—En cualquier caso —dijo el profesor —le enviaré mis honorarios.
—Por supuesto —dijo Colin—. Le agradezco su atención, doctor…
—Y si la cosa no mejora, vengan a verme —dijo el profesor—. Siempre existe la salida de una operación, que hasta ahora no hemos ni siquiera considerado…
—Claro —dijo Chloé apretando el brazo de Colin, y esta vez rompió a llorar.
El profesor se tiraba de la perilla con ambas manos.
—Esto es muy embarazoso —dijo.
Se produjo un silencio. Detrás de la puerta transparente apareció una enfermera que dio dos golpecitos. Ante ella, en un visor verde encastrado en la puerta, se encendió la palabra «Entre».
—Ahí fuera hay un señor que me ha dicho que avisara al señor y a la señora de que había llegado Nicolás.
—Gracias, Caroña —respondió el profesor—. Puede retirarse— añadió, y la enfermera se fue.
—¡Bueno! —murmuró Colin—, vamos a despedirnos de usted, doctor…
—Sí, ciertamente… —dijo el profesor—. Hasta la vista… cuídese usted… y procure viajar.
—¿Qué? ¿Malas noticias? —dijo Nicolás sin volverse, antes de que el coche echara a andar.
Chloé seguía llorando en la tapicería blanca y Colin parecía un muerto. El olor de las aceras era cada vez más fuerte. Los vapores de éter colmaban la calle.
—No, las cosas van bien —dijo Colin.
—¿Qué tiene? —preguntó Nicolás.
—Bueno, no podía ser peor —dijo Colin.
Se dio cuenta de lo que acababa de decir y miró a Chloé.
La amaba tanto en ese momento que se habría matado por su aturdimiento.
Chloé, acurrucada en un rincón del coche, se mordía los puños. Sus lustrosos cabellos le caían sobre el rostro y el gorro de piel se le estaba escurriendo. Lloraba con todas sus fuerzas, como un bebé, pero sin hacer ruido.
—Perdóname, Chloé —dijo Colin—. Soy un monstruo.
Se aproximó a ella y la atrajo hacia sí. Le besaba los pobres ojos asustados y sentía latir su corazón en el pecho a golpes sordos y lentos.
—Vamos a curarte —dijo—. Lo que yo quería decir es que no podía suceder nada peor que verte enferma, cualquiera que sea la enfermedad…
—Tengo miedo… —dijo Chloé—. Seguro que va a operarme.
—No —dijo Colin—. Te curarás antes.
—Pero ¿qué tiene? — repitió Nicolás—. ¿Puedo hacer algo yo?
También él parecía sentirse desgraciado. Se había quebrantado mucho su aplomo ordinario.
—Cálmate, Chloé, cariño —dijo Nicolás.
—Ese nenúfar —dijo Colin—. ¿Dónde habrá podido cogerlo?
—¿Tiene un nenúfar? —preguntó Nicolás, incrédulo.
—En el pulmón derecho —dijo Colin—. Al principio, el profesor creía que se trataba solamente de un ser animal. Pero es eso. Se ha visto en la pantalla. Es ya bastante grande, pero, vamos, debe ser posible acabar con él.
—Claro que sí —dijo Nicolás.
—¡Pero vosotros no podéis saber lo que es eso! —sollozó Chloé—. ¡Duele tanto cuando se mueve!
—No llore —dijo Nicolás—. No sirve para nada y se va a fatigar.
El coche echó a andar. Nicolás lo conducía lentamente a través de los complicados edificios. El sol desaparecía poco a poco por detrás de los árboles y el viento iba refrescando.
—El doctor quiere que vaya a la montaña —dijo Colin—. Afirma que el frío matará esa porquería…
—Fue en la carretera donde cogió eso —dijo Nicolás—. Había montones de inmundicias de ésas.
—Dice también que hace falta poner flores constantemente alrededor de ella, para que el nenúfar tenga miedo —añadió Colin.
—¿Por qué? —preguntó Nicolás.
