La Estrella de los Elfos (31 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: La Estrella de los Elfos
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Haplo cruzó el umbral de la estancia y se volvió para añadir algo sobre los poetas. Aleatha le cerró la puerta en las narices.

El patryn salió con el perro, se dirigió a la zona abierta donde estaba amarrada la nave y alzó la vista hacia el cielo iluminado por el sol. Las estrellas eran perfectamente visibles. Ardían con un brillo sostenido, sin «parpadear» como solían afirmar los poetas.

Intentó concentrarse para comprender el confuso enredo en el que se había metido. ¿Un salvador que había venido para destruir...? Su mente, sin embargo, se negó a colaborar.

Poetas. Había querido replicar a las palabras finales de Aleatha que estaba equivocada. Los poetas decían la verdad.

El mentiroso era el corazón...

... Haplo llevaba diecinueve años en el Laberinto cuando conoció a la mujer. Tenía casi su edad y, como él, era una corredora. Su objetivo era el mismo: escapar. Viajaron juntos, complaciéndose en su mutua compañía. El amor, si no era totalmente desconocido en el Laberinto, era desde luego inadmisible. La lujuria y el deseo eran aceptables por la necesidad de procrear, de perpetuar la especie, de traer hijos al mundo para luchar contra el Laberinto. De día, viajaban en busca de la siguiente Puerta. De noche, sus cuerpos tatuados de runas se buscaban.

Al cabo de un tiempo, encontraron un asentamiento de ocupantes, patryn que viajaban en grupo, que avanzaban despacio y representaban el más alto grado de civilización en aquella prisión infernal. Como de costumbre, Haplo y su compañera se presentaron con un regalo en forma de carne y, devolviéndoles la cortesía, los ocupantes los invitaron a utilizar sus toscos habitáculos y a disfrutar de cierta paz y seguridad durante unas noches.

Haplo, cómodamente sentado junto al fuego, observó a la mujer mientras ésta jugaba con los niños. Era ágil y encantadora. El cabello color avellana le caía en una abundante mata sobre unos pechos firmes y redondos, tatuados con las runas mágicas que eran a la vez escudo y arma. El bebé que tenía en los brazos lucía parecidos tatuajes, como todos los niños desde el día en que nacían. La mujer alzó la vista hacia Haplo y ambos compartieron algo especial y secreto. El pulso de Haplo se aceleró.

—Ven —fue a cuchichearle, arrodillándose a su lado—. Volvamos a la choza.

—No —respondió ella con una sonrisa, mirándolo tras el tupido velo de cabellos—. Es demasiado temprano. Nuestros anfitriones se ofenderán.

—¡Al diablo con nuestros anfitriones! —Haplo la quería en sus brazos, quería perderse en su calor y en aquella dulce oscuridad.

Ella no le hizo caso. Siguió cantándole al bebé y continuó burlándose de Haplo durante el resto de la velada, hasta que el patryn sintió que le ardía la sangre en las venas. Cuando por fin estuvieron en la intimidad de la choza, ninguno de los dos pegó ojo el resto de la noche.

—¿Te gustaría tener un hijo? —preguntó ella en un momento de quietud entre los arrebatos de placer.

—¿Qué quieres decir? —Haplo la miró con un ansia voraz, feroz.

—Nada. Sólo quería... saber si te gustaría. Tendrías que hacerte ocupante, ¿sabes?.

—No necesariamente. Mis padres eran corredores y me tuvieron a mí.

Haplo vio a sus padres, muertos; evocó sus cuerpos despedazados. Le habían dado un golpe en la cabeza, dejándolo sin sentido para que no viera nada, para que no gritara.

A la mañana siguiente, los ocupantes tuvieron noticias: al parecer, una de las Puertas había caído. El camino seguía siendo peligroso; pero, si conseguían pasar, estarían un paso más cerca de la meta, un paso más cerca de alcanzar aquel mítico refugio del Nexo.

Haplo y la mujer se despidieron del grupo de ocupantes y se adentraron cautelosamente en la espesura del bosque. Los dos eran luchadores experimentados —única razón de que hubieran sobrevivido hasta entonces— y percibieron los rastros, el olor y el escozor de las runas sobre sus músculos. Por eso, casi estaban preparados.

Una enorme silueta peluda, del tamaño de un hombre, saltó de pronto de la espesura y atrapó a Haplo por detrás, tratando de hundirle los dientes en el cuello para darle muerte rápidamente. Haplo agarró los brazos hirsutos de la bestia y aprovechó su propio impulso para quitársela de encima. El asaltante, un animal lobuno, se estrelló contra el suelo, pero se revolvió y logró incorporarse antes de que Haplo le hundiera la lanza en el cuerpo. Con los ojos amarillentos fijos en la garganta de Haplo, la furiosa fiera saltó de nuevo y lo derribó al suelo. Mientras caía e intentaba llevarse la mano al puñal, Haplo vio que las runas de la mujer empezaban a despedir un fulgor azulado, y vio también que otra de aquellas criaturas se lanzaba sobre ella y escuchó el crepitar de la magia; pero, de pronto, su campo de visión quedó tapado por un cuerpo peludo que trataba de acabar con su vida.

