—Estamos aquí, en Koras. Desde hace siglos, éste ha sido el punto de partida del certamen por la Espada de Fuego. Nunca se ha sabido nada cierto sobre el lugar en el que se oculta
Zemal,
pero existen indicios.
»Es casi seguro que la Espada ha estado en el oeste desde hace unos seiscientos años, aunque no siempre en el mismo lugar. Los candidatos a Zemalnit juran no revelar dónde se encuentra, pero por los relatos indiscretos de algunos supervivientes se infiere que los Pinakles la han escondido por aquí, por aquí y también por aquí.
Apuntó con el bastón a varios lugares: las tierras de los Équitros y de los bárbaros Mahík, al norte de Áinar; los montes de Shirta, sobre la meseta de Málart; y también la región al oeste de la Sierra Virgen, ya a las orillas del mar.
Derguín le preguntó a Tarondas por qué en un mapa tan detallado se veían sin embargo regiones enteras en blanco, o topónimos rodeados por interrogantes. Conocía la respuesta, pero sabía también que aquella maqueta era la niña de los ojos del anciano. Tarondas podía hablar horas y horas del mapa. Derguín se resignaba a escuchar sus peroratas simulando una ferviente atención; gracias a ello conseguía que el bibliotecario le diera permiso para consultar los libros más valiosos e inaccesibles.
Aquel mapa de increíble detalle era la réplica de una imagen que Tarondas había encontrado muchos años atrás, en unas ruinas al este de Malabashi. Se trataba de una gran losa, derrumbada en medio de lo que debió ser un santuario de la Edad de Plata. Las exóticas letras grabadas en la piedra estaban más allá de la comprensión de Tarondas. Pero había también un dibujo similar a las fauces de una fiera, y su experiencia como geógrafo y viajero le hicieron intuir que era un perfil de las costas de Tramórea. Copió el mapa y se llevó la réplica a Koras; y desde entonces lo había ido completando con los nombres y detalles de todas aquellas regiones que había visitado o que conocía por autores de toda confianza. Las zonas que seguían en blanco eran tierra ignota.
—Lo creas o no —explicó con voz emocionada, mientras señalaba los rincones más apartados de Tramórea-, cuando era joven crucé la cordillera Eskhate y pisé las arenas humeantes del desierto de Hamart, un inmenso cráter creado por el fuego de Manígulat, en el que sólo pueden vivir criaturas diabólicas: por eso su nombre aparece aquí. También escribí «Tierras Antiguas» allí, más al este, pues es el nombre que les da la tradición geográfica, aunque reconozco que no puse el pie en ellas.
Después, Tarondas señaló una isla casi pegada a la costa noroccidental, que aparecía rotulada como «Arak».
—Esta isla tampoco la conozco, pues en mis viajes no he pasado de la Sierra Virgen. La selva que se extiende al otro lado de esas montañas es un lugar impenetrable y maligno, en el que aún sobreviven criaturas de tiempos remotos. Pero un marino llamado Zithas me contó que había bordeado esa isla en un viaje desde las Islas de la Barrera a la Tierra del Ámbar... una expedición sumamente peligrosa, dicho sea de paso. Los pocos que han pasado junto a la isla la llaman Arak, pero nadie ha puesto el pie en ella, pues es un paraje inhóspito en el que no se encuentra agua ni alimento ninguno.
De pronto, Tarondas miró a los lados con cara de conspirador e indicó a Derguín que se acercara. Pese a que la boca del anciano olía a leche agria, Derguín pegó su oreja a ella. Un par de estudiosos levantaron la cabeza, curiosos, y Tarondas apartó a Derguín más lejos.
—Te voy a contar una cosa, muchacho, pero has de guardarme el secreto. Mucho ha sido lo que he leído y muchas las tierras que he pisado, y también son muchos los viajeros que han venido como visitantes a esta biblioteca para informarme de todo lo que han visto y escuchado.
