—Había olvidado ya el olor de los hombres —dijo Linar, como si le hubiera leído el pensamiento.
Un hombretón calvo, con brazos que parecían jamones, se les acercó limpiándose las manos en el mandil. Tenía un mostacho de puntas enhiestas que a la luz cambiante del local proyectaban en su rostro sombras como brazos de marionetas. Linar le pidió una mesa. El posadero les señaló un gran tablón alargado, montado sobre borriquetes, donde había clientes comiendo y bebiendo, jugando a los dados o dormitando sobre sus propios codos.
—Hay demasiada gente. Mejor ésa.
Linar señaló a un rincón, apartado de la chimenea, donde tres tramperos greñudos bebían cerveza y daban cuenta de un enorme queso.
—Ésa ya está ocupada.
Linar se acercó a la mesa, seguido por un curioso Mikhon Tiq. Al llegar, el Kalagorinor se limitó a quitarse el sombrero y plantarlo al lado del queso a la vez que decía «gracias». Los tramperos alzaron la mirada con cara de malas pulgas, y al percatarse de que el recién llegado era tan alto tuvieron que alzarla un poco más; algo debieron ver en su ojo que los hizo levantarse a toda prisa sin decir nada, llevarse la cerveza y la comida y dejar la mesa libre.
Había un muchacho que atendía a los parroquianos entre bostezo y bostezo. Linar le pidió una jarra de vino y algo de comer. El chico les dijo que tenía coles, lentejas con cebolla, o, si podían pagar más, carne de jabato. Mikhon Tiq se relamió, pero Linar pidió las lentejas, y le aleccionó sobre el abuso de la carne roja.
—Embota los sentidos y entorpece el espíritu. Es mejor abstenerse de ella.
Mikhon Tiq echó de menos a Yatom. Éste era más cálido y jovial que Linar, y no le importaba disfrutar de una buena comida de vez en cuando, aunque también podía ayunar durante días y días. Había sido un buen maestro y también un amigo; dudaba de que algún día pudiera decir lo mismo de Linar. El brujo de Corocín actuaba la mayor parte del tiempo como si él no estuviera allí.
Cuando terminaron su silenciosa cena, Linar llamó al tabernero y le preguntó por un hombre llamado Kratos May.
—No he visto por aquí a nadie que atienda a ese nombre. ¿Cómo es?
—Un guerrero —contestó Mikhon Tiq.
El tabernero miró a su alrededor.
—Mirad: veo allí unos tramperos, más allá un montón de campesinos, por ahí un herrero que si sigue bebiendo mañana se dará un martillazo en los dedos, un par de pescadores, incluso un talabartero. Pero guerreros no veo ninguno. Tal vez si me dierais alguna seña más...
—Tiene una cicatriz en la parte derecha del cuello. Creo que es muy llamativa.
El tabernero encogió los enormes hombros.
—Si veo a alguien así, ya os avisaré.
Linar resopló, contrariado, y pidió café. Allí no había esos lujos, le dijo el tabernero. Linar volvió a resoplar y le preguntó si al menos tendría un cuarto para dormir esa noche.
—Oh, sí, uno para visitantes distinguidos como vosotros.
—Sólo aprecio la ironía como figura retórica —contestó Linar, harto ya-. Y no creo que tú seas un orador.
Se dice que al norte del mundo, más allá de las tierras de los bárbaros Équitros, hay mantos de nieve que se extienden de horizonte a horizonte, y que allí el mar permanece helado los doce meses del año. Aquel país habría sido un horno comparado con la voz de Linar. El tabernero sintió que el vientre se le encogía, y para disimular agachó la mirada y se frotó las manos en el mandil.
—Perdón, señor, no quería faltaros al respeto. Os enseñaré la habitación ahora mismo, si queréis.
