Ya no había oscuridad. Se hallaba en una vasta llanura sembrada de lirios y asfódelos que se movían en ondas, agitados por una brisa baja y caprichosa. Mikhon Tiq caminó entre las flores y dejó que le rozaran los muslos, abrió los brazos y acarició los pétalos contra las manos. Llegó ante un extraño árbol, un olmo de corteza blanca y hojas carmesí, alumbrado por un imposible sol verde. A su pie corría un arroyuelo sobre un lecho de piedras lisas y plateadas. Mikhon Tiq metió la mano en el agua. Estaba más fría que el hielo, pero no le dolió. Se dio cuenta de que tenía la garganta seca como el esparto y ansió beber de aquellas aguas gélidas. Cuando se agachó para hacerlo, alguien le tocó el hombro. Era Linar, que flotaba sobre la superficie del riachuelo, alto y rodeado por un halo de luz, tal como lo había visto la primera vez.
—No bebas.
—¿Por qué? Tengo sed. Tú me has destrozado la garganta. Necesito agua.
—No te he destrozado la garganta. Te he hecho morir.
—¿He muerto de verdad?
—Siempre hay que morir para renacer. Ven.
Linar le tendió la mano. Mikhon Tiq dudó. Aquélla era la misma mano que había anudado la soga para ahorcarlo, la que había tirado de sus piernas para lastrarlo. En cambio, el agua era tan tentadora como el olvido.
—Es tu decisión, Mikhon. Si bebes de esa agua perderás tus recuerdos y tu muerte será definitiva. En ese caso la syfrõn de Yatom se hundirá sobre sí misma y la explosión me destruirá a mí también. Puedes matarnos a los dos, o puedes ver lo que llevas guardado dentro de ti.
La dulzura del cansancio lucho contra el hormigueo de la curiosidad. El conflicto duró apenas un instante, que en aquella vasta pradera fuera del tiempo tal vez fuera una eternidad. Mikhon Tiq aceptó la mano que le tendía Linar.
—¿Dónde estoy ahora?
—Ante las puertas de tu syfrõn. En este viaje no te puedo acompañar.
Mikhon Tiq levantó la cabeza. Los lienzos y torreones del castillo colgaban sobre sus ojos, tan altos y verticales que sintió vértigo. Miró a la derecha, donde Linar le ofrecía una llave gruesa y herrumbrosa.
—Sólo puedo franquearte la entrada. Te he enseñado a ver y ahora debes avanzar por tu propio pie.
—¿Hacia dónde?
—Entra y lo verás.
Mikhon Tiq tomó la llave. No tenía peso; tan sólo se sentía en la mano por el frío de su tacto. Le costó introducirla en la cerradura, pues nunca había manejado un objeto ingrávido como aquél. El gran portón de madera se deslizó hacia el interior con un apagado siseo. Al otro lado se entreveían formas oscuras. Mikhon Tiq vaciló.
—Pasa y no mires atrás —le animó Linar-. Éste es tu hogar, Mikhon Tiq. No debes temer.
El muchacho avanzó unos pasos y se dio la vuelta para ver si Linar le seguía. El hueco de la puerta formaba un rectángulo blanco cada vez más estrecho, luego una rendija, después nada. El mago ya no estaba allí.
Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, Mikhon Tiq descubrió que se encontraba en una vasta sala. Las paredes estaban levantadas con sillares de granito gris y decoradas con tapices descoloridos y armaduras herrumbrosas. Se sintió como el heredero de un antiguo linaje que volviera al lar de sus antepasados. Caminó sobre las losas oscuras y frías y sus pisadas despertaron reverberaciones lejanas. Levantó la mirada. La bóveda del techo se veía remota y oscura como el firmamento nocturno. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Al fondo del gran salón se abría una puerta de dos batientes abollonados con gruesos clavos de bronce. La cruzó y se encontró en un largo pasillo. En ambas paredes había vidrieras de colores, y la luz se colaba por ellas como si hubiera un sol amaneciendo a cada lado. Entre las vidrieras se abrían puertas, siete por pared, y otra más al final de la galería. Ésta fue la siguiente que atravesó, y que lo llevó a otra sala. Era una biblioteca, cuyos anaqueles se sucedían en largas hileras que se perdían de vista al fondo de la sala. Mikhon Tiq desfiló ante ellos como si pasara revista, bajo una luz tibia y amarillenta que provenía de estrechas lumbreras en la alta bóveda del techo. Al llegar ante la séptima hilera de estanterías, se decidió a pasar entre los anaqueles, caminó cinco o seis pasos, se volvió a la izquierda y tomó un libro al azar. Era un pequeño volumen encuadernado en cuero negro. No tenía título ni inscripción alguna, ni en las tapas ni en el lomo. Al abrirlo se encontró con un par de líneas escritas en una hermosa caligrafía ritiona.
Bienvenido a tu hogar, Mikhon Tiq. Tu amigo y antepasado Yatom te saluda.
Mikhon Tiq volvió a examinar el libro. La encuademación estaba raída; las páginas, amarillentas; la tinta, desvaída, como si aquel volumen tuviera siglos de edad. Volvió a abrir el libro y pasó a la página siguiente.
Tenemos mucho que aprender juntos. Durante siglos exploré estas salas y paseé por las galerías, los patios y los jardines, pero ni la mitad de los misterios me fueron desvelados. Eres el heredero de esta mansión. Ahora es tu syfrõn, la morada de tu poder y tu sabiduría.
El resto de las páginas estaban en blanco. Mikhon Tiq dejó el libro en su sitio, caminó unos cuantos pasos más y eligió otro volumen, con tapas de madera y fabricado en papel de Pashkri. Había en él unas extrañas ilustraciones que no alcanzaba a entender. Al pie de unos símbolos indescifrables rezaba una leyenda:
Entre estas paredes se esconden los siete pozos de la sabiduría, las siete luces del conocimiento, los siete pilares del poder.
Hojeó el libro buscando algo que le aclarara aquella enigmática sentencia, pero no halló nada más. Miró a su alrededor. A ambos lados las oscuras estanterías corrían como senderos infinitos, hasta perderse en una oscura lejanía. Y había decenas de ellas. ¿Cuántos volúmenes podrían contener? Miríadas, millares, millones, cualquier cifra se quedaba corta. ¿Cómo hallar las respuestas? Tendría que confiar en que se le presentaran por sí solas.
Siguió caminando y comprobó que en aquellas inacabables estanterías se abrían huecos, puertas que daban a otras galerías de libros. La biblioteca era tan vasta que en un momento dado creyó que se había perdido sin remedio; pero la fortuna, o algún propósito que se le escapaba, guió sus pasos hacia otra puerta que se abría a un jardín. Bajó una escalera de granito y paseó por él. Allí crecían infinidad de flores, arbustos y árboles, al parecer tan sólo un ejemplar de cada especie, pues no se veía ningún espécimen repetido. Cerró los ojos, aspiró y con su olfato recién despertado tamizó millares de aromas diferentes. Cuando trató de recordar a la vez todos sus nombres, se le atascaron en la entrada de la memoria. Se tranquilizó y tiró del hilo, tal como Linar le había enseñado, y uno a uno desfilaron ante su mente como las perlas de un collar: helecho, mirto, anémona, zigurta, caléndula, romero, sauce, limora, berro, ciprés, saúco, serbal, arrayán, orquídea, madroño, muérdago...
En el centro del jardín había un estanque ovalado cuyas aguas reflejaban un cielo sin sol ni nubes. Alguien le observaba desde ellas. Al pronto pensó que era su imagen, pero aquel rostro estaba debajo de la superficie. Se inclinó sobre el agua para verlo mejor.
—¡Yatom! ¿Qué haces aquí?
«Formo parte de ti. Existo en tanto que tú existes.»
—¡Pero yo no te siento en mi interior!
