Corum había estado examinando los horribles rostros semi-putrefactos de los malibann, y poco a poco se fue dando cuenta de que en muchos aspectos compartían características fisionómicas con los vadhagh. Se preguntó si los malibann serían vadhagh que habían sido exiliados hacía siglos. ¿Eran los habitantes originales de Ynys Scaith?
–Cómo llegaron y cómo llegasteis aquí es algo que no nos importa lo más mínimo. Habéis llegado y ellos llegaron, y debéis ser castigados.
–¿Son castigados todos los que ponen los pies en esta isla? –preguntó Ilbrec con voz pensativa.
–Casi todos –dijo el líder de los malibann–. Eso depende de las razones que hayan tenido para visitarnos.
–Hemos venido aquí para hablar con vosotros –dijo Corum–. Hemos venido a ofreceros ayuda a cambio de que vosotros nos prestéis ayuda.
–¿Qué podéis ofrecer a los malibann?
–La huida de este plano y el regreso a un plano que os resulte más acogedor –replicó Corum.
–Eso ya está a nuestro alcance.
Corum se asombró.
–¿Disponéis de ayuda?
–Los malibann nunca buscan ayuda. Hemos empleado a alguien para que lleve a cabo un servicio en nuestro beneficio.
–¿Alguien de este mundo?
–Sí. Pero ya nos hemos cansado de conversar con intelectos tan primitivos como los vuestros. Lo primero que haremos será librarnos de toda esta basura...
Los ojos del líder de los malibann quedaron repentinamente iluminados por un fulgor rojizo. Un estridente gemido de desesperación brotó de los labios de las gentes de Fyean, y un instante después todos habían desaparecido; y la llanura de cobre batido se desvaneció junto con ellos.
Corum, Ilbrec y
Crines Espléndidas
se encontraban en un gran salón cuyo techo se había derrumbado en parte. La luz del atardecer se filtraba a través de las brechas del techo y los muros, y revelaba tapices podridos, esculturas a medio desmoronar y murales descoloridos.
–¿Qué sitio es éste? –preguntó Corum volviéndose hacia el malibann que permanecía inmóvil entre las sombras cerca de los muros.
El líder de los malibann se rió.
–¿No lo reconoces? Vaya, pero si es aquí donde tuvieron lugar todas vuestras aventuras..., o la mayor parte de ellas.
–¿Qué? ¿Todo ocurrió dentro de este recinto? –Ilbrec miró a su alrededor con expresión consternada–. ¿Cómo es posible algo semejante?
–Los malibann tenemos grandes poderes y yo, Sactric, soy quien tiene más poder de entre todos ellos, y sólo por esa razón soy el Emperador de Malibann...
–¿Llamas imperio a esta isla? –replicó Ilbrec con una débil sonrisa.
–Esta isla es el centro de un imperio tan magnífico que comparado con él incluso vuestra civilización más maravillosa parecería el campamento de una tribu de babuinos. Cuando regresemos a nuestro plano de origen, del cual fuimos expulsados mediante una sucia estratagema, reclamaremos ese imperio y Sactric reinará sobre él.
–¿Quién os ayuda en esa ambición? –preguntó Corum–. ¿Uno de los Fhoi Myore?
–¿Los Fhoi Myore? Los Fhoi Myore no son más que bestias enloquecidas. ¿Qué ayuda podrían prestarnos? No, contamos con un aliado más sutil y estamos aguardando su llegada de un momento a otro. Quizá os dejemos vivir el tiempo suficiente para conocerle.
–El sol está empezando a ocultarse –le murmuró Ilbrec a Corum–. ¿Es posible que llevemos aquí tan poco tiempo?
Y Sactric se rió de él.
–¿Es que acaso dos meses son poco para vuestra manera de medir el tiempo?
–¿Dos meses? ¿Qué quieres decir?
Corum dio un paso hacia Sactric.
–Lo único que quiero decir es que el transcurrir del tiempo en Ynys Scaith y el transcurrir del tiempo en vuestro mundo no se producen con la misma velocidad. Sí, Corum Llaw Ereint, lleváis al menos dos meses aquí...
