—¿Puedo cogerlas? —dijo Colin—. ¿Para Chloé?
—Si las separa del acero morirán. Son también de acero, sabe…
—No es posible —dijo Colin.
Delicadamente, cogió una rosa y trató de romper el tallo.
Hizo un falso movimiento y uno de los pétalos le desgarró la mano a lo largo de varios centímetros. De ella corrían, con pulsaciones lentas, grandes borbotones de sangre oscura que tragaba maquinalmente. Miraba el pétalo blanco marcado con una media luna roja y el hombre le dio unos golpecitos en el hombro y le empujó con suavidad hacia la puerta.
Chloé dormía. Durante el día, el nenúfar le prestaba a su piel su bello color crema, pero durante el sueño no valía la pena y volvían las manchas rojas de sus mejillas. Sus ojos eran dos marcas azuladas bajo su frente y de lejos no se sabía si estaban abiertos. Colin estaba sentado en una silla en el comedor y esperaba. En torno de Chloé había muchas flores. Colin podía esperar todavía algunas horas antes de ir a buscar otro trabajo. Quería descansar para causar buena impresión y obtener un empleo verdaderamente remunerador. En la sala era casi de noche. La ventana se había cerrado hasta diez centímetros del alféizar y la luz ya no entraba más que en forma de una estrecha franja. Colin sólo tenía iluminados la frente y los ojos. El resto de su cara vivía en la sombra. Su tocadiscos ya no funcionaba; había que darle cuerda a mano para cada disco y eso le fatigaba. Además, también se desgastaban los discos. Ahora, en algunos apenas se reconocía la melodía. Él creía que si Chloé necesitara algo, el ratón vendría en seguida a avisarle. ¿Se casaría Nicolás con Isis? ¿Qué traje llevaría Isis en la boda? ¿Quién llamaba a la puerta?
—¡Hola, Alise! —dijo Colin—. ¿Vienes a ver a Chloé?
—No —dijo Alise—. Simplemente vengo.
Podrían quedarse en el comedor. Con los cabellos de Alise había más luz. Sólo quedaban dos sillas.
—Te aburrías —dijo Colin—. Sé lo que es eso.
—Chick se ha quedado metido en su casa.
—Tú has salido a buscar algo —dijo Colin.
—No —dijo Alise—, tengo que quedarme fuera de casa.
—Comprendo —dijo Colin—. Está pintando…
—No —dijo Alise—. Está con todos sus libros, pero no quiere saber nada más de mí.
—¿Le has hecho una escena? —preguntó Colin.
—No —dijo Alise.
—Habrá comprendido mal lo que le hayas dicho, pero cuando se le pase el enfado, tú le explicarás las cosas.
—Él me ha dicho sencillamente que no tenía más doblezones que los justos para hacer encuadernar en piel de nada el último libro que ha comprado —dijo Alise—, y que no podía tolerar tenerme con él porque no me podía dar nada, y no quería que me pusiera fea y con las manos estropeadas.
—Tiene razón —dijo Colin—. Tú no debes trabajar.
—Pero yo quiero a Chick —dijo Alise—. Yo habría trabajado para él.
—Eso no resuelve nada —dijo Colin—. Además, tú no puedes trabajar, eres demasiado bonita.
—Pero, ¿por qué me ha puesto en la calle? —dijo Alise—. ¿He dejado de ser tan bonita como era?
—Yo no sé —dijo Colin—, pero a mí me gusta mucho tu pelo y tu cara.
—Mira —dijo Alise.
Se levantó, tiro de la anillita de su cremallera y el vestido cayó al suelo. Era un vestido claro de lana.
—Sí… —dijo Colin.
La pieza estaba ahora muy iluminada y Colin podía ver a Alise por completo. Sus senos parecían estar dispuestos a salir volando y los largos músculos de sus finas piernas eran firmes y cálidos al tacto.
—¿Puedo besarte? —dijo Colin.
—Sí —dijo Alise—. Me gustas mucho.
—Vas a coger frío —dijo Colin.
Alise se acercó a él. Se sentó en sus rodillas y sus ojos se pusieron a llorar sin ruido.
—¿Por qué no me quiere ya? —Colin la mecía suavemente.
—No lo entiendo. Sin embargo ¿sabes, Alise?, es un buen muchacho.