—Porque si florece, se formarán otros —dijo Colin—. Pero no le dejaremos florecer…
—¿Y eso es todo el tratamiento? —preguntó Nicolás.
—No —dijo Colin.
—¿Qué más hay?
Colin vacilaba en decirlo. Sentía llorar a Chloé contra él y odiaba el tormento que iba a tener que infligirle.
—Es menester que no beba…—dijo.
—¿Qué?… —preguntó Nicolás—. Pero ¿nada?
—No —dijo Colin.
—¡Pero de todas formas, no será nada en absoluto!
—Dos cucharadas al día… —murmuró Colin.
—¡Dos cucharadas!… —dijo Nicolás.
No dijo nada más y fijó la mirada en la carretera recta que se abría ante él.
Alise llamó dos veces y esperó. La puerta de entrada le parecía más estrecha que de costumbre. La alfombra parecía también más mate y más delgada. Nicolás acudió a abrir.
—¡Hola! —dijo éste—. ¿Vienes a verlos?
—Sí —dijo Alise—. ¿Están en casa?
—Sí —dijo Nicolás—. Chloé está ahí.
Cerró la puerta. Alise observaba la alfombra.
—Hay menos claridad que antes —dijo—. ¿A qué se debe?
—No sé —dijo Nicolás.
—Es extraño —dijo Alise—. ¿No había antes un cuadro aquí?
—No me acuerdo —dijo Nicolás.
Se pasó una mano vacilante por el pelo.
—En realidad —dijo— tiene uno la impresión de que la atmósfera no es ya la misma.
—Sí —dijo Alise—. Eso es.
Llevaba un traje sastre marrón, bien cortado, y un gran ramo de narcisos en la mano.
—Tú, en cambio —dijo Nicolás—, estás en forma. ¿Cómo va todo?
—No mal del todo —dijo Alise—. Como puedes ver, Chick me ha regalado un traje sastre…
—Te cae muy bien —dijo Nicolás.
—Tengo la suerte —dijo Alise— de tener exactamente las mismas medidas que la duquesa de Bovouard. Es de segunda mano. Chick quería tener un papel que había en uno de los bolsillos y lo compró. Miró a Nicolás y añadió:
—Pero tú no estás bien.
—¡Bueno! —dijo Nicolás—. No sé. Tengo la impresión de que me hago viejo.
—Enséñame tu pasaporte —dijo Alise.
—Rebuscó en el bolsillo de atrás del pantalón.
—Aquí está —dijo.
Alise abrió el pasaporte y palideció.
—¿Qué edad tienes? —preguntó ella en voz baja.
—Veintinueve años —dijo Nicolás.
—Mira…
Hizo la cuenta. Le salían treinta y cinco.
—No comprendo nada… —dijo.
—Debe de ser un error —dijo Alise—. No aparentas más de veintinueve años.
—Yo aparentaba veintiuno —dijo Nicolás.
—Seguramente se arreglará —dijo Alise.
—Me encanta tu pelo —dijo Nicolás—. Anda, ven a ver a Chloé.
—¿Qué es lo que sucede aquí? —dijo Alise pensativa.
—¡Oh! —dijo Nicolás—. Es esta enfermedad. Nos trastorna a todos. Esto se acabará arreglando y yo rejuveneceré.
Chloé estaba tumbada en la cama, vestida con un pijama de seda malva y una bata larga de satén pespunteada de color beige claro anaranjado. Alrededor suyo había muchísimas flores, sobre todo orquídeas y rosas. Había también hortensias, claveles, camelias, largas ramas de flores de melocotonero y de almendro, y brazadas de jazmín. Su pecho estaba al aire y una gran corola azul dividía el ámbar de su seno derecho. Tenía los pómulos levemente sonrosados y los ojos brillantes, aunque secos, y los cabellos ligeros y electrizados como hilos de seda.
—¡Pero vas a coger frío! —dijo Alise—. ¡Tápate!
—No —murmuró Chloé—. Tengo que hacerlo. Es parte del tratamiento.
