La Estrella de los Elfos (30 page)

Read La Estrella de los Elfos Online

Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: La Estrella de los Elfos
2.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Por qué crees que lo llamaban Gandalf el Gris? ¡No era por el color de sus ropas! —añadió el dragón, con aire siniestro.

Aleatha abandonó la estancia.

Haplo se incorporó para salir tras ella e hizo un breve gesto al perro, que rara vez apartaba los ojos de su amo. El animal, obediente, se levantó, trotó hasta donde estaba Zifnab y se tumbó a los pies del hechicero. Haplo encontró a Aleatha en el comedor, recogiendo los objetos que Calandra había derribado a su paso.

—Ten cuidado con los bordes de los cristales. Puedes cortarte. Ya lo haré yo.

—En condiciones normales, los criados se ocuparían de recoger todo esto —comentó Aleatha con una triste sonrisa—, pero no nos ha quedado ninguno. La única que aún sigue aquí es la cocinera, y creo que se ha quedado porque no sabría qué hacer si no nos tuviera. Lleva en la casa desde que murió madre.

Haplo estudió la figurilla hecha pedazos que tenía en sus manos. Era una figura femenina y parecía algún tipo de icono religioso, pues tenía las manos levantadas, con las palmas a la vista, en un gesto ritual de bendición. Con la caída, la cabeza se había roto y separado del cuerpo. Cuando la colocó de nuevo en su sitio, Haplo vio que lucía una melena larga y blanca, salvo las puntas de los cabellos, que tenían un tono castaño oscuro.

—Ésta es la Madre, la diosa de los elfos. La Madre Peytin. Pero tal vez ya lo sepas... —comentó Aleatha, acomodándose en cuclillas. Su vestido vaporoso era como una nube rosada que la envolviera; sus ojos, de un tono púrpura azulado, miraban fijamente a Haplo con una expresión seductora, hechizadora.

El le devolvió la mirada con una sonrisa serena, discreta.

—No, no lo sabía. No sé nada de vuestro pueblo.

—¿No hay elfos, en la tierra de la que procedes? Y, por cierto..., ¿de dónde vienes? Ya llevas varios ciclos con nosotros y no recuerdo que lo hayas mencionado nunca.

Había llegado el momento del discurso. Había llegado el momento de que Haplo le contara la historia que había perfilado durante el viaje. A su espalda, en el salón, la voz del anciano seguía hablando sin cesar. Aleatha, con una linda sonrisa, se incorporó y fue a cerrar la puerta que comunicaba ambas estancias. Pese a ello, Haplo siguió oyendo con toda nitidez las palabras del hechicero, que le llegaban a través de los oídos del perro.

—... las losetas refractarias seguían desprendiéndose. Un gran problema para la reentrada. La nave varada ahí fuera está hecha de un material más seguro que las losetas. ¡Escamas de dragón! —añadió en un susurro penetrante—. Pero yo no dejaría que corriera la noticia. Podría trastornar a..., a ya sabes quién.

—¿Quieres que intente arreglar esto? —preguntó Haplo, mostrando los dos fragmentos de la estatuilla.

—De modo que no piensas desvelar el misterio, ¿eh? —Aleatha alargó la mano y cogió los pedazos del icono, haciendo que sus dedos rozaran levemente los de Haplo—. Está bien. No importa, ¿sabes? Padre te creería aunque le dijeras que has caído del cielo, y Calandra no aceptaría tu palabra aunque le juraras que has salido de la puerta de al lado. Sea cual fuese la historia que cuentes, procura que resulte interesante.

La muchacha encajó con gesto ocioso los fragmentos de la estatuilla y la sostuvo en alto a contraluz.

—¿Cómo pueden saber qué aspecto tenía? Me refiero al cabello, por ejemplo. Nadie tiene el pelo así, blanco en la raíz y castaño en las puntas. —Los ojos púrpura se concentraron en Haplo, taladrándolo—. Retiro lo dicho. Es casi como el tuyo, pero al contrario. Tu cabello es marrón con canas en las puntas. Qué extraño, ¿verdad?.

