Tahedo. Cuando su corazón se enlenteció hasta latir aún más pausado que el ritmo normal, Derguín expulsó hasta la última gota de aire de sus pulmones y empujó con fuerza. Las paredes le arañaron el pecho y la espalda, pero logró pasar.
Al otro lado de la angostura el túnel se recodaba hacia la derecha. Unos pasos más allá, Derguín apareció en una nueva sala, mucho menor que la anterior. En su centro se abría una grieta quebrada en forma de V invertida de la que emanaban el resplandor bermellón que le había atraído y unas volutas de vapor que se enroscaban como serpientes en celo antes de disiparse en la oscuridad del techo.
Allí había alguien más. Derguín miró a su izquierda. Apenas distinguió una línea rojiza, que se movía como el trazo de un pintor siguiendo unos contornos sinuosos: un hombro, una cadera que avanzaba prometiendo algo y después retrocedía burlándose... La línea se giró poco a poco y reveló nuevos detalles. Un pecho pequeño como una fruta antes de entrar en sazón; la punta erguida por el frío, un atrevido guijarro que Derguín deseó apretar entre los dedos.
—Éste es un antiguo oráculo de la Tierra —le dijo Tríane, como si reanudaran una conversación interrumpida.
Derguín tragó saliva y preguntó:
—¿Cómo de antiguo?
—Tanto que ningún humano ha vuelto a entrar en él desde la Edad de Plata. Tú eres el primero.
—¿Yo?
Tríane se rió y no quiso responder la pregunta implícita de Derguín.
—Pueblos del pasado, mucho más poderosos que los de hoy día, lo consultaron para averiguar la voluntad de los dioses y leer alguna línea del libro de Kartine. —Tríane avanzó un par de pasos hacia la fisura y levantó un brazo sobre ella, buscando tal vez su calor. La mitad de su cuerpo se tiñó de rojo mientras la otra mitad se fundía con las sombras-. En aquella época recurrían a mujeres que creían inspiradas por los dioses, pero era la propia Tierra la que entregaba el don de sus visiones a aquellos que sabían ver. —Se volvió hacia Derguín y extendió la mano-. Ven.
Derguín avanzó cauteloso. Ella le tomó la mano y tiró de él, obligándole a asomarse. Derguín vio las paredes rugosas de la grieta, iluminadas por nieblas fantasmales que ascendían del fondo, pero para ver éste tendría que haberse inclinado tanto que no se atrevió a hacerlo.
—¿Qué quieres saber? —le preguntó Tríane.
Derguín miró sus ojos rasgados y sus labios pequeños y carnosos y deseó decirle: «Quiero saber quién eres y qué quieres de mí».
—¿Por qué he de querer saber algo?
Tríane se rió de él.
—Creí que tenías una mente despierta y curiosa. Me decepcionas.
Por nada del mundo habría decepcionado Derguín a aquella mujer, a la que tenía tan cerca que sentía sus contornos dejando su impronta en el aire como un sólido molde de yeso. Se atrevió a dar otro paso y volvió a asomarse a la sima.
—Sí, quiero saber, pero no creo que aquí esté la respuesta.
—¿La respuesta a qué, Derguín? ¿A ese miedo que muchas noches no te deja dormir?
Derguín la miró, sorprendido.
—¿Cómo sabes eso?
—No lo sé... Te observo, nada más —jugueteó ella-. Venga, hazle tu pregunta a la Tierra. Ella sí que es sabia.
—Está bien. —Derguín apretó más la mano de Tríane y se inclinó, hasta que vio muy abajo una extraña oscuridad roja-. Quiero saber de quién es el ojo de tres pupilas y por qué me...
El vapor entró en su nariz y en su garganta y le cortó la voz, y en vez de bajar a sus pulmones subió directo a algún lugar por encima de sus ojos, donde se aposentó como una nube embriagadora que le cubrió de telarañas la vista. Tríane tiró hacia atrás de él.
—Abusar del conocimiento es peligroso —susurró.
Tríane le hizo volverse hacia ella, le tomó las manos y le hizo que se las pusiera en las caderas desnudas. Bajo los dedos Derguín sintió una carne de materia más tenue que la realidad, hecha de susurros y palpitaciones anhelantes. Tríane acercó su rostro al de él, se puso de puntillas y le besó. Tenía los labios tibios, pero los entreabrió y dejó deslizar su lengua entre ellos. El deseo y la embriaguez de los vapores hacían que cada sensación fuera nítida y cortante como una roca afilada. La lengua de Tríane era pequeña y lisa, de punta triangular, y estaba fría. Durante unos segundos, se abrió paso entre los dientes de Derguín como un minúsculo arroyo de montaña colándose entre las rocas. Después, Tríane se apartó de él y le miró. Le tomó la mano derecha, como si hubiera leído su deseo anterior, y se la puso en el pecho. También estaba fresco, y el pezón duro como una cuenta de cristal le cosquilleó la palma de la mano. Los vapores se hicieron dueños de él. Tríane le hizo tumbarse en el suelo de la gruta, que seguía siendo una arcilla húmeda y blanda, y de algún modo que no entendió le hizo pensar en un lecho de la vida primigenia. Ella ya estaba a horcajadas encima de él, moviéndose desde las caderas al cuello, sinuosa como un fuego fatuo. Derguín la agarró por las ijadas para controlarla, pero ella le apartó las manos y le hizo extender los brazos en el suelo, como una estatua inerte. Después se inclinó sobre él hasta que sus senos rozaron el pecho de Derguín. Mírame a los ojos, le dijo. Y cuando Derguín fijó la vista en ellos, se dilataron hasta abarcarlo todo, la cueva, la cuña de roca solidificada que se hundía en la tierra y en la que se abría la cueva, el país de Áinar, el vasto continente de Tramórea, el orbe entero. En el centro de sus ojos creció un pequeño agujero que se convirtió en un pozo sin fondo, y mientras Tríane gemía y su cuerpo buscaba placer frotándose contra el pubis de Derguín, éste se precipitó por el pozo, y tuvo visiones de tiempos remotos y lugares lejanos, reinos sepultados por los mares y por el fuego del cielo, héroes y sabios enterrados por las arenas del olvido. Mientras Tríane exprimía cada gota de su cuerpo, Derguín viajó por eones que después no recordaría y perdió la noción de las horas. En algún momento se vació en ella, pero para entonces su conciencia estaba perdida en un rincón muy lejano del espacio y del tiempo.