—Es verdad —dijo Chloé.
El profesor la auscultaba. Se levantó.
—Está bien —dijo—. Evidentemente, eso ha dejado secuelas.
—¿Ah, sí? —dijo Chloé.
—Sí —dijo el profesor—. En la actualidad tiene usted un pulmón completamente inutilizado, o casi.
—¡Bueno —dijo Chloé—, no me importa mientras funcione el otro!
—Si coge usted algo en el otro, su marido lo pasará mal —dijo el profesor.
—¿Y yo no? —preguntó Chloé.
—Usted ya no —dijo el profesor.
Se levantó.
—No quiero asustarles sin necesidad, pero tengan mucho cuidado.
—Yo ya tengo mucho cuidado —dijo Chloé.
Sus ojos se agrandaron. Se pasó una mano tímidamente por el pelo.
—¿Qué puedo hacer para estar segura de no coger nada más? —dijo, y su voz casi lloraba.
—No se preocupe, pequeña —dijo el profesor—. No hay ninguna razón para que coja usted nada.
Miró en torno suyo.
—Me gustaba más su primera casa. El aire era más saludable.
—Sí —dijo Colin— pero no es culpa nuestra…
—¿A qué se dedica usted en la vida? —preguntó el profesor.
—Aprendo cosas —dijo Colin—. Y amo a Chloé.
—¿Su trabajo no le proporciona ingresos? —preguntó el profesor.
—En absoluto. Lo que yo hago no es trabajo en el sentido en que la gente lo entiende generalmente —dijo Colin.
—El trabajo es algo infecto, yo bien lo sé —murmuró el profesor—, pero lo que le gusta a uno hacer evidentemente no puede proporcionar recursos, puesto que…
Se interrumpió.
—La última vez que estuve aquí me enseñó usted un aparato que daba resultados sorprendentes. ¿Lo tiene usted todavía por casualidad?
—No —dijo Colin—. Lo vendí. Pero de todas maneras puedo ofrecerle una copa…
Tragamangos se pasó los dedos por el cuello de su camisa amarilla y se rascó el cuello.
—Le sigo. Hasta la vista señorita —dijo.
—Hasta la vista, doctor —dijo Chloé.
Se deslizó hasta el fondo de la cama y volvió a arroparse hasta el cuello. Su cara se veía clara y tierna contra las sábanas azul lavanda orladas de púrpura.
Chick atravesó la poterna de control y fichó en la máquina.
Tropezó, como de costumbre, en el umbral de la puerta metálica del pasadizo de acceso a los talleres y una humarada de vapor y de humo negro le golpeó violentamente la cara. Los ruidos comenzaban a llegarle: los sordos zumbidos de los turboalternadores generales, los silbidos de los puentes grúa sobre las viguetas entrecruzadas, el estrépito de las violentas corrientes de aire que se precipitaban sobre las chapas metálicas de la techumbre. El pasillo estaba muy oscuro, alumbrado, cada seis metros, por una bombilla rojiza cuya luz se deslizaba perezosamente sobre los objetos lisos, agarrándose, para rodearlas, a las rugosidades de las paredes y del suelo. Bajo sus pies, la chapa estriada estaba caliente y rota en algunos sitios. y por los agujeros se percibían las fauces rojas y sombrías de los hornos de piedra abajo del todo. Los fluidos pasaban, ruidosos, por grandes tuberías pintadas de gris y rojo, por encima de su cabeza, y a cada pulsación del corazón mecánico que los fogoneros ponían bajo presión, toda la armadura se flexionaba ligeramente hacia adelante con un ligero retraso y una vibración profunda. En la pared, se formaban gotas que se desprendían a veces cuando se producía una pulsación más fuerte, y, cuando una de esas gotas le caía en el cuello, Chick se estremecía.
Era un agua sin lustre y que olía a ozono. El pasadizo trazaba una curva al final y el suelo, ahora de claraboya, dominaba los talleres.
Abajo, delante de cada máquina ventruda, se debatía un hombre que luchaba por no ser descuartizado por los ávidos engranajes. Cada obrero tenía fijado en el pie derecho un pesado grillete de hierro que no se abría más que dos veces al día: a mitad de la jornada y por la tarde. Disputaban a las máquinas las piezas metálicas que salían, tableteando, de los estrechos orificios dispuestos en lo alto. Las piezas volvían a caer casi inmediatamente, si no se las recogía a tiempo, en las fauces abiertas, hormigueantes de engranajes, donde se efectuaba la síntesis.
Había aparatos de todos los tamaños. A Chick ya le era familiar este espectáculo. Él trabajaba en el extremo de uno de los talleres y su misión consistía en controlar la buena marcha de las máquinas y en dar indicaciones a los obreros para volver a ponerlas en orden cuando se detenían después de haberles arrancado un pedazo de carne.