—En el lugar de donde procedo, no lo es. Todo el mundo tiene el pelo como el mío.

Aquello, al menos, era cierto. Los patryn nacían con el cabello castaño, y, cuando llegaban a la pubertad, las puntas empezaban a volverse blancas. Haplo se calló que con los sartán sucedía lo contrario. Éstos nacían con el cabello blanco y las puntas se les volvían de color castaño con el paso del tiempo.

Observó de nuevo la imagen de la diosa que Aleatha sostenía en la mano. Allí tenía la prueba de que los sartán habían estado en aquel mundo. ¿Seguirían allí todavía?.

Sus pensamientos volvieron al hechicero. Haplo tenía un oído excelente y Zifnab no lo había engañado. El viejo había mencionado a los elfos de Tribus, es decir, a los elfos que vivían en Ariano, en otro mundo diferente, remoto y distante de Pryan.

—... propulsor de combustible sólido. Pero estalló en la plataforma de lanzamiento. Horrible, horrible. Pero no me creyeron, ¿sabes? Les dije que la magia era mucho más segura. El impedimento era el excremento de murciélago. Se necesitaban toneladas para conseguir el despegue, ¿sabes?.

La perorata del anciano no tenía mucho sentido, pero era indudable que en su locura había cierto método, y Haplo recordó que Alfred, el sartán que había conocido en Ariano, se ocultaba bajo el disfraz de un criado torpe e inepto.

Aleatha depositó los dos fragmentos de la estatuilla de la diosa en un cajón. Los restos de una taza y un platillo terminaron en el cesto de los desperdicios.

—¿Te apetece beber algo? El aguardiente está muy bueno.

—No, gracias —contestó Haplo.

—Pensaba que quizá necesitarías un trago, después de la escena de Calandra. Tal vez deberíamos reunimos con los demás...

—Preferiría hablar a solas contigo, si está permitido hacerlo.

—¿Te refieres a si podemos vernos a solas, sin carabina? ¡Claro que sí! —Aleatha soltó una carcajada alegre y cantarina—. Mi familia ya me conoce. ¡No perjudicarás mi reputación, por lo que a ella se refiere! Te invitaría a sentarnos en el porche delantero, pero aún está lleno de gente que viene a contemplar tu «artefacto diabólico». Podemos pasar al saloncito. Allí estaremos frescos.

Aleatha abrió la marcha, cimbreando el cuerpo. Haplo estaba protegido de los encantos femeninos... no por la magia, puesto que ni siquiera la runa más poderosa trazada sobre una piel podía proteger a un individuo del insidioso veneno del amor, sino por la experiencia: en el Laberinto, el amor resultaba peligroso. No obstante, el patryn sabía admirar la belleza femenina, como había sabido admirar a menudo el cielo caleidoscópico del Nexo.

—Entra, por favor —dijo Aleatha con un gesto.

Haplo penetró en el saloncito. Aleatha entró tras él, cerró la puerta y se apoyó contra ella, estudiando al misterioso desconocido.

Situada en el centro de la casa, lejos de las ventanas, la estancia era privada y aislada. El único sonido procedía del ventilador del techo, que giraba con un leve chirrido. Haplo se volvió hacia su anfitriona, que lo observaba con otra sonrisa traviesa.

—Si fueras un elfo, correrías un riesgo quedándote a solas conmigo.

—Perdona que lo diga, pero no pareces peligrosa.

—¡Ah!, pero lo soy. Estoy aburrida. Y estoy prometida. Las dos cosas son sinónimas. Tienes un cuerpo muy atractivo, para ser un humano. La mayoría de los humanos que he visto son muy gruesos, de cuerpos muy robustos. Tú eres delgado, ágil y flexible. —Aleatha alzó una mano y la posó en el brazo de Haplo, acariciándolo—. Tus músculos son firmes, como las ramas de un árbol. No te dolerá cuando te toco, ¿verdad?.

—No —respondió Haplo con su serena sonrisa—. ¿Por qué? ¿Debería dolerme?.