El tabernero los condujo hacia una escalera que llevaba arriba. Los peldaños rechinaron bajo su peso, pero Linar los subió silencioso como un gato. Algún día yo también caminaré así, se dijo Mikhon, envidiando la elegancia del Kalagorinor. Llegaron a un rincón del sobrado, donde habían levantado un tabique de ladrillo para hacer una habitación. El tabernero se despidió de ellos, no sin antes dejarles una lámpara de aceite. Había en el suelo dos jergones y un escaño de madera en el que dejaron su bagaje. Mikhon Tiq, cansado, se acostó enseguida, pero Linar estuvo un rato revolviendo entre sus cosas. Por fin, encontró lo que buscaba: una bolsa de piel que le arrojó a Mikhon Tiq. El muchacho la agarró al vuelo y comprobó, por el peso y el tintineo, que estaba llena de monedas.
—A mí no se me da muy bien esto del dinero —le explicó Linar-. Encárgate tú. Saca lo que haga falta para pagar los gastos de hoy y de mañana.
Mikhon Tiq abrió la bolsa y examinó su contenido. Había allí monedas de plata y de cobre, pero sobre todo de oro. Algunas eran muy antiguas y estaban desgastadas, y en ellas se veían efigies de reyes que para Mikhon Tiq eran tan sólo nombres de antiguos cantares. La mayoría eran imbriales, monedas de Áinar que todo el mundo aceptaba en Tramórea, aunque no hicieran lo mismo con la soberanía nominal del Imperio.
—Aquí hay una cantidad más que respetable. ¿De dónde lo has sacado, maese Linar?
—El dinero es el mayor deseo de los hombres. Por él se afanan, por él se vuelven locos y envejecen antes de tiempo. Conseguirlo no es difícil: el secreto es no buscarlo.
Al día siguiente tampoco hubo señales de Kratos. Linar estuvo ceñudo toda la mañana. Mikhon Tiq se sentía incómodo, como si la culpa del mal humor del mago fuera suya. Por la tarde, el muchacho recorrió el pueblo y, acordándose de su enfrentamiento con el corueco, fue a la herrería a comprar una espada. La hoja que consiguió era tan mediocre que cualquier Tahedorán la habría partido contra una pared, ofendido, pero no había más donde elegir. Después volvió a la taberna, donde encontró a Linar sentado junto a una ventana, jugando al ajedrez con el hijo del tabernero. Mikhon se quedó algo apartado y lo observó durante unos minutos. El mago parecía relajado, y sonreía cuando le comentaba o sugería alguna jugada al niño, e incluso una vez se permitió revolverle el flequillo para felicitarle por un movimiento. Mikhon Tiq volvió a preguntarse cuántos años tendría Linar. Si en verdad era como Yatom, contaría su edad en siglos. Pero en realidad no parecía viejo ni joven, ni siquiera maduro, sino que daba la impresión de que siempre había sido así y siempre lo seguiría siendo, como si llevara consigo una hornacina que lo resguardara de la huella del tiempo.
Poco después, el tabernero entró en la sala llamando a gritos a su hijo y amenazando con desollarlo por haragán. Al ver que estaba con Linar suavizó sus modos, pero así y todo se lo llevó de allí. El Kalagorinor se volvió hacia Mikhon Tiq.
—¿Sabes jugar al ajedrez?
—Me enseñaron en Uhdanfiún. Allí decían que el ajedrez es imprescindible para la formación del guerrero.
—Siéntate.
Estuvieron jugando un rato. Linar ganó tres partidas, y en la última Mikhon Tiq consiguió tablas, aunque en todo momento le pareció que jugaba contra la sombra del mago, y que su espíritu se hallaba en algún otro lugar.
—Tu amigo, Derguín Gorión, ¿también juega?
—Al menos jugaba. Casi siempre me ganaba.
—Hmmm.
Por la noche, cuando Mikhon acababa de cerrar los ojos, o al menos eso creía, Linar lo despertó sacudiéndole por el hombro. El muchacho se incorporó con la vista desenfocada. Por la buhardilla se colaba la luz de Shirta, pero Taniar ya asomaba por el este su faz achatada y purpúrea; la noche estaba muy avanzada.
