—¿Es bueno?
—Parece saber lo que se hace. Es discípulo de Gouffé.
—¿El hombre de la maleta grande? —inquirió Chick aterrado, y su bigotito negro descendió trágicamente.
—Claro que no, tonto. De Jules Gouffé, el famoso cocinero.
—Bueno, sabes, es que yo… —dijo Chick—, aparte de Jean-Sol Partre, no leo gran cosa.
Siguió a Colin por el embaldosado pasillo, acarició a los ratones y, de paso, puso unas gotitas de sol en su encendedor.
—Nicolás —dijo Colin—, le presento a mi amigo Chick.
—Buenos días, señor —dijo Nicolás.
—Buenos días, Nicolás —dijo Chick—. ¿No tiene usted una sobrina que se llama Alise?
—Sí, señor —dijo Nicolás—. Y una linda muchacha, por cierto, si se me permite el comentario.
—Se parece mucho a usted —dijo Chick—. Aunque en lo tocante al busto, haya algunas diferencias.
—Yo soy bastante ancho —dijo Nicolás— y ella está más desarrollada en sentido perpendicular, si el señor me permite esta puntualización.
—Bueno —dijo Colin—, ya estamos casi en familia. No me había dicho usted que tenía una sobrina, Nicolás.
—Mi hermana ha seguido el mal camino, señor —dijo Nicolás—. Ha cursado estudios de filosofía. No son cosas de las que guste envanecerse en una familia orgullosa de sus tradiciones…
—Bueno… —dijo Colin—, creo que tiene usted razón. Ahora, enséñenos ya ese pastel de anguila…
—Sería peligroso abrir el horno en este momento —advirtió Nicolás—. Podría producirse una desecación consecutiva a la introducción de aire menos rico en vapor de agua que el que ahora está encerrado dentro.
—Yo —dijo Chick— preferiría llevarme la sorpresa al verlo en la mesa.
—No puedo menos que aprobar al señor —dijo Nicolás—. ¿El señor me permitiría reanudar mi labor?
—Pues claro, Nicolás, por favor.
Nicolás volvió a su trabajo, que consistía en desmoldar filetes de lenguado en áspic adornados con láminas de trufa, que habrían de servir de guarnición a los entremeses de pescado. Colin y Chick salieron de la cocina.
—¿Quieres un aperitivo? —preguntó Colin—. Ya he terminado mi pianóctel, podrías probarlo.
—¿Qué tal funciona? —preguntó Chick.
—A la perfección. Me ha costado ponerlo a punto, pero el resultado ha superado todas mis esperanzas. A partir de
Black and Tan Fantasy
he conseguido una mezcla verdaderamente prodigiosa.
—¿En qué principio te basas? —preguntó Chick.
—A cada nota —dijo Colin — hago corresponder un alcohol, un licor o bien un aroma. El pedal corresponde al huevo batido y la sordina al hielo. Para el agua de Seltz hace falta un trino en el registro agudo. Las cantidades están en proporción directa a la duración: a la semifusa equivale un dieciseisavo de unidad, a la negra la unidad, y a la redonda cuatro unidades. Cuando se toca una canción lenta, se activa un sistema de registro para que no aumenten las medidas —lo que daría un cóctel demasiado abundante—, aunque sí el contenido de alcohol. Y además se puede, si se quiere, según la duración de la canción, hacer variar el valor de la unidad, reduciéndolo por ejemplo a una centésima parte, para obtener una bebida en la que se tengan en cuenta todas las armonías mediante una regulación lateral.
—Es bastante complicado, ¿eh? —dijo Chick.
—El conjunto funciona a base de contactos eléctricos y relés. No te doy detalles, tú entiendes de eso. Y además el piano funciona de verdad.
—¡Fantástico! —dijo Chick.