—No sé. Lo digo por esa enfermedad de la piel.

El patryn recordó la mentira que había contado.

—¡Ah, eso! No, sólo me afecta las manos —dijo, levantándolas hacia ella. Aleatha contempló los vendajes con una leve mueca de disgusto.

—Es una lástima. Estoy profundamente aburrida. —La elfa volvió a apoyar la espalda en la puerta, estudiando lánguidamente al patryn—. El hombre de las manos vendadas... Tal como predijo ese viejo chiflado. Me pregunto si se cumplirá también el resto de lo que anunció. —Frunció el entrecejo y una leve arruga surcó su frente blanca y lisa.

—¿De veras dijo eso? —quiso saber Haplo.

—¿Decir qué?.

—Lo de mis manos. ¿Realmente predijo... mi llegada?.

—Sí, la anunció. —Aleatha se encogió de hombros y añadió—: Dijo eso y muchas otras tonterías, respecto a que no me iba a casar. Anunció que se acerca la ruina y la destrucción y habló de volar a las estrellas en una nave. Pero me voy a casar. —La elfa apretó los labios antes de continuar—: He trabajado en exceso, he pasado demasiados malos tragos. Y no voy a quedarme en esta casa un ciclo más de lo necesario.

—¿Por qué quería tu padre viajar a las estrellas? —Haplo recordó el objeto que había visto desde la nave, la luz titilante que brillaba en el cielo bañado por el sol. El patryn sólo había visto una, pero, al parecer, había más—. ¿Qué sabe de ellas?.

—¡... vehículo de exploración lunar! Parecía un escarabajo, —le llegó la voz del hechicero, chillona y quejumbrosa—. Recorría el terreno recogiendo muestras de roca.

—¿Que qué sabe? —Aleatha volvió a reírse. Sus ojos eran cálidos y suaves, oscuros y misteriosos—. ¡Mi padre no sabe nada de las estrellas! ¡Ni él ni nadie! ¿Quieres besarme?.

Haplo no tenía especiales deseos de hacerlo. Lo que quería era que la elfa siguiera hablando.

—Pero debéis tener alguna leyenda acerca de las estrellas. Mi pueblo las tiene.

—Sí, por supuesto. —Aleatha se acercó más al patryn—. Depende de quién haga los comentarios. Vosotros, los humanos, por ejemplo, tenéis la estúpida creencia de que son ciudades. Esta es la razón de que el viejo...

—¡Ciudades!.

—¡Orn bendito! ¡No me vayas a morder! ¿A qué viene esa mirada de ferocidad?.

—Lo siento. No pretendía sobresaltarte. Mi pueblo no comparte esa creencia —dijo Haplo.

—¿De veras?.

—No. ¡Es que resulta una estupidez! —Explicó Haplo, tanteando a su interlocutora—. Unas ciudades no podrían dar vueltas en el cielo como si fueran estrellas...

—¡Dar vueltas! Aquí, los únicos que dais vueltas sois vosotros.
Nuestras
estrellas nunca cambian de posición. Vienen y van, pero siempre en el mismo lugar.

—¿Vienen y van?.

—He cambiado de idea. —Aleatha se le acercó aún más—. Adelante, muérdeme.

—Más tarde, tal vez —respondió Haplo cortésmente—. ¿Qué quieres decir con eso de que las estrellas vienen y van?.

Aleatha suspiró, se apoyó de nuevo en la puerta y contempló a su interlocutor tras la cortina de sus negras pestañas.

—Tú y el hechicero... estáis juntos en esto, ¿verdad? Entre los dos os proponéis robarle la fortuna a mi padre. Voy a contárselo a Cal...

Haplo avanzó un paso y alargó la mano.

—No, no me toques —le ordenó Aleatha—. Bésame...

Con una sonrisa, Haplo apartó las manos, se inclinó hacia adelante y besó sus suaves labios. Después, retrocedió un paso. Aleatha lo contempló con aire pensativo.

—No resultas muy distinto de un elfo.

—Lo siento. Beso mucho mejor cuando puedo utilizar las manos.