—Me quería mucho —dijo Alise—. ¡Creía que sus libros aceptarían compartir su cariño conmigo!, pero no es posible.
—Vas a coger frío —dijo Colin.
La besaba y le acariciaba los cabellos.
—¿Por qué no te conocí a ti antes? —dijo Alise—. Te habría querido tanto… pero ahora ya no puede ser. Yo, a quien quiero es a él.
—Lo sé —dijo Colin—. Yo también a la que más quiero ahora es a Chloé.
La hizo levantarse y recogió su vestido.
—Póntelo, gatita —dijo—. Vas a coger frío.
—No —dijo Alise—. Y, además, eso no importa.
Ella se vistió maquinalmente.
—No me gusta que estés triste —dijo Colin.
—Eres muy bueno —dijo Alise—, pero estoy muy triste. De todas maneras, creo que podré hacer algo por Chick.
—Lo que debes hacer es irte a casa de tus padres —dijo Colin—. Quizá quieran admitirte… O a casa de Isis.
—Pero Chick no estará allí —dijo Alise—. Y yo no puedo estar en ningún sitio si Chick no está conmigo.
—Volverá —dijo Colin—. Yo iré a verle.
—No —dijo Alise—. Nadie puede entrar en su casa. Está siempre encerrado con llave.
—De todas maneras, le veré —dijo Colin—. O, si no, será él quien venga a verme.
—No lo creo —dijo Alise—. Ya no es el mismo Chick.
—Que sí, mujer —dijo Colin—. Las personas no cambian. Son las cosas las que cambian.
—No sé —dijo Alise.
—Te acompaño —dijo Colin—. Tengo que ir a buscar trabajo.
—Yo no voy en esa dirección —dijo Alise.
—Te acompaño hasta abajo —dijo Colin.
Ella estaba frente a él. Colin puso sus manos en los hombros de Alise. Colin sentía el calor de su cuello y los cabellos suaves y rizados cerca de su piel. Contorneó el cuerpo de Alise con sus manos. Alise ya no lloraba. Tenía aire de estar ausente.
—No quiero que hagas tonterías —dijo Colin.
—¡Oh, no! —dijo Alise—. Yo no voy a hacer ninguna tontería…
—Vuelve a verme si te aburres —dijo Colin.
—A lo mejor vuelvo a verte —dijo Alise.
Miró al interior. Colin la cogió de la mano. Bajaron la escalera. Resbalaban de vez en cuando en los escalones húmedos. Abajo, Colin se despidió de ella. Alise se quedó de pie mirándole marchar.
El último libro justamente acababa de llegar de casa del encuadernador y Chick lo estaba acariciando antes de volver a colocarlo en su estuche. Estaba recubierto de piel de nada, espesa y verde, y el nombre de Partre se destacaba en letras huecas sobre la encuadernación. En una sola estantería Chick tenía toda la edición normal, y todas las variantes, los manuscritos, las primeras impresiones y las páginas especiales ocupaban nichos especiales en el espesor del muro.
Chick suspiró. Alise se había ido por la mañana. Él se había visto obligado a decirle que se marchara. Sólo le quedaban un doblezón y un trozo de queso, y su ropa le estorbaba para colgar la ropa vieja de Partre que el librero le proporcionaba de milagro. No recordaba qué día la había besado por última vez. No podía perder el tiempo besándola. Tenía que reparar el tocadiscos para aprenderse de memoria el texto de las conferencias de Partre. Si algún día llegaban a romperse los discos, tenía que poder conservar el texto.
Todos los libros de Partre estaban allí, todos los publicados. Para las lujosas encuadernaciones protegidas por estuches de piel, los tejuelos dorados, los ejemplares preciosos con grandes márgenes azules, las tiradas limitadas en papel matamoscas o vergé Cintorix, estaba reservada una pared entera dividida en delicadas celdillas guarnecidas de terciopelo. Cada obra ocupaba una celdilla. Adornando la pared frontera, colocados en montones encuadernados en rústica, estaban los artículos de Partre, extraídos con fervor de las revistas y de las innumerables publicaciones periódicas que se dignaba honrar con su fecunda colaboración.