Un navío llega a la Isla de las Ruinas
–Ah, Ilbrec –le dijo Corum a su amigo–, ¿cuál habrá sido la suerte de los mabden en su lucha con los Fhoi Myore?
Ilbrec no tenía contestación para aquella pregunta y se limitó a menear la cabeza.
–Goffanon dijo la verdad –murmuró–. Fuimos unos estúpidos... No deberíamos haber venido aquí.
–Bien, por lo menos todos estamos de acuerdo en una cosa –dijo la voz marchita de Sactric desde las sombras. Las gemas de su corona brillaron cuando se movió–. Haber oído esa admisión hace que me sienta inclinado a perdonaros la vida durante un tiempo, y además os concederé la libertad de ir y venir por esta isla a la que llamáis Ynys Scaith... Por cierto, ¿conocéis a alguien llamado Goffanon? –preguntó después en un tono un tanto más despreocupado y afable de lo que parecía adecuado dadas las circunstancias.
–Le conocemos –dijo Ilbrec–. Nos advirtió de que no debíamos venir aquí.
–Parece que Goffanon es prudente y sabio.
–Cierto, eso parece –dijo Corum. Seguía sintiéndose enfurecido y perplejo y seguía pensando en si debía atacar a Sactric, a pesar de que suponía que aunque consiguiera atravesar con su espada aquel cuerpo que ya estaba muerto obtendría muy poca satisfacción de ello–. ¿Le conoces?
–Nos visitó en una ocasión. Ahora debemos ocuparnos de vuestro caballo.
Los ojos de Sactric volvieron a iluminarse con aquel resplandor rojizo y movió las manos señalando a
Crines Espléndidas
.
Ilbrec lanzó un grito y corrió hacia su corcel, pero las pupilas de
Crines Espléndidas
ya se habían vuelto vidriosas e incapaces de ver, y el corcel había quedado totalmente inmóvil donde estaba.
–No ha sufrido ningún daño –dijo Sactric–. Es demasiado valioso, y lo utilizaremos cuando hayáis muerto.
–Si os lo permite –murmuró entre dientes Ilbrec con ferocidad.
Después los malibann se retiraron hacia las sombras y desaparecieron.
Los dos héroes se abrieron paso con el semblante abatido por entre las ruinas y acabaron saliendo de ellas a lo que quedaba de luz del atardecer, y en ese momento vieron la isla como lo que realmente era. Salvo por la colina, junto a cuya base se encontraban ahora, y el pino solitario que crecía en ella, el resto de la isla era un erial de escombros y desechos traídos por el mar, carroña, piedra que se desmoronaba, vegetación, metal y huesos. Allí estaban los restos de todos los navíos que habían atracado en las orillas de Ynys Scaith a lo largo de su historia, y allí estaban también los restos de sus cargamentos y de sus tripulaciones. Había armas y armaduras oxidadas esparcidas por todas partes, y las osamentas amarillas de los hombres y sus animales se veían por doquier, algunas en forma de esqueletos enteros, otras disgregadas en huesos sueltos, y de vez en cuando Ilbrec y Corum se encontraban con un montón formado únicamente por cráneos o por costillares. Telas podridas por la intemperie, sedas, lanas y prendas de algodón aleteaban en el viento helado que también traía consigo un leve y terrible hedor a putrefacción. Petos de cuero, jubones, gorras, arreos de caballerías, botas y guantes..., todo estaba lleno de grietas y se iba desintegrando poco a poco. Armas de hierro, bronce y cobre yacían oxidadas formando pilas, y las joyas habían perdido su brillo y parecían enfermas y apagadas, como si también ellas se estuvieran pudriendo. Una ceniza grisácea flotaba sobre todo aquel horrendo espectáculo deslizándose lentamente como una marea en continuo movimiento, y no había ningún lugar que ofreciera el más mínimo rastro de la presencia de una criatura viva, ni siquiera un cuervo o un perro sin dueño que se alimentara con aquellos cadáveres que aún estaban lo suficientemente frescos como para conservar algo de carne sobre sus huesos.