—Ven conmigo.
Con un pie aún en la isla de los sueños, Mikhon Tiq bajó la escalera tras el brujo. El comedor de la taberna estaba lleno de gente que roncaba al calor de los rescoldos de la chimenea. Salieron a la calle. El posadero los esperaba allí, con una lámpara de aceite, junto a un caballo de estampa soberbia y más negro que la noche. El jinete, un guerrero, estaba desplomado sobre el lomo del caballo, abrazado a su cuello y atado a él con las propias riendas.
—Es vuestro hombre —les dijo el posadero, torciendo la afeitada cabeza del jinete para que pudieran ver la triple cicatriz que corría desde su oreja derecha hasta perderse bajo el cuello de la casaca-. Pero creo que ya no podréis hablar con él.
Linar le puso la mano en el cuello, agachó la cabeza y esperó apretando los labios. Después su gesto se relajó.
—Aún tiene pulso. Hay que llevarlo dentro.
Lo desataron con cuidado, y cuando se iba a caer del caballo, el posadero lo recogió en sus gruesos brazos. Lo llevaron escaleras arriba y lo tendieron sobre el camastro de Mikhon Tiq. Linar lo examinó a la luz de la lámpara. Estaba demacrado, tábido, y tenía los labios tan exangües que no se le distinguían del resto de la piel.
—Trae un caldo sustancioso y cerveza en abundancia. —El posadero empezó a regruñir, pero Linar le respondió-: Se te pagará bien, pero no tardes. Este hombre necesita ayuda. No olvides que a los viajeros y a los mendigos los protege Manígulat.
El tabernero no supo qué contestarle, pues en efecto se dice que a veces Manígulat, el rey de los dioses, viaja entre los hombres con un bastón y un sombrero de ala ancha y comprueba si se cumplen los preceptos de la justicia y la hospitalidad. ¿Y si aquel viejo tuerto de la trenza blanca era un avatar del propio dios?
Cuando el posadero trajo lo que se le había encargado, el propio Linar incorporó al hombre, le abrió los labios, le sostuvo la cabeza y le dio la cerveza y el caldo a pequeños sorbos. A Mikhon Tiq le sorprendió por segunda vez en el mismo día. Hasta entonces sólo había percibido su rechazo casi inhumano a la cercanía de los demás; pero con el hijo del posadero se había portado como un abuelo y ahora cuidaba a aquel enfermo con una paciencia y una delicadeza casi femeninas.
Poco a poco y con la ayuda de Linar, el hombre dio cuenta de todo. Cuando terminó, lo dejaron dormir. El hijo del posadero subió a ayudar a Mikhon Tiq, y entre los dos desnudaron al guerrero. Después, lo lavaron con paños de lino, una palangana de agua y una botella de aceite de romero. Varias cicatrices recorrían su piel, algunas mal curadas, con bridas rugosas; pero ninguna era tan fea como las tres señales rojizas que le surcaban el cuello. Los músculos se veían marcados, pero no gruesos, un equilibrio entre fuerza y elasticidad. El cuerpo era armonioso y no demasiado grande, como convenía a un Tahedorán. Por alguna razón, Mikhon Tiq se sintió turbado al mirarlo y apartó la vista. El hijo del posadero terminó de secarlo y luego lo arropó con un par de mantas.
Linar le cedió el camastro a Mikhon Tiq, y él mismo se sentó con las piernas cruzadas en un rincón para vigilar al enfermo. Cuando el muchacho volvía a hundirse en las nieblas del sueño, le pareció oír que el mago le decía: «Descansa, Mikhon». Y por primera vez desde hacía días, se durmió con una sonrisa en los labios.
Con la primera luz que se colaba por la buhardilla, el hombre se incorporó sobre un codo y pidió más comida y más bebida. Le trajeron caldo, y cerveza, y pan, y después queso y asado frío. Lo devoró y lo trasegó todo sin dejar libres un momento ni la boca ni las manos. Cuando tenía el estómago como un tambor a punto de reventar, se dejó caer sobre la cama y se volvió a quedar dormido. Linar siguió vigilando su sueño, mientras Mikhon Tiq salía a dar un paseo.
