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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó

BOOK: La espía que me amó
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Han desaparecido dos submarinos atómicos: uno, ruso; el otro, británico. ¿Quién es el enemigo común? La guerra fría entra en deshielo cuando el poder de MI6 se une a lo más selecto de la KGB para una misión única. Gran Bretaña necesita al comandante James Bond; Rusia necesita a Anya Amatsova, agente Triple X. Y el mundo necesita a ambos, que han de llevar a cabo la misión más compleja y peligrosa de sus carreras. Los dos forman una accidentada y dinámica alianza en una carrera contra la destrucción del mundo.

Novelización de la película
La espía que me amó
, protagonizada por Roger Moore, Barbara Bach y Curt Jürgens, y dirigida por Lewis Gilbert.

Christopher Wood

La espía que me amó

ePUB v1.1

bondo-san
06.03.13

Título original:
The spy who loved me

Christopher Wood, 1979

Traducción: R. M. Bassols

Editor original: bondo-san (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

A Lewis Gilbert, sin el cual…

1. Amor en la tarde

La muchacha se recostó contra la almohada y miró hacia el balcón. El hombre seguía apoyado en la barandilla, sus manos extendidas y la cabeza inclinada hacia delante mientras examinaba lo que estaba ocurriendo en la playa. Estaba desnudo, excepto por una toalla azul claro sujeta a su cintura. Aunque se encontrara en reposo, se desprendía de él una especie de tensión, como emana de una trampa con el cebo preparado. Su cuerpo no poseía una musculatura exagerada, sino que era fibroso y duro. La mujer lo sabía.

Se quitó de encima de su propio cuerpo desnudo la sábana que lo cubría, y deseó que el hombre se diera la vuelta. Pero éste no se movió. Fue ella entonces la que se dio la vuelta para consultar el reloj que su compañero había dejado sobre la mesilla de noche. Era un Rolex Oyster Perpetual. Las delgadas manecillas señalaban las cuatro en punto; una tarde en que el calor se aferraba con persistencia, negándose agriamente a dejar paso a la noche. La muchacha se frotó una mejilla con la sábana, y cambió de posición contra la almohada. Deseaba que el hombre viniera a su lado, pero era una mujer orgullosa y no quería rogar. No se le ocurría nada que no delatara un intento de conversación. Y conversación era una manera de rogar.

La muchacha echó una mirada al inocente hinchamiento de sus pechos bajo la sábana, y se sonrojó. ¿Resultaba evidente? ¿Podía cualquiera decir, a simple vista, que ella había estado haciendo el amor, un salvaje y hermoso amor? Se pasó los dedos por el pelo tratando de averiguar cuan enmarañado estaba. Había una película de Greta Garbo sobre una reina que quedaba atrapada en una posada, al borde del camino, con un hombre. Él sabía que ella era reina, y como la nieve los separaba del mundo exterior, permanecían en una habitación, y hacían el amor. Y la reina se paseaba por una habitación tocando los objetos ya familiares, y guardándoselos en su memoria. Porque nunca regresaría a aquella habitación, y porque jamás las cosas volverían a ser igual con aquel hombre
[1]
.

¿Qué era lo que merecería recordarse de esta habitación? Era un sucio cuarto, con muebles pesados que no encajaban en él, como tan a menudo ocurre en los hoteles, y unas altas cortinas cuyo forro empezaba a deshacerse por las costuras. Ningún cuadro colgaba del pesado revestimiento de madera, y la alfombra era de un tono gris desagradable.

Un grito procedente de la playa le distrajo, y volvió a mirar al hombre del balcón. Una pequeña ráfaga de viento, la primera del día, hizo temblar ligeramente las cortinas, y él se volvió, aproximándose a ella. Ella lo miró fijamente a su rostro como si lo estuviera viendo por primera vez. Era moreno y bien perfilado, con los ojos abiertos y muy penetrantes bajo unas negras cejas, rectas y más bien largas. Su nariz era también recta y larga, y debajo de ella una boca ancha y finamente dibujada, con un breve labio superior. Los ojos tenían una expresión dura, y la boca era cruel. La barbilla denotaba firmeza.

