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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (3 page)

BOOK: La espía que me amó
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Había dado dos pasos hacia la puerta cuando un impulso le hizo dar media vuelta y examinar las dos alacenas. La primera no contenía nada interesante: dos edredones de plumas dobladas, unas latas de
cassoulet
[8]
y algunas velas.

La segunda estaba cerrada.

Bond apoyó su rodilla contra ella y empujó con todo el peso de su pie embutido en la bota de esquí Handson. Saltaron astillas de madera de la zona de la cerradura, y la puerta se abrió violentamente. Lo que Bond vio allí le puso enfermo. Una hermosa muchacha metida en una transparente bolsa de lavandería. Desnuda. Muerta. Sus manos atadas a la espalda. El cuerpo mutilado. Desagradables manchas de sangre en el espeso politeno. La carne magullada e hinchada.

Bond giró en redondo para mirar a Martine Blanchaud. La expresión de horror estupefacto de su cara le salvó la vida. Aquél era un giro de la rueda que ella no conocía.

Bond caminó ruidosa y torpemente a través de la habitación y empujó brutalmente la puerta. El sol de mediodía había sido lo bastante fuerte como para empezar a fundir los carámbanos, y una desigual señal como la de una trinchera seguía el contorno de los aleros. Bond agarró sus esquíes, que estaban apoyados contra la pared y los dejó caer en la nieve. «¡Maldita sea!». Había hielo en una de sus botas. Trató de meterla por la fuerza en su fijación, y luego golpeó el hielo salvajemente con la punta de su bastón. La negra y dura escarcha se separó parsimoniosamente como si fuera esculpida. Los hombres ya debían de estar cerca. Bond volvió a rascar y golpeó con su bota en el suelo salvajemente.

¡Click!

No era el sonido de la fijación cerrándose, sino el de una carabina montándose. Bond se agachó instintivamente, y el disparo hizo saltar algunas astillas de madera del lugar donde su cabeza había estado momentos antes. Uno de los esquíes estaba ya asegurado, y Bond dio un puntapié al otro, saltando luego tras él, de manera que ya no ofrecía un blanco fijo. Se deslizó sobre un esquí, alcanzando el segundo, y alargó su pie hasta ponerlo en contacto con la fijación. Una segunda bala levantó un poco de nieve a medio metro detrás de él. Bond sintió la desesperada electricidad circulando por su cuerpo. Si no podía meter la bota en su fijación… Inclinándose hacia delante con su peso en equilibrio sobre su rodilla derecha, Bond fijó el escurridizo esquí y deslizó la puntera de su bota bajo la dilatada C de metal que manipulaba el mecanismo de liberación frontal. Su tacón vaciló y luego se fijó momentáneamente en la plataforma de muelles de la sujeción posterior. Aspiró profundamente e hizo presión. El cierre automático resistió y finalmente dio un chasquido. La bota estaba sujeta.

Bond se deslizó hasta colocarse detrás de una pila de troncos enterrados por la nieve y examinó el terreno abierto delante de él. Había dos hombres con esquíes llevando trajes militares blancos de una pieza, con capuchas. Ambos iban armados con carabinas, y uno de los hombres estaba colocando una rodilla en el suelo para lograr una mejor posición de disparo. Incluso cuando se refugiaba entre los troncos, una bala pasó silbando por entre ellos levantando un pequeño surtidor de nieve. Bond se dirigió apresuradamente hacia la pendiente, corriendo en sentido contrario al que él y la muchacha habían tomado para llegar a la cabaña. Manejaba sus esquíes sobre la nieve como si se tratara de patines de hielo, y se dejó caer en posición de
schuss
apenas comenzó a coger velocidad. De esa manera ofrecía un blanco más pequeño y se movía más aprisa. Hubo otra pausa durante la que pudo oír el latido de su corazón, y luego un nuevo disparo silbó por encima de su hombro. Se irguió un poco, lo justo para echar una ojeada atrás, y después tomó por la vía más rápida.

Un segundo más tarde, se dio cuenta de que había cometido un error.

Una de las balas había llegado desde abajo. Los dos primeros hombres habían hecho el papel de batidores que lo conducían hacia el tercero. Debían de haberse dado cuenta de que tenían grandes posibilidades de ser descubiertos mientras se acercaban a la cabaña, y trazaron sus planes de conformidad con ello. Una vez más, él, James Bond, había demostrado deficiencia mental. Estaba esquiando en dirección a una trampa.

Podía ver ya al tercer hombre, a cincuenta metros por debajo de él, y a su derecha. El hombre estaba sujetando su rifle, pero no se molestaba en apuntarle. Estaba esperando ver lo que hacía Bond. Si se detenía o se acercaba más todavía.

Bond echó una mirada detrás de él. No había señal de los otros dos hombres sobre la cima de la pendiente. Abajo, escarpados riscos se alzaban a ambos lados, empujándolo hacia un estrecho y empinado corredor. Esto era lo que el tercer hombre estaba vigilando. Bond sintió un sudor frío en las axilas. «¡Piensa rápido, maldita sea! Tú mismo te has metido en esto; ahora tienes que encontrar la salida. La vida fácil ha terminado para ti, Bond. La próxima
boite
lujosa y confortable que encontrarás no será una
boite de nuit
, sino una
boite de long nuite
[9]
: un ataúd».