—Sólo hay algo fastidioso —añadió Colin—, y es el pedal para el huevo batido. He tenido que poner un sistema especial de enganche, porque cuando se toca un ritmo demasiado caliente, caen trozos de tortilla en el cóctel y resulta difícil de tragar. Lo arreglaré, pero de momento basta con tener cuidado. Y el sol grave da crema fresca.
—Me voy a hacer un cóctel a base de
Loveless Love
—dijo Chick—. Va a ser algo tremendo.
—Está todavía en el cuarto trastero, donde me he hecho un taller —dijo Colin—, porque no he tenido tiempo de atornillar las placas de protección. Ven. Vamos a ver. Voy a ajustarlo para dos cócteles de veinte centilitros aproximadamente para empezar.
Chick se sentó al piano. Cuando terminó la pieza, una parte del panel delantero se abatió con un golpe seco y apareció una fila de vasos. Dos de ellos estaban llenos hasta el borde de una apetitosa mezcolanza.
—Tengo un cierto temor —dijo Colin—. Ha habido un momento en que has dado una nota falsa. Por suerte, estaba en la armonía.
—¿Pero este cacharro tiene en cuenta la armonía? —dijo Chick.
—No del todo —dijo Colin—. Sería demasiado complicado. Tiene unas pocas limitaciones. Anda, bebe, y vamos a la mesa.
—Este pastel de anguila está exquisito —dijo Chick—. ¿Quién te dio la idea de hacerlo?
—Fue Nicolás quien tuvo la idea —dijo Colin—. Hay, mejor dicho, había una anguila que se asomaba todos los días a su lavabo por el grifo del agua fría.
—Es curioso —dijo Chick—. ¿Por qué lo hacía?
—La anguila sacaba la cabeza y se merendaba el tubo de dentífrico apretando por arriba con los dientes. Nicolás sólo usa un dentífrico americano con sabor a piña y, por lo visto, la tentó.
—¿Y cómo la capturó? —preguntó Chick.
—Puso una piña entera en lugar del tubo. Cuando se comía la pasta de los dientes, podía engullírsela y volver a esconder la cabeza enseguida, pero con la piña entera la cosa cambia, y cuanto más tiraba, más se le hundían los dientes en la piña. Entonces Nicolás…
Colin se calló.
—¿Qué hizo Nicolás? —dijo Chick.
—No me atrevo a decírtelo, a lo mejor te quita el apetito.
—Vamos… anda —dijo Chick—. No me queda casi nada.
—Nicolás entró en ese preciso momento y le seccionó la cabeza con una hoja de afeitar. Después abrió el grifo y salió el resto.
—¿y eso es todo? —dijo Chick—. Sírveme más pastel. Espero que la anguila tenga una familia numerosa dentro de la tubería.
—Nicolás ha puesto pasta de dientes de sabor a frambuesa, a ver qué pasa… —dijo Colin—. Pero dime, ¿esa Alise de que hablaste a Nicolás…?
—La tengo en cartera ahora. La conocí en una conferencia de Jean-Sol. Estábamos los dos tumbados boca abajo debajo del estrado, y así nos conocimos.
—¿Cómo es esa chica?
—No sé decirte —añadió Chick—. Es guapa…
—Ya.
Nicolás volvía. Traía el pavo.
—Pero siéntese con nosotros, Nicolás —dijo Colin—. Al fin y al cabo, como decía Chick, usted es casi de la familia.
—Primero voy a ocuparme de los ratones, si el señor no tiene inconveniente. Ahora vuelvo, el pavo ya está trinchado… la salsa está ahí…
—Vas a ver —dijo Colin—. Es una salsa de crema de mango y de enebrina cosida dentro de lonjas de ternera tejidas. Se aprieta encima y sale en forma de filetes.
—¡Estupendo! —dijo Chick.
—¿No podrías darme una idea de cómo conseguiste entrar en relación con ella?… —prosiguió Colin.