La muchacha iba sintiéndose cada vez más caliente y húmeda, y se avergonzó de ello porque no era una mujer libertina. Bajó la mirada. El hombre le tomó la barbilla con la mano, y la obligó a levantar el rostro, de manera que pudiera mirarla a los ojos.

—Ya sabes que debo irme esta noche. Tengo un trabajo que hacer.

—Ya me lo dijiste —asintió ella.

¿Por qué se lo repetía? ¿Era su forma de indicarle claramente que el agradable interludio se había terminado? ¿O era una manera de excusarse? ¿Excusarse por hacer el amor con ella, y luego abandonarla? Fuera lo que fuese, ella deseaba que la besara y la echara contra las almohadas y la sujetara fuertemente, haciéndole olvidar todo, excepto la maravillosa sensación que había experimentado por todo su cuerpo la última vez.

El hombre volvió a inclinarse hacia delante.

—Probablemente, eres la mujer más hermosa que nunca he visto.

La miró a los ojos durante algunos segundos, luego, repentinamente, la besó con tal pasión que esperó notar el sabor de la sangre en sus labios. Sus fuertes hombros la empujaron hacia atrás y la sábana fue arrancada como la hoja de un calendario. La muchacha cerró los ojos.

El sonido del teléfono era obsceno. Había tres luces en su base —rojo, amarillo y verde—, y la luz roja estaba centelleando. El hombre soltó una maldición, rodó hasta el borde de la cama y descolgó el receptor. La voz del otro extremo de la línea sonaba muy lejana, y era difícil de captarla a través de la estática.

La muchacha observó la cara del hombre mientras hablaba, y sus últimas esperanzas desaparecieron. Finalmente, el hombre colgó el aparato, sobre la horquilla como una bomba a punto de ser lanzada.

—¿Un cambio de plan?

El hombre gruñó sombríamente.

—Al parecer, tienes que presentarte en Moscú enseguida.

La muchacha esbozó una breve y triste sonrisa de despedida, y luego dejó colgar sus largas piernas sobre la cama.

—Diles que salgo inmediatamente, Sergei.

2. Piste dangereuse!

James Bond estaba irritado consigo mismo. Había cometido una serie de elementales errores que un hombre de su entrenamiento y experiencia no debería haber cometido. Había sido culpable de satisfacción de sí mismo. Para decirlo en palabras más directas, había sido un condenado estúpido.

Para empezar, nunca debería haber confiado en la chica. Las mujeres que uno pesca en los casinos son, o bien sencillamente prostitutas, o se han quedado sin dinero jugando algún ridículo sistema. En cualquier caso, van a resultar muy caras y probablemente muy neuróticas. A Bond le gustaba el juego, porque para él la tensión era una forma de relajamiento, pero debería haber andado con más cuidado con la pelirroja de ojos de lince que derramaba fichas de quinientos francos con generosidad y aceptaba su oferta de bebida con una prontitud considerablemente menos discreta que el perfume que llevaba:
Fracas
, de Piget. Cualquiera que supiera que él estaba en la ciudad debería haber supuesto que haría una aparición en el casino, y podía haber organizado la cita en consecuencia.
Mea culpa
.

Bond estaba en Chamonix. M había sugerido que necesitaba unas vacaciones de algunos días y que el aire de la montaña —un poco de esquí, un paseo— le sentaría bien. En verano, para esquiar, uno tiene que subir mucho. A través del túnel del Mont Blanc, y subiendo al lado italiano de la montaña; por alguna razón, no parecía ser la misma desde Italia. Bond no albergaba en esos momentos sentimientos caritativos hacia los italianos. Estos habían aterrizado como una nube de negros
corbaux
[2]
en el casino de Chamonix, paseando de mesa en mesa arrojando fichas sobre el tapete, y haciendo demasiado ruido. En un intento de cambiar grandes cantidades de liras inflacionarias por francos afectados por la deflación jugaban a todo tan mal como sabían, y con sus codazos y sus bromas impedían que Bond se concentrase.