Los colmillos del ser lobuno buscaron de nuevo su cuello. Las runas lo protegieron y oyó resoplar de frustración a su adversario. Empuñando la daga, hundió la hoja en el cuerpo que tenía encima. El animal gruñó de dolor y Haplo vio un destello de odio en sus ojos amarillos. La fiera tenía una piel coriácea y era difícil acabar con ella. Sólo había conseguido enfurecerla más. Ahora, los colmillos buscaban la cabeza, el único lugar de su cuerpo que no estaba protegido por las runas.

Paró el golpe con el brazo derecho y luchó por repeler el ataque, sin dejar de clavar el puñal con la zurda. Las manos de afiladas garras del ser lobuno le asieron la cabeza. Un giro brusco y le romperían el cuello.

Las zarpas se hundieron en su rostro. De pronto, el cuerpo de la criatura se quedó rígido; un barboteo surgió de su garganta y la fiera se derrumbó sobre Haplo. El patryn se lo quitó de encima y vio a la mujer de pie junto a él. El resplandor azulado de sus runas estaba apagándose y su lanza estaba hundida en el lomo de la fiera. Ella le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. El no le dio las gracias por haberle salvado la vida, ni ella esperaba que lo hiciera. La próxima vez, quizá sería él quien le devolvería el favor. Así eran las cosas en el Laberinto.

—Esas dos bestias... —murmuró Haplo, contemplando los cadáveres.

La mujer extrajo la lanza y la inspeccionó para comprobar que seguía en buen estado. La otra fiera había muerto de la descarga eléctrica que había tenido tiempo de generar con las runas. El cadáver aún humeaba.

—Exploradores —apuntó ella—. Una partida de caza. —Se apartó del rostro la melena color avellana y añadió—: Deben de ir tras los ocupantes.

—Sí. —Haplo se volvió y observó el camino por el que habían venido. Las criaturas lobunas cazaban en jaurías de treinta a cuarenta individuos. Los ocupantes eran una quincena, cinco de ellos niños—. No tienen la menor oportunidad.

Era una observación ociosa, que acompañó de un encogimiento de hombros mientras limpiaba de sangre su daga.

—Podríamos volver y ayudarlos a defenderse —propuso la mujer.

—Dos lanzas más no arreglarían nada. Moriríamos con ellos, lo sabes muy bien.

En la lejanía se alzaron los gritos roncos de los ocupantes alertándose unos a otros. Por encima de los gritos sonaban las voces de las mujeres, más agudas, entonando las runas. Y, por encima de todo, más estridente todavía, el chillido de un niño.

A la mujer se le ensombreció la expresión y miró en la dirección en que habían sonado las voces, indecisa.

—¡Vamos! —Le urgió Haplo, envainando el puñal—. Tal vez haya más bestias de ésas en los alrededores.

—No. Están todas en la matanza.

El chillido del niño se convirtió en un estridente alarido de terror.

—¡Son los sartán! —Exclamó Haplo con voz ronca—. Ellos nos encerraron en este infierno. ¡Ellos son los responsables de esta maldad!.

La mujer lo miró con unos puntos de luz dorada en sus ojos pardos.

—No lo sé. Tal vez la maldad está dentro de nosotros.

Empuñando la lanza, echó a andar. Haplo permaneció inmóvil, viendo cómo se alejaba por un camino distinto del que los había llevado hasta allí. Tras ellos, el fragor de la batalla iba apagándose. El alarido infantil enmudeció de pronto, piadosamente acallado.

—¿Llevas un hijo mío? —gritó Haplo.

Si la mujer lo oyó, no dio muestras de ello y continuó andando. Las sombras moteadas de las hojas se cerraron sobre ella. Desapareció de la vista y Haplo aguzó el oído tratando de escuchar sus movimientos entre la vegetación. Pero ella era una corredora, y era buena, silenciosa.

Haplo observó los cuerpos tendidos a sus pies. Los seres lobunos estarían ocupados con sus víctimas un buen rato, pero finalmente olfatearían sangre fresca y acudirían a buscarla.

Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Un niño no habría hecho sino entorpecer su marcha. Avanzó, de nuevo en solitario, por el camino que había escogido. El camino que conducía a la Puerta, a la evasión.