—¡Qué flores más bonitas! —dijo Alise—. Colin se va a arruinar —añadió con falsa alegría para animar a Chloé.
—Sí —murmuró Chloé. Pero le salió una sonrisa triste—. Está buscando trabajo —dijo en voz baja—. Por eso no está aquí.
—¿Por qué hablas de esa manera? —preguntó Alise.
—Es que tengo mucha sed… —dijo Chloé en un susurro.
—Pero ¿de verdad que no bebes más que dos cucharadas al día? —dijo Alise.
—Sí, es verdad… —suspiró Chloé.
Alise se inclinó hacia ella y le dio un beso.
—Te vas a curar muy pronto.
—Sí —dijo Chloé—. Me voy mañana en coche con Nicolás.
—¿Y Colin? —preguntó Alise.
—Se queda aquí —dijo Chloé—. Tiene que trabajar. ¡Mi pobre Colin!… Ya no le quedan doblezones…
—¿Por qué? —preguntó Alise.
—Las flores… —contestó Chloé.
—¿Y eso crece? —murmuró Alise.
—¿El nenúfar? —dijo Chloé muy bajito—. No, yo creo que se va a marchar.
—Entonces, ¿estarás muy contenta?
—Sí —dijo Chloé—. Pero tengo tanta sed…
—¿Por qué no enciendes la luz? —preguntó Alise—. Esto está muy oscuro.
—Sí, sucede desde hace cierto tiempo —dijo Chloé—. Sucede desde hace cierto tiempo. No se puede hacer nada. Prueba.
Alise accionó el interruptor y alrededor de la lámpara se dibujó un ligero halo.
—Las lámparas se mueren —dijo Chloé—. Las paredes también se están encogiendo. Y la ventana de la habitación también.
—¿Es eso cierto? —preguntó Alise.
—Mira…
El gran ventanal que se extendía todo a lo largo de la pared no ocupaba ya más que dos rectángulos oblongos redondeados en sus extremos. En el medio del ventanal se había formado una especie de péndulo que unía los dos bordes y cerraba el camino al sol. El techo había bajado notablemente y la plataforma sobre la cual se apoyaba la cama de Colin no estaba ya muy lejos del suelo.
—Pero ¿cómo puede suceder esto? —preguntó Alise.
—No sé… —dijo Chloé—. Mira, aquí viene un poco de luz.
El ratón de los bigotes negros acababa de entrar, y traía un pequeño fragmento de una baldosa del pasillo de la cocina que expandía un vivo resplandor.
—Tan pronto como está demasiado oscuro —explicó Chloé— me trae un poquito de luz.
Acarició al animalito, que depositó su botín sobre la mesilla de noche.
—De todas maneras, has sido muy amable en venir a verme —dijo Chloé.
—Bueno… —dijo Alise—, tú sabes que te quiero mucho.
—Ya lo sé —dijo Chloé—. ¿Y Chick?
—¡Oh!, muy bien —dijo Alise—. Me ha comprado un traje sastre.
—Es bonito —dijo Chloé—. Te sienta muy bien.
Dejó de hablar.
—¿Te sientes mal? —dijo Alise—. ¡Pobrecita!
Se inclinó y acarició a Chloé en la mejilla.
—Sí —gimió Chloé—. Tengo tanta sed…
—Te comprendo —dijo Alise—. Si te doy un beso, ¿tendrás menos sed?
—Sí —dijo Chloé.
Alise se inclinó sobre ella.
—¡Oh! —suspiró Chloé—. ¡Qué labios más frescos tienes…!
Alise sonrió. Sus ojos estaban húmedos.
—¿A dónde te marchas? —preguntó.
—No lejos —dijo Chloé—. A la montaña.
Se volvió sobre el lado izquierdo.
—¿Quieres mucho a Chick?
—Sí —dijo Alise—. Pero él quiere más a sus libros.