Bond se detuvo con un revuelo de nieve, y deslizó su mano derecha suavemente fuera de la correa de su bastón. Sujetándolo libremente, y, al igual que su pareja, lejos del cuerpo, esquió lentamente hacia el hombre, tratando de parecer lo más inocuo posible.

Inmediatamente, el hombre alzó su rifle, y luego volvió a bajarlo. Evidentemente, estaba asombrado. ¿Es que Bond se iba a entregar? ¿Dispararía o esperaría?


Qu'est-ce qui se passe?
—gritó Bond—.
C'est une zone limitée?
[10]
—se encontraba a treinta metros de distancia del hombre, y podía distinguir sus fríos y duros rasgos de calavera. El rifle se balanceó. El hombre había decidido matar.

Bond levantó el bastón en su mano derecha en un gesto que podía haber parecido como de amonestación. Sus dedos hurgaron y giraron en el punto en el que el asta de Zicral se encontraba con la empuñadura. Algo cedió, y Bond pudo sentir una presión contra la yema de su dedo pulgar revestida por el guante. El cañón de la carabina apuntaba directamente hacia su corazón, y el hombro del individuo se inclinaba hacia delante. Bond presionó el nervio de metal con una desesperación nacida del temor. Se produjo un violento relámpago amarillo, y un paquete de tripas y sangre fue arrojado a veinte pies detrás del hombre, con un ruido semejante a un latigazo. A través del humeante extremo de su bastón ahora despuntado, Bond vio como el rifle caía al suelo, las manos se dirigían involuntariamente hacia el obsceno agujero del que manaba abundante sangre, la mirada de increíble asombro en su cara, el horroroso reconocimiento, los dos pasos hacia atrás dados automáticamente por el muerto, y el colapso final en el sangriento sudario de la nieve. Duró tan sólo unos pocos segundos, pero Bond supo que el cuadro de esa muerte permanecería con él para el resto de su vida.

Otro disparo llegó desde atrás, no mejor dirigido que el resto. Despedida a las exequias. Bond se dejó caer en su ahora familiar posición agachada, y patinó hacia el corredor situado entre las rocas. Una vez logrado el ímpetu suficiente, se agachó aún más y adaptó la posición cascarón de nuevo agarrándose a sus rodillas.

Detrás de él los dos hombres no estaban pendientes de su destrozado camarada, sino de Bond. Uno de ellos se puso rápidamente en una posición de disparo, y se giró irritado cuando su camarada apartó el cañón de su rifle a un lado. El segundo hombre sonreía, señalando con su cabeza hacia el corredor: «
Aiguille du Mort
».

Bond se estaba deslizando más deprisa de lo que sus conocimientos lo permitían. El descenso era precipitado, y por debajo de él no había más que un despeñadero. Los esquíes estaban planos contra la nieve, y se deslizaban como una lancha motora que viajara a alta velocidad a través de un mar picado. El corazón le latía violentamente, y su velocidad de caída amenazaba con arrancarle las gafas del rostro. ¿Qué había más allá de la ancha y lasciva boca que se abría debajo de él? Al cabo de cinco segundos lo sabría, si no tropezaba con un borde y era catapultado contra las irregulares rocas que se erguían amenazadoras en el estrecho corredor. Se hizo un ovillo y luego, y luego… nada. La nieve desapareció de debajo de sus pies, y se vio lanzado al espacio. A centenares de metros por debajo de él, un enmarañamiento de líneas hechas por el hombre: la ciudad de Chamonix. Había esquiado desde el borde de la Aiguille du Mort.

Bond empezó a dar vueltas en el aire como una muñeca de trapo lanzada desde una ventana. La fuerza del descenso rápido arrancó un esquí de su bota, y sintió un agudo dolor en su rodilla cuando fue volteado salvajemente por el movimiento. Sus brazos abiertos de par en par rasgaban el aire tratando de lograr algo de equilibrio, pero el mundo seguía girando deprisa: granito, cielo, nieve. El viento gemía. Había sido como en sueños. El repentino choque y luego la caída, la caída, la caída. Pero en los sueños, uno se despierta antes de estrellarse contra las rocas como un excremento de ave. Bond luchó por alcanzar con el brazo derecho la parte trasera de su hombro izquierdo. El segundo esquí se había desprendido también, y ahora había una cierta norma en su descenso. Sus dedos agarraron el borde de la mochila y luego perdieron contacto. Parecía como si llevara dando puntapiés en el espacio durante varios minutos. Sujetó su hombro con la mano y hurgó desesperadamente. Esta vez los dedos sintieron algo. Un semicírculo de metal. Tiró de él y cerró los ojos.

De repente, algo detrás de él crepitó como una ametralladora, y se produjo un ondulante vislumbre de rojo, blanco y azul. Una mano gigantesca lo cogió por el cogote, y centró el panorama. Su velocidad de descenso se aminoró mágicamente y de pronto pudo ver sus botas balanceándose debajo de él. Tenía tiempo de respirar, de ver los hinchados paneles de seda encima de él, de darse cuenta de que estaba vivo.