—Sin duda todo eso ha hecho de ti un hombre muy sabio, maese Tarondas —le animó Derguín, apartándose un poco de su aliento; pero el geógrafo volvió a tirar de él.
—Aunque es imposible resumir años de investigación en un puñado de palabras, te diré que tengo una intuición sobre el paradero de la Espada de Fuego. Si quieres encontrarla, estoy casi seguro de que deberás encaminar tus pasos hacia...
Tarondas se acercó aún más a la oreja de Derguín y susurró un nombre. El muchacho asintió. En ese momento, se oyó una voz potente que llamaba al geógrafo como si estuviera en medio de un mercado.
—¡Tarondas! ¡Maestro Tarondas! ¡Quiero hablar contigo!
Derguín aprovechó para soltarse de Tarondas, que se le había emperchado del codo. Rodeando las mesas de los eruditos venía un hombre alto, de anchas espaldas, vestido con un austero manto de lana cruda.
—Ese maldito Brauntas —rezongó Tarondas-. Se cree que es el dueño de la biblioteca. Pero se va a enterar de quién soy yo... Disculpa, muchacho; si te quedas por aquí, luego seguiremos hablando.
Derguín se despidió con una reverencia y se apartó unos pasos. Mientras fingía examinar un mamotreto que lo recompensó escupiéndole una nube de polvo, aguzó el oído para fisgar la conversación. De modo que aquél era el famoso filósofo Brauntas, Segundo Profesor de los Numeristas, preceptor del príncipe Togul Barok, autor de
La ciudad del arpa
e inspirador de las agobiantes normas urbanas de Koras.
Apenas distinguía las palabras del filósofo, porque su voz espesa retumbaba como un tambor lejano. Pero por lo que pudo entender, la conversación trataba sobre los libros que Brauntas quería expurgar en nombre de la moral, la verdad absoluta y la educación de las clases gobernantes, ante la radical oposición de Tarondas, que a ratos contraatacaba con argumentos intelectuales y a ratos amenazaba al filósofo con descalabrarlo de un bastonazo. Al parecer, los dos sabios tenían para rato, de modo que Derguín disponía de tiempo para el propósito que lo había llevado a la biblioteca.
Rebuscó en la talega y palpó el bulto de una llave. Años atrás había aprovechado un descuido de Tarondas para hurtársela un instante y sacarle un molde en cera. Unos días después consiguió que un herrero le fundiera una copia y desde entonces la utilizó cada vez que el bibliotecario y sus ayudantes se descuidaban. Había guardado aquella llave por si alguna vez regresaba a Koras; pronto averiguaría si seguía siendo útil.
Caminó con sigilo hacia el exterior de la cúpula, esquivando a los dos ayudantes de Tarondas, que solían apostarse entre los anaqueles como perros perdigueros. No tardó en llegar al extremo norte del domo. Allí, entre dos pilastras, una reja de hierro cerraba el paso a una angosta escalera, que tras bajar cinco o seis peldaños se perdía en la oscuridad. Derguín miró a ambos lados. Nadie venía por el estrecho pasillo circular que rodeaba los estantes. Sacó la llave y la probó en el candado de la reja sin hacer ruido. ¡Perfecto! Como ya sospechaba, Tarondas, poco amigo de innovaciones, no había cambiado la cerradura.
Derguín bajó los escalones de puntillas. La oscuridad se espesó según descendía. Contó hasta veinte peldaños antes de atreverse a sacar un cabo de vela y yesca. Encendió la mecha y siguió bajando con precaución.
Diez peldaños más abajo, la escalera moría en un rellano que se abría hacia la izquierda en una estrecha galería. Derguín tomó por allí, y no tardó en llegar a la sala que buscaba. Era una estancia pequeña, fría pero seca. De las cuatro paredes, tres estaban ocupadas por anaqueles, y junto a la cuarta se apoyaba un escritorio de madera con un candelabro de bronce. Derguín encendió tres de las cinco velas con el cabo y se sonrió al imaginar el desconcierto de Tarondas cuando volviera a visitar aquel cuartito y comprobara que unas velas se habían consumido más que otras.