—Bueno… —dijo Chick—, yo le pregunté si le gustaba Jean-Sol Partre, y ella me contestó que coleccionaba sus obras…
Entonces yo le dije «yo también», y cada vez que yo le decía algo ella contestaba «yo también», y viceversa… Entonces, al final, para hacer un experimento existencialista, le dije: «Te quiero mucho», y ella dijo: «¡Oh!».
—El experimento falló —dijo Colin.
—Sí —dijo Chick—. Pero de todas formas no se marchó. Entonces le dije: «Yo voy por aquí», y ella dijo: «Yo no», y añadió: «Yo voy por aquí».
—Extraordinario —dijo Colin.
—Bueno, entonces yo dije: «Yo también» —añadió Chick— Y me fui con ella a todas partes…
—¿Y cómo terminó todo? —dijo Colin.
—¡Bah!… —dijo Chick—. Era el momento de irse a la cama…
Colin se atragantó y se bebió medio litro de borgoña antes de recuperarse.
—Mañana voy con ella a patinar —dijo Chick—. Es domingo. ¿Te quieres venir? Vamos por la mañana porque no hay mucha gente. Me fastidia un poco —observó— porque yo patino mal, pero podremos hablar de Partre.
—Bueno, iré… —prometió Colin—. Iré con Nicolás… A lo mejor tiene otras sobrinas…
Colin bajó del metro y subió las escaleras. Se equivocó de salida y tuvo que dar la vuelta a la estación para orientarse. Determinó la dirección del viento con un pañuelo de seda amarillo y el color del pañuelo, transportado por el viento, se posó en un gran edificio de forma irregular que adoptó así el aspecto de la pista de patinaje Molitor.
Daba hacia él la piscina de invierno. Pasó de largo y, por la fachada lateral, penetró en aquel organismo petrificado atravesando una puerta de dos hojas batientes, acristaladas y con rejas de cobre. Presentó su tarjeta de socio, y ésta guiñó el ojo al inspector por medio de dos agujeritos redondos ya practicados en ella. El inspector respondió con una mirada de complicidad, pero no por eso dejó de abrir un tercer agujero en la cartulina anaranjada, y la tarjetita quedó ciega. Sin escrúpulo alguno, Colin la volvió a colocar en su portapiel de monedas de Rusia y tomó a la izquierda por el pasillo solado de caucho que conducía a las filas de cabinas. En la planta baja no quedaba ya ninguna libre, así que subió la escalera de hormigón, cruzándose con seres gigantescos por estar encaramados sobre cuchillas metálicas verticales, que se esforzaban por hacer cabriolas con naturalidad pese a los evidentes impedimentos. Un hombre con chándal blanco le abrió una cabina, se guardó la propina que, aunque se supone que se dan para beber, le serviría para comer, porque tenía cara de mentiroso, y lo dejó abandonado en aquella celda después de haber trazado las iniciales del cliente con una desganada tiza en un rectángulo ennegrecido dispuesto a tal efecto en el interior. Colin observó que el tipo no tenía cabeza de hombre, sino de paloma, y no pudo comprender por qué le habían destinado al servicio de la pista de patinaje, en lugar de a la piscina.
De la pista subía un rumor ovalado que la música de los altavoces, diseminados por doquier, complicaba. El deslizamiento de los patinadores no alcanzaba aún el nivel sonoro de los momentos de gran afluencia, cuando presenta una cierta analogía con el ruido de los pasos de un regimiento sobre el barro que salpicara el adoquinado. Colin buscó con la vista a Alise y a Chick, pero no los vio en el hielo. Nicolás vendría a buscarle un poco más tarde; tenía todavía que hacer en la cocina para preparar la comida del mediodía.