–La verdad es que casi prefiero las ilusiones de los malibann –dijo Ilbrec–, y eso a pesar de que eran aterradoras y de que faltó muy poco para que nos mataran.
–Sí, no cabe duda de que la realidad resulta todavía más aterradora –murmuró Corum.
Se envolvió en los pliegues de su capa, y continuó avanzando con paso tambaleante sobre aquella acumulación de desperdicios siguiendo a Ilbrec. Estaba anocheciendo, y Corum no sentía ningún deseo de pasar la noche rodeado por tantas evidencias de la muerte.
Ilbrec había estado escrutando la creciente penumbra mientras caminaba, y de repente su mirada se fijó en algo. Se detuvo, se desvió un poco de la dirección que había estado siguiendo y empezó a hurgar entre los escombros y desperdicios hasta que encontró un carro volcado entre cuyos ejes aún estaban atrapados los huesos de un caballo. Metió los brazos en el carro, y el esqueleto del auriga se derrumbó con un repiqueteo a causa del movimiento. Ilbrec no le prestó ninguna atención, se irguió sosteniendo en su mano un objeto sin forma definida que estaba cubierto de polvo y frunció el ceño.
–¿Qué has encontrado, Ilbrec? –preguntó Corum reuniéndose con su compañero.
–No estoy muy seguro de qué es, amigo vadhagh. Corum inspeccionó el descubrimiento de Ilbrec. Era una vieja silla de montar de cuero muy agrietado, y sus tiras no parecían ser lo bastante fuertes para mantenerla unida ni siquiera al caballo más pequeño imaginable. Las hebillas estaban oxidadas y mates y medio desprendidas de la silla, y dado su mal estado general Corum pensó que Ilbrec no podía haber hecho un hallazgo más inútil.
–Una vieja silla de montar...
–Así es.
–
Crines Espléndidas
ya tiene una silla magnífica, y además ésta le quedaría demasiado pequeña. Fue fabricada para un caballo mortal.
Ilbrec asintió.
–No podría usarla, cierto.
Pero siguió con la silla en la mano mientras se abrían paso hacia la playa, donde encontraron un lugar relativamente libre de basura y escombros y se instalaron en él para descansar, pues no había otra cosa que pudieran hacer durante aquella noche.
Pero antes de acostarse Ilbrec permaneció un buen rato sentado en el suelo con las piernas cruzadas, dando vueltas y más vueltas a la silla en sus enormes manos.
–¿Somos todo lo que queda..? ¿Sólo nosotros dos? –le oyó murmurar Corum–. ¿Somos los últimos?
Y llegó la mañana.
El agua empezó siendo una gigantesca masa de blancura y después se fue volviendo lentamente de color escarlata, como si una gigantesca bestia marina oculta bajo la superficie estuviera esparciendo su sangre en las últimas convulsiones de la agonía, y palpitó mientras el rojo sol subía sobre el horizonte haciendo que el cielo floreciese con vivos matices amarillos y púrpuras suaves, y se inflamara con un magnífico color anaranjado.
Y la magnificencia de aquel amanecer hizo resaltar todavía más el contraste que existía entre la tranquila belleza del océano y la isla a la que rodeaba, pues la isla tenía el aspecto de ser un lugar al que habían acudido todas las civilizaciones para arrojar en él los desperdicios que ya no les servían de nada, como una gigantesca y compleja versión del hoyo donde un granjero va arrojando toda la basura para que se convierta en estiércol; y así era Ynys Scaith una vez esfumadas todas sus ilusiones mágicas, y así era la isla que Sactric había llamado Imperio de Malibann.