Aquélla era la sala de los libros prohibidos. Había allí tal vez unos ochocientos volúmenes. Muchos de ellos eran grimorios de artes negras, o bien obras de un erotismo tan crudo que las autoridades de Áinar los habían condenado por libertinos; tampoco faltaban tratados políticos que hasta en la democrática Narak se habrían considerado subversivos. Todos ellos los guardaba Tarondas porque amaba con fervor los libros, y ver un volumen quemado, por mediocre o vil que fuese, le dolía como si le prendieran fuego a uno de sus dedos.
Pero no eran esos códices los que buscaba Derguín, sino los que se apilaban en la pared de la izquierda. Pasó con fruición los dedos por aquellos lomos que había aprendido a conocer y extrajo un libro al azar. Las tapas eran de piel flexible y en el lomo aún quedaban restos de unas letras doradas, bajo las cuales un caballo alado arrancaba su vuelo. Abrió el libro y pasó las páginas, que eran de un extraño pergamino, liso y resbaladizo, al que la luz de las velas arrancaba reflejos de seda. Las letras corrían a cuatro columnas por página, diminutas como ejércitos de hormigas, y tan parejas entre sí que ni el copista mejor pagado de toda Tramórea habría podido escribirlas tan regulares. Derguín sospechaba que habían sido grabadas por algún artefacto mecánico. Habría dado un mundo por saber leerlas; pero, aunque guardaban un aire familiar con otros alfabetos, era incapaz de descifrarlas. ¿Qué tesoros de sabiduría esconderían?
Había también ilustraciones, y si las letras resultaban asombrosas, las imágenes superaban el arte del mejor miniaturista. Abundaban los retratos de hombres y mujeres, diminutos y pintados con un realismo tan vivo que a Derguín se le antojaba estar viendo en realidad a homúnculos atrapados en las páginas del libro. Y luego, muchas otras imágenes incomprensibles: hombres vestidos con ropas extravagantes y rodeados por estructuras tan enrevesadas y complejas que Derguín, por más que las examinara, jamás llegaba a comprender su utilidad. Pasó las hojas hasta dar con una de las ilustraciones que más lo desconcertaba y que, sin embargo, era de sus favoritas. Allí se representaba una serie de esferas conectadas por elipses y líneas rectas. Una de ellas debía de ser Kthoma, la Tierra, puesto que los rayos amarillos que brotaban de la segunda esfera sugerían que se trataba de Dirpiom, el Sol. Pero en ese dibujo era la Tierra la que giraba alrededor del Sol, y no al contrario; y además había una luna tan sólo, en lugar de tres. ¿Qué significaba aquel diagrama? ¿Un pasado que fue, un futuro que jamás sería, las fantásticas elucubraciones de una mente desviada?
No tenía tiempo. Devolvió el volumen a su lugar y buscó entre los demás. Había muchos otros, escritos en caracteres similares, pero la mayoría mal conservados. Las tapas estaban agrietadas; el papel había amarilleado, y la tinta, palidecido. Las escasas veces que lo había llevado allí, Tarondas le explicó que eran libros anteriores incluso a la llamada Edad de Plata. La razón que aducía era que su idioma era ininteligible y aún más antiguo que el idioma de los Arcanos.
Pues Tarondas se enorgullecía de comprender en parte la lengua de los Arcanos. Los anaqueles cuarto, quinto y sexto de aquella estantería estaban poblados de volúmenes escritos en aquel idioma, supervivientes de la Edad de Plata. Merced a sus viajes y sus estudios, Tarondas sostenía que el Arcano era el padre de todos los idiomas de Tramórea, salvo la bárbara lengua de los Australes. Tras una paciente recopilación de libros e inscripciones por toda Tramórea, Tarondas había conseguido descifrar el alfabeto Arcano, traducir parte de su vocabulario y hasta iniciarse en los rudimentos de su gramática.