Colin se desató los zapatos y advirtió que las suelas estaban partidas. Sacó del bolsillo un rollo de tafetán engomado, pero no quedaba bastante. Colocó entonces los zapatos en un charquito que se había formado debajo de la banqueta de cemento y los regó con abono concentrado para que el cuero volviera a crecer. Se puso un par de calcetines de lana con anchas franjas amarillas y violetas alternas y se calzó los patines. Las cuchillas de éstos estaban divididas en dos por la parte de delante para poder hacer los cambios de dirección con mayor facilidad.
Salió de la cabina y volvió a bajar un piso. Los pies se le torcían un poco en las alfombras de caucho perforado que revestían los pasillos de hormigón. En el momento en que iba a lanzarse a la pista, tuvo que volver a subir a toda prisa los dos escalones de madera para no caer: una patinadora, al terminar de trazar una magnífica águila grande, acababa de poner un gran huevo que se estrelló contra los pies de Colin.
Mientras uno de los pajes-limpiadores venía a recoger los fragmentos esparcidos, Colin divisó a Chick y a Alise, que llegaban por el otro extremo de la pista. Les hizo una señal que no vieron y Colin se lanzó a su encuentro, pero no tuvo en cuenta la circulación giratoria. La consecuencia fue la rápida formación de un considerable montón de patinadores que protestaban, a los que vinieron a sumarse, de segundo en segundo, seres humanos que agitaban el aire desesperadamente con los brazos, con las piernas, con los hombros y con sus cuerpos enteros antes de confundirse con los primeros que habían caído sobre el hielo. Como el sol había hecho derretirse la superficie de éste, por debajo del amasijo humano se oía un chapoteo.
En poco tiempo, nueve décimos de los patinadores se habían congregado allí, con lo que Chick y Alise disponían de la pista entera para ellos solos, o casi. Se aproximaron a la masa hormigueante, y Chick, reconociendo a Colin por sus patines bífidos, le sacó de ella cogiéndole por los tobillos. Se dieron la mano. Chick presentó a Alise y Colin se puso a la izquierda de ésta, a cuyo lado derecho estaba ya Chick.
Al llegar al extremo derecho de la pista se apartaron para dejar sitio a los pajes-limpiadores que, desesperando de encontrar entre la montaña de víctimas otra cosa que pingajos sin interés de individualidades disociadas, se habían armado de rasquetas para hacer desaparecer a la totalidad de los caídos, a los que empujaban hacia el sumidero de desechos, entonando el himno de Molitor compuesto por Vaillant-Couturier en 1709 y que comienza con las siguientes palabras:
Señores y señoras, sírvanse evacuar la pista (por favor) para poder proceder a la limpieza…
, todo él puntuado por golpes de claxon destinados a mantener vivo en el fondo de los ánimos más templados un estremecimiento de incoercible terror.
Los patinadores que aún quedaban en pie aplaudieron la iniciativa y la trampilla se cerró sobre el conjunto. Chick, Alise y Colin musitaron una breve oración y volvieron a ejecutar sus evoluciones.
Colin miraba a Alise. Llevaba ésta, por extraño azar, una sudadera blanca y una falda amarilla. Zapatos blancos y amarillos y patines de hockey. Medias de seda color humo y calcetines blancos vueltos tres veces sobre los tobillos por encima de los zapatos de tacón bajo y cordones blancos de algodón. Completaba su atuendo un pañuelo de seda color verde vivo y un pelo rubio extraordinariamente espeso que enmarcaba su rostro con una apretada masa rizada. Para mirar se servía de unos ojos azules muy abiertos y su volumen estaba contenido por una piel fresca y dorada. Tenía brazos y pantorrillas llenitos, la cintura fina y un busto tan bien dibujado que parecía de foto.
Colin se volvió a mirar hacia el otro lado para recuperar el equilibrio. Lo consiguió y, bajando los ojos, preguntó a Chick si había pasado el pastel de anguila sin dificultad.
—No me hables de ese asunto —dijo Chick—. He pasado la noche pescando en mi grifo, para ver si yo encontraba también una. Pero en mi casa sólo aparecen truchas.