En la ciudad de Chamonix, un anciano protegió sus ojos contra la luz del sol y miró hacia las montañas. Un hombre acababa de lanzarse en paracaídas de la Aiguille du Mort. Debía de ser inglés, porque era posible ver el lado contrario de la Union Jack en su paracaídas, y porque solamente un inglés haría algo así. «Los ingleses están locos», dijo para su interior, no sin una pizca de admiración, y apresuró su paso calle abajo por la avenida du Bouchet.

Cerca de 3.000 metros por encima de la ciudad, Sergei Borzov de SMERSH Otdyel 2, la rama de Operaciones y Ejecuciones del aparato de liquidación de la KGB rusa, yacía con la boca abierta, y contemplaba cómo su sangre fundía un agujero en la nieve. No la fundiría por mucho rato. Ya una larga sombra estaba cayendo a través de la ladera y el frío empezaba a extenderse. Nunca volvería a verla, ni al hotel sobre el mar Negro, o a los niños jugando en la playa; nada de lo que había consignado a la memoria antes de volverse hacia ella y expresarle su pasión. La habitación había sido fría, oscura y profunda como una tumba. Las cortinas agitándose bajo un viento mortecino. La sábana encima de sus pechos blancos como la nieve. Blanca como la nieve.

La sombra negra pasó sobre el hombre, y éste cerró los ojos y murió.

3. Muerte a los espías

Anya Amasova se sentía incómoda a medida que el indescriptible sedán Zis se acercaba a la familiar suciedad de la Sretenka Ulitsa. ¿Por qué querían verla con tanta urgencia? ¿Por qué no se le habían dado razones? ¿Qué era lo que ella había hecho mal? Esta última era la más persistente y preocupante consideración. Nadie que trabajaba para la KGB, o cualquier otra rama de la burocracia soviética podía permitirse creer que estaba más allá de toda acusación. El pecado original era un dogma de la fe comunista tanto como de la fe cristiana. Quizás habían descubierto su asunto con Sergei. Interrumpió su corriente de pensamientos para regañarse a sí misma. Nada de asunto; ésa era una de las expresiones que ellos utilizaban. Barata, y de mala calidad. Transitoria. Debía encontrar una forma mejor de describir lo que había sucedido. Quizás habían descubierto que ella y Sergei se habían enamorado. En la habitación había seguramente un micrófono oculto, y quizá también una cámara. Tales cosas no eran insólitas.

Pero, ¿podían poner reparos a que ellos se enamoraran? Sí, podían poner reparos a todo. El Estado era el único amante, y los castigos por la infidelidad eran severos.

—Camarada mayor.

El conductor se dio la vuelta y la miró con ojos inexpresivos. Habían llegado. Número 13 de la Sretenka Ulitsa, cuartel general de SMERSH.

Anya levantó la mirada y captó una vislumbre de sus propios ojos en el espejo retrovisor. En momentos de distracción como ésos, es cuando uno se ve tal como es, y Anya quedó trastornada ante la mirada de temor que descubrió en sus ojos. No por primera vez, se preguntó si estaba suficientemente preparada para el trabajo que el Estado había elegido para ella. Quizá sus superiores de Otdyel 4 habían llegado a la misma conclusión.

SMERSH es una contracción de
Smiert Spionam
, que significa «Muerte a los Espías». La organización emplea normalmente un total de 60.000 hombres, mujeres y travestis, aunque su número varía continuamente como resultado de pérdidas operativas y de la eliminación de los elementos débiles y poco seguros.

Los progresos de Anya Amasova dentro de Otdyel 4 de SMERSH —la sección responsable de la seguridad interna en las fuerzas armadas— habían sido firmes más que espectaculares. Era la más pequeña de las cuatro hijas de un médico rural. Con su muerte en un accidente de coche, la madre de Anya quedo agradecida por la sugerencia de la maestra de la escuela local de que Anya era una muchacha brillante que reunía aptitudes para formarse en una Escuela Técnica especial cerca de Leningrado. Anya salió airosa del examen y pronto empezó a asistir a clases de Conocimiento Político General y de Táctica, Agitación y Propaganda, y adquirió experiencia en el uso de códigos y claves. Su puntuación en Comunicaciones fue «satisfactoria», y se familiarizó con las complejidades de Contactos, Interruptores, Correos y Buzones. Su trabajo sobre el terreno fue considerado también satisfactorio. En las pruebas, recibió altas calificaciones en Vigilancia, Presencia de ánimo, Valor y Frialdad. La nota relativa a Discreción fue la media.

Después de Leningrado, llegó a la Escuela del Terror y Diversión, de Kuchino, en las afueras de Moscú. Las calificaciones de Anya en judo y atletismo fueron altas, y se convirtió en una radiotelegrafista capacitada y excelente fotógrafo. Tuvo también su primer amante, su instructor de armas portátiles que era subcampeón en los Campeonatos Soviéticos de Tiro con Fusil. Anya se convirtió en una excelente tiradora con pistola.

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