—No sé —dijo Chloé—. Quizá sea cierto. Si no me hubiera casado con Colin, me gustaría tanto que fueras tú quien viviese con él…
Alise la besó otra vez.
Chick salió de la tienda. No había en ella nada de interés para él. Caminaba mirándose los pies calzados de cuero marrón rojizo y se asombró al comprobar que un pie trataba de tirar de él hacia un lado y el otro en la dirección opuesta. Reflexionó algunos instantes, trazó mentalmente la bisectriz del ángulo y se lanzó a lo largo de esta línea. Por poco no le atropelló un gran taxi obeso y tan sólo debió su salvación a un grácil salto que le hizo aterrizar encima de los pies de un viandante, que soltó un taco e ingresó en el hospital para que le curaran.
Chick reanudó su camino, todo derecho. En la calle Jimmy Noone había una librería cuya muestra estaba pintada a imitación del
Mahogany Hall
de Lulu White. Empujó la puerta, ésta le devolvió brutalmente el empujón y entonces, sin insistir, entró por el escaparate.
El librero estaba fumando el calumet de la paz sentado sobre las obras completas de Jules Romains, quien las concibió especialmente para este fin. Tenía un calumet de la paz muy bonito, de tierra de brezo, que llenaba con hojas de olivo.
Junto a él había una palangana para recibir sus vómitos y una toalla húmeda para refrescarse las sienes, así como un frasco de alcohol de menta Ricqles para reforzar el efecto del calumet. Elevó hacia Chick una mirada descarnada y maloliente.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Sólo quería ver los libros que tiene… —respondió Chick.
—Pase usted y vea —dijo el hombre, y se inclinó sobre la palangana, pero era una falsa alarma.
Chick avanzó hacia el fondo de la tienda. Reinaba allí un ambiente propicio al descubrimiento. Algunos insectos crujieron bajo sus pies. Olía allí a cuero viejo y al humo de las hojas de olivo, que es un olor más bien abominable.
Los libros estaban clasificados por orden alfabético, pero el comerciante no se sabía bien el abecedario, de modo que Chick encontró el rincón de Partre entre la B y la T. Se armó de su lupa y se puso a examinar las encuadernaciones. Poco tardó en detectar, en un ejemplar de
El seltz y la nata
, el célebre estudio crítico sobre las posibilidades de combinación del seltz con este derivado lácteo, una interesante huella digital. Febrilmente, sacó de su bolsillo una cajita que contenía, además de un pincel de cerdas suaves, polvos dactilares y un ejemplar del
Manual del detective modelo
, escrito por el canónigo Vouille. Operó cuidadosamente, comparó la huella con una ficha que sacó de su cartera y quedó en suspenso, anhelante. Era la huella del índice izquierdo de Partre, que hasta entonces nadie había podido encontrar más que en sus pipas viejas.
Apretando el precioso hallazgo contra su corazón, se dirigió hacia el librero.
—¿Cuánto vale éste?
El librero miró el libro y rió sarcásticamente.
—¡Ajajá! ¡Así que lo ha encontrado usted!…
—¿Qué tiene de extraordinario? —preguntó Chick, fingiendo asombro.
—¡Venga! —dijo el librero desternillándose de risa y dejando la pipa, que cayó en la palangana y se apagó.
Soltó un taco de los gordos y se frotó las manos, contento de no tener que chupar más esa infame porquería.
—Se lo pregunto de verdad… —insistió Chick.
Su corazón empezaba a flaquear y golpeaba fuerte e irregularmente en sus costillas, de una manera salvaje.
—¡Oh, oh, oh!… —dijo el librero, que se revolcaba por el suelo ahogándose de risa —. ¡Usted es un guasón!…
—Escuche —dijo Chick, turbado—, explíquese, por favor…
—Cuando pienso —dijo el librero— que para conseguir esa huella tuve que ofrecerle varias veces mi calumet de la paz y aprender prestidigitación para darle el cambiazo, en el último momento, por otro libro…
—Admitámoslo —dijo Chick—. Puesto que usted lo sabe, ¿cuánto vale?