Gracias a los trucos mnemotécnicos de los Numeristas, Derguín había absorbido todo lo que Tarondas sabía. Gracias a eso podía captar en parte los soliloquios de Linar cuando éste creía que nadie lo escuchaba. Derguín no le había confesado que estaba familiarizado con la lengua de los Arcanos; tan sólo se le habían escapado unas palabras,
Pratus bhloxí bhriktu,
cuando Linar les contó el Mito de las Edades.
Esas tres palabras pertenecían a un verso de uno de los libros prohibidos; justo el que había venido a buscar. No tardó en encontrarlo, el último en el sexto anaquel, separado de los demás por una estatuilla de alabastro. No era en realidad un volumen de la Edad de Plata, sino de mucho después de la Oscuridad, aunque el texto que quería consultar estuviera en Arcano. Derguín lo sacó de su lugar y lo abrió. Las hojas eran de un pergamino muy suave, tal vez vitela de una ternera que no había llegado a nacer. No había título en la cubierta, pero sí en la primera página. Allí había unas líneas en una lengua a medio camino entre el Arcano y formas posteriores. Descifrando una palabra aquí y aventurando otra allá, Derguín había llegado a la conclusión de que aquel libro era una compilación de visiones o profecías. Había un nombre que se leía con claridad, el de la mítica ciudad de Zenorta; y también una fecha en números similares a los que todos los Tramoreanos seguían usando. El año era 498. ¿Se referiría a la misma era en que ahora vivían? ¿Tenía ese libro tan
sólo
cinco siglos? Al pie de la página, en rojo, una firma se levantaba orgullosa hacia la derecha, y el nombre le resultaba a Derguín extrañamente evocador.
Kalitres de Zenorta.
Derguín empezó a pasar páginas y más páginas. Todas estaban en blanco. ¿Que tipo de recopilación era aquella? Kalitres, ¿por qué querías burlarte así de nosotros, viejo bribón? Pero en la última página estaba el texto por el que Derguín se había aventurado en la sala prohibida, escrito en estrechos versos.
Kuklos trionmenõn aveubíu
doru prentadurtãion eghei
to kelainón doru pursón ẽn.
Anlá Tarimán dheios ghalkéus
en tais Pratus bhloxi, bhriktu
ten aidfius mághairan eghálkeusen.
Ambho kasígnetoi hemíkaseis
huper tu bhotós maghésontai.
Hote hemíkasis Tarímanos
xibhon kéktetai bhlogós
kélainon doru érudhra mághaira
sumpléxontai en Pratei bhoberõi
endha mégalai bhloges aién áidhontai.
Tot' áidheros haima sun ghdhonós
háimatí maghésetai
kairós d'estai tu krátistu.
Su corazón se aceleró. Una nueva luz lo alumbraba todo y disipaba las dudas que le impedían dar sentido al texto. Hasta entonces se había empeñado en separar de forma incorrecta algunas palabras, y raíces que no reconocía se le mostraban ahora evidentes. ¿Cómo no se había percatado, por ejemplo, de que
aidh-
era llama, pero también fuego celeste? Palabra a palabra desentrañó el significado, y todo, verbo a verbo, nombre a nombre, partícula a partícula cobró sentido.
A su espalda sonó un soplo de aire. La sala quedó a oscuras. Derguín dejó caer el libro y su mano buscó por instinto la empuñadura de la espada. Pero unos dedos de hierro apresaron su muñeca y dieron un salvaje tirón de ella. Arrastrado como un pelele, Derguín cruzó la estancia a trompicones y se clavó el borde del escritorio en un costado. En aquella negrura absoluta, una punta fría y metálica se apoyó en su nuez. Derguín comprendió que era una espada. Muy despacio, procurando no hacer ruido, fue desplazando de nuevo su mano a la empuñadura. Si proyectaba una Yagartéi lo bastante rápida...