CAPÍTULO 22

LOS TÚNELES,

DE THURN A THILLIA

Los enanos habían invertido siglos en la construcción de los túneles. Los pasadizos se extendían en todas direcciones y las rutas principales se extendían al norint hasta los reinos enanos de Klag y Grish —reinos envueltos ahora en un silencio cargado de malos presagios— y al vars sorint hasta la tierra de los reyes del mar y más allá, hacia Thillia. Los enanos podrían haber viajado por las sendas superiores; las rutas comerciales al sorint, sobre todo, estaban bien establecidas. Sin embargo, preferían la oscuridad e intimidad de sus túneles y rehuían, desconfiados, el contacto con los buscadores de luz, como denominaban despectivamente a los humanos y a los elfos.

Viajar por las galerías era lo más lógico, lo más seguro, pero Drugar sintió un malévolo placer ante la certeza de que sus «víctimas» no soportaban la sensación de asfixia y claustrofobia y, sobre todo, la oscuridad.

Los pasadizos habían sido construidos para gente de la estatura de Drugar. Los humanos y el elfo —este último, el más alto de todos— tenían que agacharse al caminar; a veces, incluso tenían que avanzar a gatas. Los músculos se rebelaban, los cuerpos dolían y las manos y rodillas quedaban despellejadas y ensangrentadas. Complacido, Drugar los vio sudar, los oyó jadear en busca de aire y gemir de dolor. Lo único que lamentaba era que avanzaban demasiado deprisa. El elfo, en particular, estaba tremendamente impaciente por alcanzar su patria. Rega y Roland tenían la misma prisa por salir de allí.

Sólo tomaban breves descansos, y únicamente cuando estaban a punto de desmayarse de agotamiento. Drugar solía quedarse en vela, vigilando el sueño de sus acompañantes mientras acariciaba la hoja del cuchillo con los dedos. Podría haberlos matado en cualquier momento, pues los muy estúpidos confiaban en él, pero sus muertes habrían sido un gesto inútil. Para eso, mejor habría sido dejar que los titanes se ocuparan de ellos. No; no había arriesgado su vida salvando a aquellos desgraciados para ahora acuchillarlos mientras dormían.

Era preciso que antes vieran lo que él había presenciado, que fueran testigos de la matanza de sus seres queridos. Debían experimentar el horror, la impotencia que él había sentido. Debían plantar batalla sin esperanzas, conscientes de que toda su raza iba a desaparecer. Entonces, y sólo entonces, les permitiría morir. Y, a continuación, también él podría dejarse morir.

Pero el cuerpo no puede vivir sólo de obsesiones. El enano tuvo que rendirse al sueño y, cuando empezaron a oírse sus sonoros ronquidos, sus víctimas empezaron a cuchichear entre sí.

—¿Sabes dónde estamos?.

Paithan cubrió penosamente la distancia que lo separaba de Roland, quien, sentado en el suelo, estaba cuidándose las manos llenas de rasguños.

—No.

—¿Y si nos está llevando en la dirección indebida? ¿Y si vamos hacia el norint?.

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Queda un poco de ese ungüento de Rega?.

—Un poco, creo —dijo Paithan—. Está en su bolsa.

—No la despiertes. La pobrecilla está al borde del agotamiento. Pásamelo. —Roland extendió el remedio por las manos con una mueca de dolor—. ¡Ah, cómo escuece este condenado bálsamo! ¿Quieres un poco?.

Paithan dijo que no con la cabeza. Su interlocutor no pudo ver el gesto, pues el enano había insistido en apagar la antorcha cuando no estuvieran en marcha. La madera utilizada tardaba en arder, pero el viaje estaba resultando muy largo y la tea empezaba a consumirse rápidamente. Roland restituyó las menguadas reservas de ungüento a la bolsa de su hermana.

—Creo que deberíamos arriesgarnos a subir —dijo Paithan tras unos instantes de pausa—. Llevo encima mi eterilito
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y con él puedo calcular dónde nos hallamos.

—Haz lo que quieras —replicó Roland con un gesto de indiferencia—. Yo no quiero volver a ver a esos gigantes asesinos. Estoy pensando en quedarme aquí abajo permanentemente. Me estoy habituando al ambiente.

—¿Y tu pueblo?.

—¿Qué diablos puedo hacer para ayudarlo?.

—Deberías llevar el aviso...

—A la velocidad que viajan esos monstruos, es probable que ya hayan llegado a tierras humanas. ¡Que se enfrenten con ellos los caballeros! Para eso se han preparado...

—¡Eres un cobarde! ¡No eres merecedor de...! —Paithan se dio cuenta de lo que se disponía a decir y cerró la boca sin acabar la frase. Roland lo ayudó a terminarla.

—¿No soy merecedor de quién? ¿De mi esposa? ¿De Rega, que sólo piensa en salvar el pellejo?.

—¡No hables así de ella!.

—¡Puedo hablar de ella como me dé la gana, elfo! Es mi esposa, ¿o acaso has olvidado ese pequeño detalle? Sí, me da la impresión de que se te ha pasado por alto.

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