—Tal vez es cosa de los hombres en general. O quizá sean los poetas y su palabrería sobre corazones derretidos, fuegos en el cuerpo y sensaciones a flor de piel. ¿Alguna vez has sentido algo así cuando estás con una mujer?.

—No —mintió Haplo, recordando una ocasión en la que esa llama del amor había sido su única razón de vivir.

—Está bien, no importa —suspiró Aleatha. Dio media vuelta con intención de marcharse y posó la mano en el tirador de la puerta—. Me siento fatigada. Si me disculpas...

—Háblame de las estrellas. —Haplo apoyó la mano en la puerta, impidiendo que la abriera.

Atrapada entre la hoja de madera y el cuerpo de Haplo, Aleatha alzó la vista hacia el rostro del patryn. Éste sonrió, clavando su mirada en los ojos púrpura de la muchacha, y se arrimó aún más a ella, dando a entender que estaba prolongando la conversación por una única razón. Aleatha bajó las pestañas, pero siguió mirándolo fijamente tras ellas.

—Puede que te haya subestimado. Muy bien, si quieres que charlemos de las estrellas...

Haplo enroscó un mechón de cabellos grises de la elfa en torno a uno de sus dedos.

—Háblame de las que vienen y van.

—Pues eso. —Aleatha agarró el mechón y tiró de él, atrayendo al patryn más cerca de ella, como si recogiera el sedal con un pez en el anzuelo—. Brillan durante muchos años y, de pronto, se apagan y permanecen oscuras durante otros muchos.

—¿Todas a la vez?.

—No, tonto. Unas se encienden y otras se apagan. Pero yo no sé gran cosa del tema, te lo aseguro. Si
de verdad
te interesa saber más, pregúntale a ese rijoso amigo de mi padre, el astrólogo. —Aleatha volvió a levantar la vista—. ¡Qué extraño que tengas el pelo así, justo al revés que la diosa! Quizá sea cierto que eres un salvador, uno de los hijos de la Madre Peytin llegado para redimirme de mis pecados. Si quieres, puedes probar a darme otro beso.

—No. Me has herido en lo más hondo. Nunca volveré a ser el mismo.

Haplo soltó un mudo silbido. Los tiros al azar de la mujer estaban dando demasiado cerca del blanco. Necesitaba librarse de ella para pensar. Al otro lado de la puerta, algo se puso a arañar la madera.

—Es el perro —dijo Haplo, retirando la mano de la puerta.

—Olvídate de él —replicó la elfa con una mueca.

—No sería prudente. Probablemente necesita salir.

Los arañazos se hicieron más sonoros e insistentes. El animal se puso a gemir.

—¿No querrás que se... En fin, ya sabes..., dentro de la casa?.

—Si lo hace, Cal te cortará las orejas y las servirá asadas para desayunar... Está bien, llévate fuera al bicho. —Aleatha abrió la puerta y el perro entró de inmediato, dio un brinco y le plantó las patas delanteras en el pecho a su amo.

—¡Hola, muchacho! ¿Me has echado de menos? —Haplo le rascó las orejas y le dio unas palmaditas en el flanco—. Vamos. Saldremos a dar un paseo.

El animal se puso de nuevo a cuatro patas con un gañido de contento, salió corriendo y volvió enseguida para asegurarse de que Haplo lo había dicho en serio.

—He disfrutado mucho con nuestra conversación —dijo el patryn a Aleatha. La muchacha se había hecho a un lado y estaba apoyada contra la puerta abierta, con las manos a la espalda.

—Y yo me he aburrido menos de lo habitual.

—Tal vez podríamos volver a hablar de las estrellas...

—Me parece que no. He llegado a la conclusión de que los poetas son unos mentirosos. Será mejor que te lleves de aquí a ese animal. Calandra no tolerará esos aullidos.

Other books

The Arrangement 14 by H. M. Ward
Mr. Vertigo by Paul Auster
Rebound: Passion Book 2 by Silver, Jordan
Countdown in Cairo by Noel Hynd
Blood Relations by Barbara Parker