Llegaron a un camino que se abría nítido entre la espesura. Linar apresuró el paso sin mirar atrás. Daba trancos tan largos que Mikhon Tiq se veía obligado a breves carreras para no quedar rezagado. A la izquierda se abría un prado, del que venía una fragancia intensa y empalagosa, mientras que a la derecha del sendero se alzaba un muro de árboles apiñados como soldados de infantería. Cuando llegaron a lo alto de una loma, Linar señaló con el dedo. Allí se levantaba un extraño árbol. Bajo la luz púrpura, Mikhon Tiq advirtió que lo formaban cuatro troncos fundidos en uno solo.
Cuando llegaron ante el árbol, lo que parecía una oscura hendidura se abrió ante ellos en una puerta natural. Linar agachó la cabeza para pasar y Mikhon Tiq lo siguió. El interior se iluminó para recibirlos. La luz provenía de unas líneas finas y tortuosas que recubrían las paredes interiores y que se habían iluminado con un resplandor amarillo.
—Es la propia savia del árbol —explicó Linar-. Bienvenido a mi casa, joven amigo. Toma asiento y descansa, pues falta te hará.
Mikhon Tiq se sentó en un escaño natural que formaba la pared interior del árbol y, con un suspiro de alivio, apoyó la espalda en ella. Se hallaba en una estancia pequeña, cálida y seca, de forma irregular. A derecha e izquierda se abrían sendas grietas a modo de puertas. Linar desapareció por una de ellas sin decir nada. Mientras esperaba a que volviera, un tibio sopor se apoderó de Mikhon Tiq. Intentó mantener los ojos abiertos, pues el calor era tan dulce y la fatiga de sus miembros tan placentera que se sentía adormilado.
Las reglas de la hospitalidad son universales. Antes de interrogar al viajero hay que dejar que repose, que se limpie los pies del polvo del camino, que sacie su hambre y su sed. Si no se respetaran, Tramórea sería un lugar aún más salvaje. Hacía muchos años que Linar no recibía a ningún huésped, pero no había olvidado aquellas normas. Pese a su curiosidad por saber quién era aquel joven moreno y delgado al que había salvado de las garras del corueco, le preparó una cena a base de pan, queso, caldo caliente y agua asperjada con savia del Gran Viejo, el árbol milenario que le servía de hogar.
Al ver la bandeja de madera con la comida, el muchacho se espabiló. Linar se preparó café, uno de los escasos lujos que recibía del mundo exterior, se sentó en el suelo frente a su visitante y se lo tomó en una taza de barro.
—Te agradezco tu hospitalidad, maese Linar. Ojalá el calor de tu hogar se mantenga por siempre.
—Come. Te vendrá bien.
El muchacho no tardó en dar buena cuenta de todo. Después, dejó la bandeja a un lado y abrió la capa de camino que lo cubría. Bajo el manto pardusco vestía una túnica Ritiona hasta la rodilla y se cubría las piernas con unas calzas de lana al estilo norteño. Pero lo que no revelaban aquellas ropas híbridas lo delataban la tez morena y el acento cantarín, propios de un Ritión de las Islas. Tenía unos rasgos delicados, casi femeninos. Sus ojos eran grandes, oscuros y húmedos; ojos hambrientos, y no era sólo hambre de comida, sino algo más, una carencia esencial, insaciable, como la que él mismo...
¿Acaso fui joven alguna vez?
—Conoces a Yatom. Quiero que me expliques más. Pero primero, mi temerario huésped, dime quién eres.
—Me llamo Mikhon Tiq. Soy de Malirie.
—Hermoso lugar —respondió Linar, con sinceridad, pues Malirie era llamada la Perla del Mar por la belleza de sus rocas blancas y la transparencia de sus playas.
—El mejor del mundo.