Chick se pasó la mano por la frente. ¿Cuánto tiempo hacía que Alise vivía con él?… Los doblezones de Colin estaban destinados a que se casara con ella, pero a ella eso no le importaba tanto. Alise se conformaba con esperarle, y se conformaba con estar con él, pero no se puede aceptar de una mujer que esté con uno simplemente porque le ame. Él también la amaba. Pero no podía dejarle perder el tiempo, pues ella había dejado de interesarse por Partre. ¿Cómo no sentir interés por un hombre como Partre?… capaz de escribir cualquier cosa, sobre cualquier tema, y con tal precisión…
Partre a buen seguro tardaría menos de un año en hacer su
Enciclopedia de la náusea
y la duquesa de Bovouard colaboraría en esta obra y habría manuscritos extraordinarios. Lo que hacía falta, de aquí a entonces, era ganar los doblezones suficientes para obtener y reservar por lo menos una entrada con que pagar al librero. Chick no había pagado los impuestos. Su importe le era de mayor utilidad en forma de un ejemplar de
El agujero de santa Colomba
. A Alise le habría gustado más que Chick empleara sus doblezones en pagar los impuestos; le había propuesto incluso vender algo suyo para este fin. Él aceptó, y le vino justo para pagar la encuadernación de
El agujero de santa Colomba
. Alise podía prescindir perfectamente de su collar.
No sabía si volver a abrir la puerta. A lo mejor estaba ella detrás esperando a que diera vuelta a la llave. No creía. Sus pasos resonaban en la escalera como un pequeño martilleo de intensidad decreciente. Ella podría volver con sus padres y reanudar sus estudios. Al fin y al cabo, no habría sufrido más que un ligero retraso. Los cursos que se han perdido se pueden recuperar rápidamente. Pero Alise ya no estudiaba.
Se ocupaba demasiado de los asuntos de Chick y de darle de comer y de plancharle la corbata. Pensándolo bien, no pagaría en absoluto los impuestos. ¿Acaso había ejemplos de que fueran a hostigarle a uno a su casa por no pagarlos?
Eso no sucede. Se puede hacer un pago a cuenta, un doblezón, por ejemplo, y luego le dejan a uno tranquilo y no se habla más de ello durante algún tiempo. ¿Acaso un señor como Partre pagaba impuestos? Probablemente, pero, después de todo, desde el punto de vista moral, ¿es recomendable pagar los impuestos para tener, como contrapartida, el derecho de que le detengan a uno porque otros pagan los impuestos que sirven para mantener a la policía y a los altos funcionarios? Es un círculo vicioso que hay que romper; que no pague nadie durante un tiempo suficientemente largo y los funcionarios morirán de consunción y ya no habrá más guerras.
Chick levantó la tapa de su tocadiscos de dos platinas y puso dos discos diferentes de Jean-Sol Partre. Quería escuchar los dos al mismo tiempo para hacer surgir ideas nuevas del choque entre dos ideas viejas. Se colocó a igual distancia de los dos altavoces para que su cabeza se encontrara justamente en el lugar en que se habría de producir este choque y conservara, automáticamente, los resultados del impacto.
Las agujas crepitaron sobre el reborde del principio, se alejaron en el hueco del surco y las palabras de Partre resonaron en el cerebro de Chick. Desde el lugar que ocupaba, miraba por la ventana, y pudo comprobar que, aquí y allá, se elevaban sobre los tejados humaredas de grandes volutas azules coloreadas de rojo por abajo, como el papel cuando arde. Veía maquinalmente cómo el rojo ganaba terreno al azul, y las palabras chocaban entre sí con grandes resplandores, abriendo a su cansancio un campo de reposo suave como el musgo en el mes de mayo.
El senescal de la policía sacó su silbato del bolsillo y lo utilizó para golpear un enorme gong peruano que colgaba tras de él. Se oyó una galopada de botas claveteadas en todos los pasillos, el ruido de sucesivas caídas y, por el tobogán, irrumpieron en su despacho seis de sus mejores agentes.
Se levantaron, se sacudieron las nalgas para quitarse el polvo y se pusieron en posición de firmes.
—¡Douglas! —llamó el senescal.
—¡Presente! —respondió el primer agente.
—¡Douglas! —repitió el senescal.
—¡Presente! —dijo el segundo.
Siguió pasando lista. El senescal de la policía no era capaz de retener el nombre de todos sus hombres y Douglas se había convertido en su nombre genérico tradicional.