«Sí me sientes. ¿Acaso no ves mi imagen y escuchas mis palabras?»
—Sí —reconoció Mikhon Tiq.
«Entonces acéptame.»
Mikhon Tiq asintió casi sin querer. Allí todo era extraño y fantasmal. ¿Cómo podía considerar su morada a aquel lugar ajeno y casi amenazador?
«Entiendo tu perplejidad. Posees tu syfrõn, pero no la conoces, y de hecho nunca llegarás a conocerla del todo. Yo puedo guiarte por los pasajes que llegué a explorar, pero más allá, si te aventuras, deberás buscar a otros que te guíen.»
—¿Qué es la syfrõn?
«Es la fuente de tu poder. La syfrõn eres tú, y tú eres el origen de tu magia.»
Una hoja cayó en el agua y enturbió la imagen de Yatom.
—¡No te vayas!
Mas el agua sólo le devolvió el reflejo de un joven boquiabierto.
Después caminó bajo los árboles hasta llegar a otra escalera que subía a una puerta de metal. Sólo tuvo que levantar una mano y se abrió. De nuevo se encontró en el interior del castillo, y durante un tiempo paradójico como el de los sueños deambuló sin rumbo fijo por corredores inacabables y salas que parecían sucederse hasta el infinito. Había dormitorios, comedores, cocinas, despensas, letrinas; y algunas salas extrañas, almacenes que contenían objetos extravagantes, armas retorcidas, esculturas absurdas, frascos que parecían contener entidades tan abstractas como el amor o el saber. Empezó a aceptar que aquélla era su morada y que necesitaba tiempo para explorarla. «Encontrarás en tu syfrõn los hechizos de un Kalagorinor», le dijo una voz, y no supo si era la de Yatom, la suya propia o un eco del inmenso castillo. Tal vez no tenía sentido tratar de distinguirlas. ¿De modo que en aquella horrible pintura del corredor podía esconderse el secreto de algún hechizo? Si era así, ¿cómo podría descifrarlo?
Sintió bajo sus pies un pesado ronquido en las profundidades. «En tu morada hay puertas selladas, entradas prohibidas, y detrás de algunas se oculta el terror», susurró la voz.
En algún momento encontró una trampilla en el suelo. Al tocar la argolla sintió un intenso temor que le resultó extraño. La syfrõn estaba en su interior, era parte de él, ¿qué podía amenazarle pues, si todo estaba en su propia mente? Levantó la trampilla. Bajo ella, una escalerilla se perdía en la oscuridad. En las paredes había antorchas encendidas. Tomó una y emprendió la bajada. Los escalones eran estrechos y resbaladizos, y el aire tenía un olor picante. La escalera lo llevó a otra galería, baja y angosta; caminaba con la cabeza agachada y el brazo estirado para alejar de sí la llama de la tea. Llegó ante una reja de hierro, cerrada. Un cartel de madera estaba sujeto a ella por un alambre retorcido, que atravesaba un agujero en el cartel y lo ataba a uno de los barrotes. Mikhon acercó la luz. Escrito en un rojo tan pálido que apenas se veía, rezaba un aviso: «NO PASES DE AQUÍ, MIKHON TIQ». Soltó una carcajada nerviosa. La madera estaba carcomida, y la tinta, descolorida, como si aquel aviso llevara allí más de un siglo. Movió la mano izquierda hacia arriba y la reja siguió su gesto. Encantado por aquella nueva capacidad de mover los objetos sin tocarlos, Mikhon Tiq traspasó la reja y siguió avanzando por el túnel.
Llegó a una estancia circular. En las paredes se abrían cuatro aberturas: una era la puerta por la que él había entrado; otras dos, nichos vacíos, y la cuarta, otra reja herrumbrosa que llevaba hacia un nuevo corredor. Pero el centro de la sala lo ocupaba un pretil circular que delimitaba un círculo de unos cinco metros de diámetro. Mikhon Tiq se acercó. El brocal le llegaba casi a la altura del cuello. Se puso de puntillas y vio un pozo de paredes talladas en la roca viva. El olor era tan acre que se le saltaron las lágrimas. Había algo que creaba un extraño campo en el aire. Mikhon Tiq tuvo la sensación de que un insecto le corría por los brazos; pero al arremangarse comprobó que era su propio vello, que se le había erizado como si se hubiera frotado con ámbar.