Su padre, explicó el joven, era un tratante de púrpura que lo había enviado a Uhdanfiún para que siguiera la carrera de las armas y diera honor a la familia. Mikhon Tiq estudió allí unos años, hasta que abandonó. El motivo, fuera el que fuese, lo pasó por alto. Al regresar a Malirie, trabajó para su padre y en un viaje conoció a Yatom, a bordo de un navío mercante.
—Siempre fue inquieto y viajero, el viejo Yatom —asintió Linar-. Sigue.
Yatom debió ver en Mikhon Tiq algo; el caso es que decidió adoptarlo como discípulo. Linar enarcó la ceja: tomar aprendices era algo insólito en un Kalagorinor.
—Yatom sabía que le quedaba poco tiempo, y no quería que su syfrõn se perdiera —explicó Mikhon Tiq.
Linar adelantó el rostro y clavó la mirada en su huésped.
—¿Qué le ha pasado a Yatom?
—Ha muerto, maese Linar.
Sólo su extremado control impidió que a Linar se le escapara un gemido. los Kalagorinôr no son eternos; pero para aquellos cuyo corazón no late, las décadas pasan como los años para los humanos. Yatom era apenas más anciano que él. Aún debía de quedarle mucho tiempo.
Linar apoyó la mano en la frente del muchacho. Fue una leve invasión, apenas una visita fugaz a su mente. Dentro de aquel pequeño receptáculo que era la cabeza de Mikhon Tiq se ocultaba otra presencia, un lugar enorme desdoblado en dimensiones ajenas al mundo normal. Aquel pequeño cosmos sólo podía ser la syfrõn de Yatom. Por fortuna, el muchacho la había recibido antes de que el mago muriera: si no, la syfrõn se habría colapsado sobre sí misma en un cataclismo que habría destruido buena parte del bosque y tal vez al propio Linar.
El muchacho lo miraba con ojos desenfocados. Linar recordó que había pasado una dura prueba aquella noche y se compadeció de él. Antes de apartar la mano de su frente, le infundió a través de la piel la tibieza del sueño. Mikhon Tiq parpadeó un par de veces, y luego su respiración se hizo más profunda y su cuello se venció a un lado.
Linar se levantó y empezó a pasear a largas zancadas que en cuatro o cinco pasos lo llevaban de uno a otro extremo de la estancia. En los últimos días había notado una inquietud creciente, como si se fraguara una tormenta colosal, de escala telúrica. Tal vez había presentido la muerte de Yatom; o acaso sólo era la primera señal de males mayores.
—Soy un eco...
Esta vez Linar dio un respingo. Se volvió hacia Mikhon Tiq. El joven seguía durmiendo, pero sus labios se movían y de ellos brotaban palabras graves y despaciosas, arrancadas del hondo aliento de su sueño.
—Cuando me oigas estaré muerto, hermano...
Linar se acercó al muchacho y se inclinó sobre él. Tenía los ojos cerrados y las pupilas se le movían bajo los párpados. La voz que salía de su boca sonaba con el timbre juvenil de Mikhon Tiq, pero la cadencia, el acento y las palabras eran de Yatom.
—Hace tiempo que la enfermedad me devora. Pese a mi poder, el mal ha diseminado sus semillas por mi cuerpo y soy una barca que hace aguas por mil vías. Debes acoger a Mikhon Tiq para que cuando llegue el momento puedas despertarlo a la Hermosa Luz y evitar que mi alma se pierda.
»Recurro a ti porque veo signos de tiempos difíciles como no vivíamos desde hace cientos de años. No confío en que los demás miembros de la Mesa acepten mis palabras. Atiende bien, Linar...
Linar se sentó frente a Mikhon Tiq y escuchó aquel mensaje de ultratumba. Según su hermano, un temor antes desconocido se extendía por Tramórea. Los caminos se habían vuelto más peligrosos, los mercaderes se reunían en caravanas más nutridas por miedo a los asaltantes; incluso la Ruta de la Seda, que había sido segura durante décadas, ya no lo era. Se hablaba de rituales atroces en los que se sacrificaban seres humanos a deidades oscuras y sanguinarias, como en tiempos remotos y más crueles.