Cuando regresó, el hijo del posadero le entregó las ropas del guerrero, limpias y dobladas. Mikhon Tiq las subió al sobrado y las colocó en orden junto a sus armas. Eran ropas de estilo Ainari, aunque mezclado con algunos detalles bárbaros del norte. Las botas, que el propio rapaz había encerado, estaban arrugadas en los tobillos, casi cuarteadas; botas de espadachín acostumbrado a doblar las piernas y girar los pies en la danza del combate. Las mangas de la casaca eran amplias. Sin duda su dueño las utilizaba para guardar en ellas las manos y ocultar así las emociones, según la costumbre de Áinar. Pero tenían corchetes de latón para que, llegado el momento de la pelea, pudieran ceñirse a las muñecas y no estorbar los movimientos. El talabarte, ya descolorido, tenía una pequeña vaina a la derecha para el colmillo de diente de sable que sólo los Tahedoranes podían llevar. A la izquierda había dos trabillas de piel con sendas hebillas para colgar la funda de la espada. Este era otro detalle que lo delataba. Los guerreros normales llevan una sola hebilla, de forma que la espada cuelgue junto al muslo. Los maestros de la espada, sean Ibtahanes o Tahedoranes, necesitan dos para que la espada se mantenga horizontal; de esta manera pueden sujetar la vaina con la mano izquierda y extraer el arma a una velocidad fulgurante, en el movimiento letal conocido como Yagartéi que es en sí mismo un arte marcial.
Pero lo que más llamaba la atención de Mikhon Tiq era la propia espada. Hacía años que no veía una auténtica arma de Tahedorán. La funda era de cuero repujado, reforzada con guarnición y punta de metal, y con dos pequeños bolsillos a ambos lados. Uno de ellos contenía una navaja con un pequeño gavilán en forma de gancho; de este modo servía de arma y a la vez de herramienta para desmontar la empuñadura de su hermana mayor. En la otra abertura había papel de esmeril para sacar filo a la hoja; aunque un Tahedorán sólo haría esto en una emergencia, pues los aceros dignos de tal nombre deben ser bruñidos y afilados por maestros pulidores.
En torno a la empuñadura de la espada corría una fina tira de piel, enrollada y apretada con fuerza para evitar que la mano resbalara al aferrarla. Mikhon Tiq miró de reojo a Linar. Tenía el ojo cerrado; o dormía o estaba encerrado en su mundo interior. En cuanto al guerrero, su respiración bajo la manta era profunda y pausada. Mikhon Tiq sintió la tentación de desenvainar la espada para examinar la hoja. Pero aquello habría sido una afrenta, como desnudar a una doncella dormida, así que apartó las manos del arma y procuró pensar en otras cosas.
Pasada la media tarde, el guerrero despertó, y esta vez se conformó con beber agua fresca y masticar un poco de pan. Parecía otro hombre. Sus labios habían recobrado el color y sus ojos el brillo; cuando terminó se puso en pie y estiró los brazos y las piernas, satisfecho.
—Me habéis salvado de morir de consunción —explicó, mientras Mikhon Tiq le ayudaba a vestirse-. Si mi espada
Krima
puede serviros de algo, la pongo a vuestro servicio.
—Ya estaba a nuestro servicio, Kratos, pero agradezco tu ofrecimiento —le contestó Linar.
El hombre se quedó desconcertado. Después de unos segundos, entrecerró los ojos y recitó con voz titubeante:
—Es penoso seguir la senda de los sabios...
—... pero dulce servir a la luz que no ciega. Sí, guerrero, yo soy Linar el Kalagorinor, y es con nosotros con quienes debías encontrarte aquí, en Banta. ¿Sigues teniendo un hambre tan devoradora?