Mikhon Tiq dejó la antorcha sobre el pretil, de tal manera que el extremo que ardía quedó haciendo equilibrios sobre el pozo. Después, apoyó las manos y dio un pequeño salto. Con el pecho sobre el borde y las puntillas apretadas contra la pared del brocal, asomó la cabeza a las profundidades.
Una fuerza invisible subía desde el pozo. Los cabellos de Mikhon Tiq se pusieron de punta y el corazón empezó a latirle de una forma extraña, como si hubiera perdido el compás. El fondo del pozo no se llegaba a atisbar, pero de él brotaba un vago resplandor, apenas un grado más visible que la negrura. Mikhon Tiq percibió en su interior algo grande, inmensamente poderoso, una fuerza bruta adormilada. Sintió miedo y quiso bajarse del pretil. Al hacerlo, empujó la antorcha, que se precipitó al vacío. La tea cayó dando vueltas, sin apagarse, alumbrando un círculo que se hacía cada vez más pequeño y que no parecía tener fin. La luz se hizo más débil, se convirtió en un punto lejano y por fin se perdió. Pero Mikhon Tiq estaba convencido de que aún no había llegado al fondo, y se quedó esperando.
Al cabo de un tiempo supo que la antorcha había dejado de caer. Algo se despertó muy, muy abajo. Una fuerza brutal, inmensa, empezó a subir por el pozo...
Soy yo quien tiene que despertar, se dijo Mikhon Tiq. Despierta.
¡Despierta!
Y despertó sobresaltado. Linar lo sacudía por el hombro. Al momento comprendió que algo iba mal. Trató de ponerse en pie, pero le falló el equilibrio y cayó de bruces. El suelo entero temblaba con violencia. La roca junto a la que había pasado su angustiosa ordalía se estaba levantando de sus raíces, como si un ariete inmenso la empujara desde las profundidades.
—¿Qué ocurre? —gritó Mikhon Tiq.
—¡Tenemos que salir de aquí si no queremos quedar aplastados!
Linar empezó a correr monte abajo con sus zancas de garza. Mikhon Tiq trató de seguirle, resbaló por el suelo de agujas de pino mojadas y se dio de cabeza contra un árbol. Aunque el golpe fue muy duro, algo, una extraña burbuja de calor, estalló dentro de él y ahogó el dolor. Linar se volvió, lo agarró de la mano y le gritó que corriera como él.
—¡No sé hacerlo!
—¡Ahora sí!
Linar empezó a dar saltos cada vez más largos, como si fuera perdiendo peso en cada uno y el viento lo arrastrara. Sin pensarlo, Mikhon Tiq lo imitó y en la primera zancada cubrió dos metros, y en cada una voló más lejos. Mientras, el seísmo se hacía más rabioso. Una gran roca se levantó del suelo, rompiéndolo como un diente gigantesco. La rodearon y esquivaron por un palmo la caída de un pino que se venía sobre ellos. La ira de la tierra parecía buscarlos. Cada vez que posaba los pies, Mikhon Tiq sentía bajo ellos un poder ciego y abrumador que tal vez sólo estuviera desperezándose.
El suelo que pisaban se rompió y se levantó en una gran placa que, como un barco a punto de zozobrar, se inclinó sobre la boca de la sima recién abierta. Mikhon Tiq resbaló hacia aquella boca enorme y rugiente. Asustado, apretó más el talón derecho contra el suelo y su peso desapareció por un instante y él se plantó al otro lado de la grieta. La violencia del temblor se reduplicó; tal vez la bestia sumergida en las rocas se había enfurecido aún más al ver que se le escabullía su mísero bocado.