Linar sacudió la cabeza. Vaguedades, amenazas confusas, aprensiones de un viejo agorero que siempre había creído en tramas ocultas. Pero la voz del durmiente seguía desgranando augurios.
—En el remoto sur ha surgido un caudillo religioso al que llaman el Enviado. Sus seguidores no aceptan más que a su propio dios; arrasan los templos de los demás, derriban sus imágenes y empalan a sus sacerdotes. No dudan en sacrificar su propia vida, la de sus mujeres y sus hijos en nombre de él. Con los demás hombres, a los que llaman infieles, no tienen piedad. Se cuenta que cuando tomaron la ciudad de Marabha excavaron una gran zanja y en ella quemaron vivos a sus diez mil habitantes.
Linar se estremeció. Nunca había tenido noticia de ninguna religión similar. Hasta entonces, todas habían convivido en promiscua paz. Los Yúgaroi, los grandes dioses que habitaban el Bardaliut, no parecían sentir celos de las mil tribus de démones, genios, númenes y demás criaturas divinas y semidivinas que pululaban por Tramórea.
Pero Linar sabía que, en realidad, los grandes dioses eran enemigos de los hombres. El peor y más terrible de ellos dormitaba encerrado en una cárcel de piedra desde hacía mil años. Pero su poder era tal que, incluso dormido, los efluvios de sus sueños escapaban por las grietas de la roca y se convertían en las pesadillas y los males del mundo. ¿Era aquel Enviado una visión del letargo del dios loco? ¿O la señal del momento inevitable en que el rey de las sombras debía despertar?
—Cuando los seguidores del profeta tomen la capital de los Australes y se apoderen del trono —prosiguió la voz— volverán sus ojos hacia los demás reinos. Se avecina una nueva guerra contra los hombres del sur.
Después de los presagios oscuros, el mensaje de Yatom le habló de sí mismo y de cómo sus inquietudes lo habían impulsado a hacer un largo viaje que acabó llevándolo a las Tierras Antiguas.
—No conseguí llegar a Zenorta. Si antes el viaje era difícil, ahora resulta imposible. El camino estaba cortado por un inmenso pantano, una especie de mar de lodo en el que no crecía nada vivo. No encontré ningún sendero para atravesarlo, así que envié un mensaje a nuestro hermano Kalitres...
Linar asintió, aunque su gesto no tenía espectadores. Kalitres era un mago de Zenorta, la ciudad más antigua del mundo. No habían recibido noticias de él desde hacía más de tres siglos, cuando dejó de asistir a las raras reuniones de Trápedsa.
—No sé si aún está vivo —prosiguió el eco de Yatom-. La ciénaga ponía una barrera a mi visión, así que no pude averiguar si la ciudad seguía existiendo o el pantano la había sepultado. Sólo logré despertar a una criatura espantosa del cenagal, una babosa de lodo, informe y repulsiva y tan gigantesca que apenas se puede concebir. Verla bastaba para enloquecer. No sólo no pude destruirla, sino que desde la lucha que sostuve con ella mi poder empezó a declinar, como si la fuerza de aquel ser hubiera alimentado el mal que corroía mis entrañas.
Linar se levantó y se sirvió más café. El eco de Yatom le habló de Áinar y de su emperador, Mihir Barok. Había recortado el poder de los señores de la guerra; pero aunque la presa de su mano era cada vez más férrea, en los últimos tiempos gobernaba desde lo más recóndito de su palacio, oculto a la vista de todos.