Para purificar la atmósfera había, en algunos lugares, largos chorros de esencias que atravesaban oblicuamente la nave, relucientes de reflejos, y que condensaban alrededor suyo los humos y los polvos de metal y de aceite caliente que ascendían en columnas rectas y delgadas por encima de cada máquina. Chick levantó la cabeza. Los tubos le perseguían por todas partes. Llegó hasta la cabina del montacargas, entró y cerró la puerta detrás de él. Sacó del bolsillo un libro de Partre, apretó el botón y se puso a leer en tanto aguardaba llegar a la planta.
El choque sordo de la plataforma del montacargas contra el tope de metal le hizo salir de su estupor. Salió y se fue a su despacho, una cabina acristalada y débilmente iluminada desde donde podía vigilar los talleres. Se sentó, volvió a abrir su libro y reanudó su lectura, adormilado por la pulsación de los fluidos y el rumor de las máquinas.
Una discordancia en el estrépito general le hizo levantar la vista súbitamente. Buscó de dónde procedía el ruido sospechoso. Uno de los chorros de purificación acababa de pararse de repente en medio de la nave y permanecía en el aire como partido en dos. Las cuatro máquinas que había cesado de atender trepidaban. A distancia, se las veía agitarse y, delante de cada una de ellas, una forma se iba desplomando poco a poco. Chick dejó el libro y se precipitó fuera. Corrió hacia el cuadro de mandos y bajó rápidamente una palanca.
El chorro roto permaneció inmóvil. Parecía la hoja de una hoz y las humaredas que salían de las cuatro máquinas ascendían en el aire formando torbellinos. Abandonó el cuadro de mandos y se precipitó hacia las máquinas. Éstas se iban deteniendo lentamente. Los hombres que las atendían yacían por tierra. Sus piernas derechas estaban dobladas en ángulos extraños a causa de los grilletes, y cada una de las manos derechas de los cuatro hombres estaba seccionada por las muñecas. La sangre hervía al contacto con el metal de la cadena y esparcía en el aire un horrible olor de animal vivo carbonizado.
Chick, sirviéndose de su llave, abrió los grilletes que retenían los cuerpos y extendió éstos delante de las máquinas. Volvió a su despacho y mandó venir, por teléfono, a los camilleros de servicio. A continuación, se dirigió al tablero de mandos e intentó poner de nuevo en marcha el chorro.
No se podía hacer nada. El líquido partía bien derecho, pero, al llegar a la altura de la cuarta máquina, desaparecía, y se podía ver el corte del chorro, tan limpio como el de un hachazo.
Palpando, enojado, su libro en el bolsillo, se dirigió a la Oficina Central. En el momento de salir del taller, se apartó para dejar pasar a los camilleros, que habían apilado los cuatro cuerpos en un pequeño carro eléctrico e iban a arrojarlos al Colector General.
Continuó por un nuevo corredor. Lejos, delante de él, el carrito viró con un dulce ramoneo, dejando escapar algunas chispas blancas. En el techo, muy bajo, resonaba el ruido de sus pasos sobre el metal. El suelo ascendía un poco.
Para llegar a la Oficina central había que pasar por otros tres talleres y Chick recorría distraídamente su camino.
Llegó al fin al bloque principal y entró en el despacho del jefe de personal.
—Se ha producido una avería en los números setecientos nueve, diez, once y doce —dijo a una secretaria que estaba detrás de una ventanilla—. Opino que hay que reemplazar a los cuatro hombres y llevarse las máquinas. ¿Puedo hablar al jefe de personal?
La secretaria manipuló varios botones rojos instalados en una mesa de caoba barnizada y dijo: «Entre, le espera».
Chick entró y se sentó. El jefe de personal le miró, inquisitivo.
—Me hacen falta cuatro hombres —dijo Chick.
—Está bien —dijo el jefe de personal —, mañana los tendrá.
—Uno de los chorros de purificación ha dejado de funcionar —añadió.
—Eso ya no es asunto mío —dijo el jefe de personal—. Vaya aquí al lado.
Chick salió y cumplimentó las mismas formalidades antes de entrar en el despacho del jefe de material.
—Uno de los chorros de purificación de los setecientos ha dejado de funcionar —dijo.
—¿Del todo?
—No llega a la otra punta —dijo Chick.
—¿No ha podido usted volver a ponerlo en marcha?
—No —dijo Chick—, no hay nada que hacer.
—Voy a inspeccionar su taller —dijo el jefe de material.
—Mi rendimiento está bajando —dijo Chick—. Dése prisa.
—Eso no es asunto mío —dijo el jefe de material—. Vaya a ver al jefe de producción.
Chick pasó al bloque contiguo y entró en el despacho del jefe de producción. En él había una mesa violentamente iluminada y, detrás de ella, pegado a la pared, un gran panel de vidrio esmerilado sobre el cual se desplazaba muy lentamente hacia la derecha el extremo de una línea roída, como una oruga por el borde de una hoja; debajo del panel, las agujas de grandes niveles circulares con visores cromados giraban aún más lentamente.
—Su producción está bajando en un cero siete por ciento —dijo el jefe— ¿Qué sucede?
—Hay cuatro máquinas fuera de servicio —dijo Chick.
—Si llega al cero ocho, está usted despedido —dijo el jefe de producción.
Consultó el nivel, girando sobre su sillón cromado.
