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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La espada oscura (40 page)

BOOK: La espada oscura
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Los soldados de las tropas de asalto volvieron a aparecer, veloces y eficientes.

—¡Esta alteración del orden debe cesar inmediatamente! —ordenó el jefe de la patrulla, cuyos integrantes ya tenían sus desintegradores desenfundados y listos para hacer fuego—. Es la segunda advertencia que recibe. Enséñeme su asignación de puesto y sus documentos de identificación.

Varios soldados más surgieron de la nada y apuntaron a Kyp y Dorsk 81 con sus armas.

—Sí, sí... Claro —dijo Kyp, llevando lentamente la mano hacia su bolsillo.

Su cerebro estaba funcionando a toda velocidad. Dorsk 81 parecía estar a punto de desmayarse, aunque el clon alienígena permanecía erguido y tenso, preparado para luchar en el caso de que llegara a ser necesario. Kyp sabía que no les quedaba otra elección. Metió la mano en el bolsillo de su mono, fingiendo que iba a extraer la tarjeta de asignación de puesto..., y curvó los dedos alrededor de la empuñadura de su espada de luz.

Los soldados de las tropas de asalto estaban más irritados que inquietos. Kyp los pillaría totalmente por sorpresa.

La voz de la almirante Daala brotó de los sistemas de amplificación convertida en un trueno ensordecedor, como un eco horrible del pasado de Kyp.

—Todos podéis sentiros orgullosos de lo que estáis a punto de hacer —dijo.

«Sí —pensó Kyp de repente—. Sí, me siento orgulloso de lo que voy a hacer...» Empuñó su espada de luz, y la hoja de energía apareció con un chasquido sibilante. Kyp la movió en un arco fulgurante que separó la mano acorazada del soldado de las tropas de asalto de su muñeca, llevándose la pistola desintegradora con ella para seguir avanzando a través de su primer objetivo y caer sobre el segundo soldado. Kyp se movió tan deprisa como un látigo agitado en el aire, y su espada de luz cobró vida en un estallido de energía llameante para derribar a un tercer soldado.

Los asistentes a la reunión más cercanos a Kyp y Dorsk 81 retrocedieron, sorprendidos y confusos. Las espadas de luz eran las armas inconfundibles de los odiados Caballeros Jedi. La conmoción se fue extendiendo como la onda expansiva surgida de una estrella en explosión. Unos espías acababan de aparecer repentinamente en la reunión, y la turba de devotos defensores del Imperio exigiría sangre.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Kyp mientras repartía mandobles a diestra y siniestra con su espada de luz.

La multitud de humanos y trabajadores alienígenas se abrió ante él como un campo de trigo maduro bajo la acometida de un vendaval, aunque fueron muchos más los que huyeron dominados por el pánico que los que cayeron bajo la abrasadora energía de las espadas de luz. Kyp y Dorsk 81 lucharon hombro con hombro.

—¡Caballeros Jedi! —gritó la almirante Daala desde el podio. Estaba bastante lejos, pero aun así había podido reconocer el característico fulgor de las espadas de luz..., y su rostro, de docenas de metros de altura y reflejado una y otra vez en las inmensas pantallas de vídeo, parecía el de una deidad ofendida que exigiera justicia—. ¡Matad a los Caballeros Jedi!

Los soldados de las tropas de asalto convergieron sobre ellos y empezaron a disparar sus rifles desintegradores. La espada de luz de Dorsk 81 desvió el primer haz, enviándolo hacia el techo del final de la explanada, y el segundo disparo atravesó la espalda de un teniente imperial que huía a la carrera.

—No luches a menos que te veas obligado a hacerlo —dijo Kyp—. Sólo serviría para hacernos perder más tiempo... ¡Corre!

Kyp acababa de comprender que su compañero había tenido toda la razón al querer marcharse antes. Debían transmitir su información a la Nueva República: si permitían que el Imperio los capturase, miles de millones de seres inteligentes morirían sin haber tenido tiempo de defenderse.

El tamaño de la multitud era un factor que trabajaba a su favor, y cuando las ondulaciones del pánico empezaron a rebotar en los muros, la confusión de la masa engulló todos los detalles que pudieran indicar dónde se encontraba la perturbación y en qué consistía exactamente.

Kyp y Dorsk 81 volvieron corriendo al lugar en el que habían posado su lanzadera robada. Los haces desintegradores persiguieron a los dos Caballeros Jedi por los corredores de la estación conectora y rebotaron en las planchas de las paredes, pero los disparos no estaban lo suficientemente bien dirigidos para poder llegar a dar en el blanco.

Llegaron a su nave y salieron disparados de la pista de descenso, con los haces repulsores y los motores sublumínicos ardiendo a máxima potencia en una huida desesperada. Mientras Dorsk 81 se ocupaba de los sistemas estabilizadores para enderezar la lanzadera, su errático curso los ayudó considerablemente en su fuga porque las naves automatizadas de vigilancia del perímetro, que estaban tratando de centrar sus miras en ellos, lanzaron repetidas andanadas pero no consiguieron acertarles.