Los dos compañeros se incorporaron moviéndose muy despacio y se desperezaron haciendo muecas de dolor, pues su sueño no había sido apacible. Corum flexionó primero los dedos de su mano artificial de plata y después los de su mano de carne y hueso, que había acabado tan entumecida que casi resultaba imposible distinguirla de la que no había sido creada por la naturaleza. Después irguió la espalda y dejó escapar un gemido, agradeciendo que la brisa del mar se llevara el hedor de la putrefacción dejando en su lugar un limpio olor a sal. Se frotó las órbitas. La que quedaba oculta por el parche le picaba, y parecía estar un poco inflamada. Corum levantó el parche para permitir que le diera el aire, revelando con ello la cicatriz de un blanco lechoso. Normalmente se ahorraba a sí mismo y a los demás la incomodidad de mostrar la herida. Ilbrec había deshecho las trenzas de su dorada cabellera y la había peinado, y estaba volviendo a hacerse las trenzas entretejiendo en ellas hilos de oro rojo y de plata amarilla. Esas trenzas, muy gruesas y reforzadas por los hilos de metal, eran la única protección con que contaba para su cabeza, pues Ilbrec se enorgullecía de no combatir nunca con un casco cubriendo sus cabellos.
Después fueron hasta donde empezaba el océano y se lavaron lo mejor que pudieron con agua salada. El agua estaba fría, y Corum no pudo evitar preguntarse si tardaría mucho en quedar helada. ¿Habrían consolidado ya sus victorias los Fhoi Myore? ¿Se habría convertido Bro-an-Mabden en una desolación congelada que se extendía de una costa a otra?
–Mira –dijo Ilbrec–. ¿Puedes verlo, Corum?
El príncipe vadhagh alzó la cabeza, pero no pudo ver nada en el horizonte.
–¿Qué crees haber visto, Ilbrec?
–Todavía puedo verlo... Estoy seguro de que es una vela, y se aproxima por la dirección de Bro-an-Mabden.
–Confío en que no sean amigos que acuden a rescatarnos –dijo Corum con voz abatida–. No me gustaría ver a otros cayendo en esta trampa...
–Quizá los mabden vencieron en Caer Llud –dijo Ilbrec–. Quizá estamos viendo al primero de una flotilla de navíos armados con toda la magia de Amergin.
Pero las palabras de Ilbrec sonaban a hueco y Corum se sentía incapaz de albergar ninguna esperanza.
–Si lo que ves es un navío, me temo que trae todavía más catástrofes para nosotros y para aquellos a los que amamos –dijo.
Un instante después, Corum también creyó ver una vela oscura en el horizonte. Era un navío, y estaba avanzando a una considerable velocidad.
–Y allí... –Ilbrec volvió a señalar con la mano–. ¿No es una segunda vela?
Durante un momento Corum creyó distinguir otra vela de dimensiones más reducidas, como si un esquíe siguiera la estela de la galera, pero pasados los primeros instantes ya no volvió a verla, y supuso que había sido alguna clase de ilusión óptica creada por la luz del amanecer.
Ilbrec y Corum contemplaron con nerviosa expectación cómo el navío se iba acercando. Tenía una proa alta y curva, con un león estilizado adornado con incrustaciones de oro, plata y madreperla como mascarón. Los remos estaban levantados y el navío avanzaba impulsado únicamente por su vela, y antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo ya no les quedaba ninguna duda de que se dirigía a Ynys Scaith. Tanto Ilbrec como Corum empezaron a gritar y hacer señas al navío, intentando advertirle de que contornease la isla y siguiera su travesía con rumbo a otro desembarcadero más favorable, pero su movimiento era inexorable. Vieron cómo se acercaba a un promontorio y desaparecía detrás de él, evidentemente con la idea de echar el ancla en la ensenada. Ilbrec cogió inmediatamente a Corum en brazos sin más ceremonias y echó a correr hacia el lugar donde habían divisado al navío por última vez. Recorrieron la distancia que les separaba de él muy deprisa a pesar de todos los obstáculos que se interponían en su camino, y por fin Ilbrec llegó jadeando a un pequeño puerto natural con el tiempo justo de ver cómo un bote empezaba a alejarse del navío, cuya vela ya estaba enrollada.