—¡Misión especial! —ordenó.
Con idéntico gesto, los seis agentes pusieron la mano en el bolsillo posterior para dar a entender que estaban provistos de su igualizador de doce chorros.
—¡La dirigiré personalmente! —subrayó el senescal.
Golpeó violentamente el gong. Se abrió la puerta y apareció un secretario.
—Voy a salir —anunció el senescal—. Misión especial. Tome blocnota.
El secretario tomó su bloc y su lapicero y adoptó la posición reglamentaria de registro número seis.
—Recaudación de impuestos en casa del señor Chick con detención previa —dictó su jefe—. Felpa de matute y amonestación severa. Embargo total o incluso parcial; complicado con violación de domicilio.
—¡Anotado! —dijo el secretario.
—En marcha, Douglas —ordenó el senescal de la policía.
Se levantó y se puso a la cabeza de la escuadra, que inició la marcha pesadamente, imitando, con sus doce pies, el vuelo del cuco de los panales. Los seis hombres llevaban un mono de cuero negro, blindado en el pecho y en los hombros, y un casco de acero ennegrecido en forma de pasamontañas que descendía bastante por la parte de la nuca y protegía las sienes y la frente. Todos iban calzados de pesadas botas metálicas. El atuendo del senescal era parecido, sólo que de cuero rojo, y en sus hombros brillaban dos estrellas de oro. Los igualizadores abultaban los bolsillos de atrás de sus acólitos; él llevaba en la mano una pequeña porra de oro y de su cinturón colgaba una pesada granada dorada.
Descendieron por la escalera de honor y el centinela se puso firme mientras que el senescal llevaba la mano a su casco. Un coche especial esperaba a la puerta. El senescal se sentó en la parte posterior completamente solo, y los seis agentes se distribuyeron en los estribos, los dos más gordos de un lado y los cuatro delgados del otro. El conductor llevaba también un mono de cuero negro, pero no casco. Arrancó. El coche no tenía ruedas, sino una multitud de pies vibrátiles, de manera que no había peligro de que las balas perdidas pincharan los neumáticos. Los pies refunfuñaron sobre el pavimento y el conductor hizo un viraje cerrado en la primera bifurcación; en el interior se tenía la impresión de estar en la cresta de una ola que rompe.
Mientras veía alejarse a Colin, Alise le decía adiós con todas las fuerzas de su corazón. Amaba tanto a Chloé; iba a buscar trabajo por ella, para poder comprar flores y luchar contra el horror que la devoraba dentro del pecho. Los anchos hombros de Colin se iban hundiendo un poco, parecía tan cansado, sus cabellos rubios no estaban ya peinados y ordenados como en otro tiempo. Chick sabía mostrarse tan dulce hablando de un libro de Partre o explicando a Partre. En realidad, no puede prescindir de Partre, nunca se le ocurrirá la idea de buscar otra cosa cualquiera. Partre dice todo lo que él querría saber decir. No se debe dejar a Partre que escriba esa enciclopedia, sería la muerte de Ghick, robaría, mataría a un librero. Alise se puso lentamente en camino. Partre pasa los días en una taberna, bebiendo y escribiendo con otros como él que acuden a beber y a escribir, beben té de los Mares y licores suaves, lo cual les evita tener que pensar en lo que están escribiendo, y sale y entra mucha gente y esto remueve las ideas del fondo y una u otra se pesca, no hay por qué desecar todo lo superfluo, se pone un poquito de ideas y un poquito de superfluo y se diluye. La gente asimila estas cosas con mayor facilidad, es sobre todo a las mujeres a las que menos les gusta lo que es puro. El camino para llegar a la taberna no era muy largo. Desde lejos, Alise vio cómo uno de los camareros con chaquetilla blanca y pantalón color limón servía una manita de cerdo rellena a Don Evany Marqué, el célebre jugador de béisbol que, en lugar de beber, cosa que detestaba, absorbía alimentos bien sazonados para dar sed a sus vecinos. Alise entró; Jean-Sol Partre, en su sitio habitual, escribía; había allí mucha gente, que hablaba con suavidad. Milagrosamente, lo que es extraordinario, Alise vio una silla libre al lado de Jean-Sol y se sentó.