—¡Tenemos que entrar en el hiperespacio, y deprisa! —gritó Kyp.

Los largos dedos de Dorsk 81 revolotearon sobre el teclado del ordenador de navegación.

—No disponemos de tiempo para calcular una trayectoria larga —dijo.

—¡Pues entonces da un salto corto! Basta con que nos saques de aquí.

—Las coordenadas de Khomm están programadas —respondió Dorsk 81 mientras tecleaba una lectura—. Yo... Eh... Bueno, las introduje antes de bajar. Khomm está al otro lado del núcleo exterior. Podemos enviar una transmisión de alerta desde mi mundo natal.

—¡Estupendo, estupendo! —dijo Kyp.

Y entonces una de las naves de vigilancia automatizadas logró centrar sus miras el tiempo suficiente para dar en el blanco, y su disparo se esparció sobre los motores sublumínicos de los fugitivos. La lanzadera perdió casi toda su potencia motriz, y la considerable inercia acumulada fue lo único que les permitió seguir avanzando.

—Los daños son serios —informó Kyp mientras Dorsk 81 conectaba los motores lumínicos principales e iba incrementando la entrada de energía—, pero sólo le han dado a los propulsores sublumínicos y todavía contamos con el hiperimpulsor. Tenemos que salir de aquí.

Centenares de naves ya habían empezado a despegar de la estación conectora por detrás de ellos.

—Conectando la hiperimpulsión —dijo Dorsk 81 por fin.

Las defensas de perímetro automatizadas giraron para centrar los sistemas de puntería en su nave. Más haces destructivos de energía turboláser pasaron junto a ellos, fallando el blanco por muy poca distancia. La andanada de un cañón iónico se deslizó alrededor de la lanzadera imperial robada, esparciéndose sobre sus escudos y causando daños mínimos.

—Si consiguen darnos de lleno con un cañón iónico, quedaremos varados en el espacio —dijo Kyp—. Tenemos que salir de aquí ahora mismo. —¡Todo listo! —gritó Dorsk 81—. Agárrate, Kyp.

Y los dos Caballeros Jedi desaparecieron entre un estallido de líneas estelares mientras el Imperio enviaba todas sus fuerzas contra ellos.

CINTURÓN DE ASTEROIDES DE HOTH
Capítulo 37

Tres cazas ala—A modificados para poder alcanzar grandes velocidades surcaron el espacio, alejándose del grupo de naves que rodeaban al
Viajero Galáctico
del almirante Ackbar, y se desvanecieron en el hiperespacio con un silencioso estallido de luz.

El general Crix Madine bajó la mirada hacia los controles de su cabina de pilotaje y los contempló a través de la suave curva del visor de su casco. Potentes motores rugían a su alrededor, haciendo vibrar el casco del ala—A. Madine había pilotado muchas naves con anterioridad, desde navíos muy veloces hasta cargueros pasando por interceptores y aparatos de exploración. Había tomado parte en incursiones de la Alianza Rebelde, y en ataques imperiales antes de eso. Pero desde la batalla de Endor había dedicado la mayor parte de su tiempo a trabajar entre bastidores, organizando misiones secretas que eran llevadas a cabo por reclutas más jóvenes.

Pero esta vez no sería así.

El parpadeante resplandor fantasmagórico del hiperespacio rugía a su alrededor mientras los alas—A se abrían paso a través de los muros del espacio—tiempo, atravesando la galaxia a una velocidad superior a la de la luz. El equipo de Madine no había enviado ningún mensaje o señal de comunicación a Ackbar con anterioridad al despegue. Los hutts no debían enterarse de su partida.

Su ordenador de navegación había trazado el rumbo más corto a las coordenadas proporcionadas por el rastreador colocado en la nave particular de Durga. Korenn y Trandia volaban por el hiperespacio flanqueando a Madine, manteniendo un silencio absoluto de comunicaciones y totalmente concentrados en su misión. Madine conocía muy bien la valía de sus compañeros, y se permitió una sombría sonrisa de satisfacción. Los rebeldes siempre habían sabido conseguir voluntarios de primera categoría.

Envuelto por el vacuo aburrimiento del hiperespacio, Madine dejó vagar sus pensamientos durante las horas programadas de su vuelo. Él también había sido uno de esos reclutas de los rebeldes, otro de los imperiales convencidos de que debían desertar del Imperio por algunos de sus compañeros, amigos de los viejos tiempos antes de que el Nuevo Orden destruyera los fundamentos de la Antigua República: amigos como Carlist Rieekan, que había ascendido hasta el rango de general en la Alianza Rebelde y había estado al mando de la Base Eco en Hoth.

Poco después de unirse a la Rebelión, Madine había empezado a trabajar en estrecha colaboración con Mon Mothma, quien había aceptado su presencia como consejero de confianza a pesar de que otros no estaban tan seguros sobre aquel nuevo desertor. Ackbar se había convertido en un buen amigo suyo después de su propio rescate del Imperio. Hosco y lleno de coraje, el calamariano sabía cómo dirigir la flota rebelde.