La muchacha dijo que venía a Chamonix cada verano, aunque en invierno esquiaba en Courchevel. Sí, el esquí en Tignes era excelente, pero el clima resultaba desapacible y había demasiados alemanes. Los alemanes no eran
sympathique
. Esperaba que a Bond no le importara. A Bond no le importaba.

La muchacha tenía también un amigo que trabajaba para Heliski. Podía transportarle a lo alto de la montaña en helicóptero, y allí encontrarían las mejores condiciones de nieve. También había cabañas con literas. Podrían pasar la noche…

Fue cuando estaban subiendo por la cara de la Aiguille du Mort cuando Bond empezó a tener dudas por primera vez. La Aiguille du Mort cae a pico durante unos seiscientos metros y todo lo que consigue agarrarse a los lisos contornos de su granítica y desolada estructura es un tenue polvo de nieve, incluso en las duras condiciones invernales. Pero no era el peligro físico lo que Bond temía. Era consciente del aislamiento hacia el que se dirigía. Sobrepasó la colina, y se encontró con un paisaje lunar cubierto de interminable nieve. La clara silueta de Chamonix desapareciendo debajo de él era como una ciudad de juguete. Por encima de su cabeza, el rotor zumbaba, y su propia respiración se helaba contra el plástico reforzado de la cabina. El viento hacía moverse la nieve en los picos como si fuera humo, y el Gyrafrance daba bandazos en las traicioneras corrientes de aire. Fuera de la cabina, la refractada imagen del piloto le devolvía la mirada fijamente como si estuviera proyectada contra la cara del acantilado. Gafas de sol tipo alas de mariposa muy ajustadas y un bigote que era como un manchón de pelo. El hombre apenas le había tocado la mano cuando fueron presentados, como si Bond fuera algo que no debía ser tocado. Algo que tuviera que ser trasladado de un lugar a otro rápidamente, y luego soltado.

El helicóptero tropezó con un bache de aire, y cayó unos tres metros. Bond sintió encogerse su estómago. Miró hacia la chica. Ésta parecía tensa, y pudo ver como los nudillos de su mano se blanqueaban al aferrarse al armazón trasero del asiento del piloto. ¿Era tan sólo culpa del vuelo?

—¿Cuándo vamos a bajar?

—Pronto, querido. La nieve estará buena. Espera y verás.

«¿Tengo otra alternativa?», pensó Bond. Le habría gustado sentir su Walther PPK 7,65 MM sujeta en la correa de su pantalón. Pero, como un condenado estúpido, la había dejado atrás, oculta en el hueco de un feo reloj de cuco que aguardaba en el exterior de su habitación en el Hotel Dahu.

Bond se ajustó sus gafas Rod 88, y examinó a la muchacha con más detención. Tenía, supuso él, una cara típicamente francesa. Un desaliño gitano presentado en forma sofisticada. Sus grises ojos almendrados raras veces daban la impresión de estar completamente abiertos, y se ocultaban entre un follaje de largas pestañas desordenadas que parecían como si hubiera acabado de lavarlas y le resultara imposible arreglarlas. Su nariz era corta y respingona, y sus labios algo prominentes, en un gesto permanente y deliberado como si estuviera a punto de echar un beso. El pelo, embutido ahora bajo un ajustado gorro de punto, estaba cortado de manera desenfadada, cayéndole sobre la frente y colgando sobre sus hombros en forma de signo de interrogación invertido.

—¿Por qué traes esto?

La muchacha señaló hacia la pequeña mochila roja que Bond se había colgado de los hombros al subir al Gyrofrance.

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