—Muchos sospechan que se esconde por miedo a su propio hijo. Es comprensible que lo tema, porque él es, de todas, la peor amenaza. Togul Barok lleva el signo de los Yúgaroi. Aunque está inscrito como hijo del emperador y de su segunda mujer, por Áinar corren muchas historias distintas. Los más belicosos creen que es un elegido de los dioses, y que ha de traer al imperio el esplendor de los tiempos de Minos Iyar. El príncipe no sólo es ambicioso, sino también un Tahedorán invencible. Sin duda aprovechará la admiración de su pueblo para conducirlo a la guerra.
»Mi tiempo se acaba, Linar. El Enviado en el sur, Togul Barok en el norte, desunión, miedo y odio en todas partes... Llega el año Mil y se avecina una conflagración como el mundo no había vuelto a presenciar desde la guerra entre los hombres y los dioses.
»Adiós, Linar. Si dudas, mira por los ojos de mi joven discípulo...
Linar aguardó un rato, pero de los labios de Mikhon Tiq no volvió a salir ninguna palabra más. Apuró el café, paseó de nuevo por la estancia, y por fin se inclinó sobre el joven y lo despertó apretándole el hombro.
—¿Eh?¿Qué... ?
—No te muevas.
La vista de Linar se agudizó como una gigantesca lupa y penetró en las pupilas de Mikhon Tiq. Allí, en el fondo de su retina, entre las rojas venas que la regaban de sangre, había una imagen, un fresco impreso a escala minúscula. Se trataba de un hombre joven, que por la altura y las proporciones parecía la estatua de un héroe. Pero en su rostro imperturbable se advertía un rasgo anormal: dos ojos inhumanos de pupilas dobles.
Dos pupilas en cada ojo. Linar se estremeció.
Lleva el signo de los Yúgaroi.
Los grandes dioses, aquellos a los que los Kalagorinôr aguardaban y temían.
«Somos los que esperan a los dioses», se recordó Linar. Tal vez era cierto que el año Mil tenía un significado, que se acercaba el momento de la ordalía final.
Linar contempló por última vez la imagen grabada en la retina de Mikhon Tiq, y después le posó la mano sobre el ojo.
—Maese Linar, ¿qué estás... ?
—Chsss... Tu ojo vuelve a estar limpio. La imagen que en él había ya ha cumplido su misión.
Linar se puso en pie y de nuevo paseó por la estrecha estancia que le brindaba el árbol. Después se volvió hacia su huésped.
—¿A qué has venido? ¿Tienes algún propósito, o sólo has llegado para inquietar mi espíritu, como ese mensaje incompleto que me ha dejado mi hermano muerto?
Mikhon Tiq frunció las cejas.
—No sé de qué me hablas, maese Linar.
El Kalagorinor le resumió las palabras que había pronunciado en sueños. Mikhon Tiq escuchó con atención. No parecía demasiado sorprendido.
—Me ha formulado más preguntas que respuestas —concluyó Linar-. Lo que más me preocupa es ese príncipe de Áinar. Los seres de pupilas dobles no habían caminado entre los humanos desde antes que naciéramos los Kalagorinôr.
—Yatom también temía a Togul Barok, maese Linar.
—Pero si esos peligros que Yatom presiente llegan a ser reales, aún está la Espada de Fuego. Hairón es un hombre sensato y...
—Hairón ha muerto.
El ojo del brujo se clavó en el muchacho como una brasa.
—¿Qué has dicho?
—Hace dos semanas. La noticia ha corrido por todas partes: la Espada de Fuego no tiene dueño. Los Pinakles han convocado dentro de veinticinco días a los guerreros que han de competir por ella. Entre los maestros aspirantes estará Togul Barok. —Mikhon Tiq hablaba sin tomar aire, como si temiera que Linar aprovechase cualquier pausa para quitarle la palabra-. Yatom estaba convencido de que debíamos... de que debes impedir que consiga la Espada de Fuego. El príncipe es ya muy poderoso por su naturaleza y su nacimiento. Si se convierte en el Zemalnit...
—No debemos intervenir en el certamen de la Espada. Si Togul Barok es el mejor, ha de ser él quien la posea.