—Cero setenta y ocho —dijo—. Yo, que usted, ya me iría preparando.
—Es la primera vez que me sucede —dijo Chick.
—Lo siento —dijo el jefe de producción—. Quizá se le pueda cambiar de sección…
—No me interesa —dijo Chick—. No me interesa trabajar. A mí no me gusta esto.
—Nadie tiene derecho a decir eso —dijo el jefe de producción—. Queda usted despedido —añadió.
—Yo no podía hacer nada —dijo Chick—. ¿Qué es la justicia?
—Nunca he oído hablar de eso —dijo el jefe de producción—. Tengo trabajo, debo añadir.
Chick salió del despacho. Volvió al del jefe de personal.
—¿Me pueden liquidar? —preguntó.
—¿Qué número? —preguntó el jefe de personal.
—Taller setecientos. Ingeniero.
—Está bien.
Se volvió hacia su secretaria y dijo:
—Haga usted lo que haga falta.
A continuación, habló por su teléfono interior.
—¡Oiga! —dijo—. Un ingeniero de recambio, tipo cinco, para el taller setecientos.
—Ya está —dijo la secretaria, dándole un sobre a Chick—. Ahí tiene sus ciento diez doblezones.
—Gracias —dijo Chick, y se marchó.
Se cruzó con el ingeniero que iba a sustituirle, un joven delgado y rubio de aspecto cansado. Se dirigió al ascensor más próximo y entró en él.
—¡Entre! —gritó el grabador de discos.
Miró hacia la puerta. Era Chick.
—Buenos días —dijo Chick. —Vengo a verle otra vez por esas grabaciones que le traje.
—Permítame que haga la cuenta —dijo el otro—. Por las treinta caras, confección de útiles, grabación con el pantógrafo de veinte ejemplares numerados, por cada cara, eso le hace, uno con otro, ciento ocho doblezones. Se lo dejo en ciento cinco.
—Aquí tiene —dijo Chick. —Tengo un cheque de ciento diez doblezones; se lo endoso y me devuelve usted cinco doblezones.
—De acuerdo —dijo el grabador.
Abrió el cajón y le dio a Chick un billete de cinco doblezones completamente nuevo.
Los ojos de Chick se extinguían en su rostro.
Isis se bajó. Nicolás conducía el coche. Miró el reloj y la siguió con la mirada, hasta que entró en casa de Colin y Chloé. Llevaba un uniforme nuevo de gabardina blanca y una gorra de cuero también blanco. Estaba rejuvenecido, pero su expresión inquieta delataba un profundo desasosiego.
La escalera disminuía bruscamente de ancho en la planta de Colin, pudiendo Isis tocar a la vez y sin abrir los brazos la barandilla y la fría pared. La alfombra ya no era más que un ligero plumón que apenas cubría la madera. Llegó al rellano, recuperó un poco el aliento y llamó.
No acudió nadie a abrir. En la escalera, no se oía más que, de vez en cuando, un ligero crujido seguido de una salpicadura húmeda cuando un escalón se estiraba.
Isis llamó otra vez. Desde el otro lado de la puerta podía percibir el ligero estremecimiento del martillo de acero sobre el metal. Empujó un poco la hoja y ésta se abrió de golpe.
Entró y tropezó con Colin. Descansaba tendido en el suelo, la cara apoyada en éste, de lado y con los brazos hacia delante… Tenía los ojos cerrados. En la entrada estaba oscuro.
En torno a la ventana se percibía un halo de claridad que no lograba penetrar. Respiraba quedamente. Estaba dormido.
Isis se inclinó, se arrodilló junto a él y le acarició la mejilla. Su piel se estremeció levemente y sus ojos se movieron bajo los párpados. Miró a Isis y pareció volverse a dormir. Isis le sacudió suavemente. Colin se sentó, ocultó un bostezo y dijo:
—Estaba durmiendo.
—Ya veo —dijo Isis—. ¿No duermes ya en su cama?
—No —dijo Colin—. Quería estar aquí para esperar al médico e ir a comprar flores.
Parecía completamente despistado.
—¿Qué es lo que pasa? —dijo Isis.
—Chloé —dijo Colin—. Tose otra vez.
—Será un poco de irritación que queda —dijo Isis.
—No —dijo Colin—. Es el otro pulmón.
Isis se levantó y corrió hacia la habitación de Chloé. La madera del parqué salpicaba bajo sus pasos. No reconocía la habitación. En su cama, Chloé, la cabeza medio oculta en la almohada, tosía, sin ruido, pero sin pausa. Cuando oyó entrar a Isis se incorporó un poco y cobró aliento. Esbozó una débil sonrisa cuando Isis se acercó a ella, se sentó en la cama y la tomó en sus brazos como si fuera un niñito enfermo.
—No tosas, Chloé, cariño —murmuró Isis.
—Qué flor más bonita —dijo Chloé en un soplo, respirando el gran clavel rojo prendido en los cabellos de Isis—. Esto hace bien —añadió.
—¿Estás enferma todavía? —dijo Isis.
—Yo creo que es el otro pulmón —dijo Chloé.