Pero Crix Madine siempre había sido distinto de ellos tanto en sus prioridades como en lo lejos que estaba dispuesto a llegar para alcanzar sus objetivos. Mon Mothma valoraba sus opiniones porque Madine le proporcionaba una nueva perspectiva. Madine había luchado contra los rebeldes en el bando del Emperador. Sabía qué tácticas eran efectivas, y cuáles habían fracasado por completo.

Madine también sabía cuál era el lugar que le correspondía: era un hombre necesario, aunque las operaciones clandestinas no siempre eran demasiado agradables. Antes de la batalla de Endor, mientras planeaba su estrategia y descifraba los datos de incalculable valor que iban llegando en un lento goteo a través de una frágil red de espías bothanos, el plan original de Mon Mothma había consistido sencillamente en destruir la segunda Estrella de la Muerte cuando aún se hallaba en fase de construcción. Pero cuando los rebeldes se enteraron de que el Emperador Palpatine inspeccionaría la estación de combate, Crix Madine se había alegrado enormemente ante aquella oportunidad.

Pero Mon Mothma parecía muy preocupada.

—El asesinato de líderes políticos no es la clase de táctica que la Alianza Rebelde está dispuesta a utilizar ni siquiera si esos líderes son nuestros enemigos —había dicho en una reunión a puerta cerrada con Madine y Ackbar.

—Entonces perderemos —dijo Madine—. El Imperio no conoce esos frenos. Mon Mothma, ¿acaso cree que dudarían ni un instante en asesinarla si se les diera la oportunidad de hacerlo?

Mon Mothma permaneció inmóvil con el rostro levemente enrojecido, y cuando respondió alzó la voz de una forma que no era nada propia de ella y golpeó la mesa con los puños.

—¡No permitiré que mi gobierno llegue a volverse tan retorcido y maligno como el del Imperio!

—Ya hemos corrido demasiados riesgos para organizar esta operación, Mon Mothma —dijo Ackbar—. Nuestra flota está preparada para partir hacia Endor. Nuestra misión de distracción ya ha empezado a actuar en Sullust. No podemos volvernos atrás meramente porque el Emperador esté a bordo de la Estrella de la Muerte.

—Salvaremos millones de vidas inocentes —dijo Madine—. Tendremos que pagar un precio, pero la recompensa es potencialmente mucho más grande. Si permitimos que la Estrella de la Muerte sea terminada, Alderaan sólo será el primero en una larga cadena de planetas que irán siendo convertidos en restos espaciales a capricho del Emperador.

Y Mon Mothma había acabado consintiendo en que el Emperador tambien fuera considerado como un objetivo. En cuanto se hubo tomado la decisión, Mon Mothma la aceptó con todo su entusiasmo y energías, y empezó a dar órdenes con firme determinación.

Y así la Estrella de la Muerte fue destruida y el Imperio derribado, y se estableció la Nueva República..., aunque la paz y la armonía no habían llegado tan deprisa como esperaban entonces.

Años después de todo aquello, Madine se encontraba surcando el hiperespacio a bordo de un ala—A de exploración con rumbo hacia otra superarma que estaba siendo construida por otro tirano que esperaba poder gobernar la galaxia.

A veces tenía la sensación de que aquello no terminaría nunca.

Los alas—A surgieron del hiperespacio en los confines del cinturón de asteroides, y de repente pareció como si un gigantesco puño invisible hubiera lanzado una rociada de rocas medio aplastadas contra ellos. El rastreador colocado en la nave de Durga les había proporcionado la localización exacta en el corazón de aquella peligrosa zona repleta de escombros, pero no ofrecía ningún camino seguro que seguir.

Madine corrió el riesgo de enviar un haz de comunicaciones de tráfico concentrado a las dos naves que avanzaban en rumbos paralelos al suyo.

—Ve delante, Trandia —dijo—. Tienes que enhebrar la aguja. Encuentra un camino a través de todas estas rocas para que podamos llegar hasta la zona de construcción y averiguar qué está ocurriendo allí.

—Sí, señor —respondió Trandia.

La voz de la joven burbujeó con una vibración de alegría por el entusiasmo de haber sido elegida. Madine dejaría que Korenn guiara a la pequeña formación durante el trayecto de vuelta.

El ala—A de Trandia empezó a abrirse paso por entre los cúmulos de asteroides, moviéndose en apretadas curvas y acelerando a través de las aberturas creadas por la lenta separación de los cuerpos de piedra. Sus motores traseros brillaron con un resplandor blanco azulado cuando incrementó la velocidad. Madine y Korenn se mantuvieron pegados a ella y fueron siguiendo su tortuoso curso.

Madine admiró la habilidad con que Trandia pilotaba la nave y vio cómo su ala—A iba avanzando por entre los guijarros que flotaban a la deriva en el espacio. Sus escudos delanteros emitieron débiles destellos cuando Trandia aumentó su potencia. Madine hubiese preferido no volver a romper el silencio de las comunicaciones, pero abrió otro canal.

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