Read Callejón sin salida Online
Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins
Tags: #Clasico, drama, intriga.
En el Londres de mediados del siglo XIX, la vida cotidiana de un joven hombre de negocios se complica de forma repentina. Una difícil promesa hecha a un amigo, la traición de alguien en quien confía y el deseo de ser digno de su amada van a dar un giro a su existencia.
Callejón sin salida es una fascinante novela de intriga, pero, sobre todo, es el fruto más destacado de la singular amistad y colaboración literaria de sus autores. Durante el proceso de creación, Dickens y Collins trabajaron cada capítulo casi de forma artesanal, construyendo un relato de tensa trama en el que se funden el amor, la crítica social, el humor, la ironía, la aventura y el drama, hasta culminar en un inesperado desenlace. Una vez leída esta obra admirable, se confirma la impresión de que cada autor ha aportado lo mejor de su oficio. Ahí están, sin duda, el maestro del suspense Wilkie Collins, y el genial pintor de caracteres que es Charles Dickens.
Charles Dickens & Wilkie Collins
Callejón sin salida
ePUB v1.1
Oxobuco25.07.12
Título original:
No Thoroughfare
Charles Dickens & Wilkie Collins, 1867.
Traducción: Ana Poljak Zorzut
Diseño/retoque portada: Oxobuco
Editor original: Oxobuco (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas: Oxobuco
ePub base v2.0
Callejón sin salida
Día 30 del mes de noviembre del año de 1835. En Londres, el gran reloj de Saint Paul marca las diez de la noche. Todas las iglesias menores londinenses esfuerzan sus gargantas metálicas. Algunas empiezan, impertinentes, antes que la campana vigorosa de la gran catedral; otras, tardas, lo hacen tres, cuatro o media docena de tañidos después; todas están en una afinación lo bastante cercana como para dejar en el aire la resonancia de sus armónicos, como si el padre alado que devora a sus hijos hubiese barrido el aire, al sobrevolar la ciudad, con su vibrante guadaña gigantesca.
¿Qué reloj es éste, más grave que la mayoría de los restantes y tan grato al oído, éste que esta noche se retrasa hasta el punto de coincidir sólo con la vibración final de los demás? Es el reloj de la
Casa de Niños Expósitos
. En otros tiempos, se recibía a los expósitos sin preguntas, en una cuna junto a la verja. En estos tiempos, se hacen preguntas sobre ellos y se los recibe de favor, de las manos de unas madres que para siempre renuncian a saber de ellos y a reclamarlos.
Hay luna llena y la noche es agradable, con nubes ligeras. El día ha sido mucho menos que agradable, porque el cieno y el barro, aumentados por la niebla cerrada, ennegrecen las calles. Una dama velada, que se desliza arriba y abajo junto a la puerta trasera de la
Casa de Niños Expósitos
, tendrá que llevar buen calzado esta noche.
Se desliza de aquí para allí, sorteando la parada de los coches de alquiler, deteniéndose a menudo a la sombra del ángulo oeste de la maciza tapia cuadrangular, y desde allí vuelve el rostro hacia la puerta. Sobre ella se tiende la pureza del cielo iluminado por la luna y a sus pies, la suciedad de la acera: ¿se sentirá, de igual modo, tal vez dividida mentalmente entre los opuestos de la reflexión y la acción? Así como las huellas de sus pies, al cruzarse una y otra vez, han dibujado un laberinto en el lodo, ¿quizá el curso de su vida se habrá transformado por sí mismo en una maraña densa e insuperable?
La puerta trasera de la
Casa de Niños Expósitos
se abre y sale una mujer joven. La dama se detiene a un lado, observa con atención, ve que alguien cierra la puerta desde dentro sin ruido, y sigue a la joven.
Han atravesado ya dos o tres calles, en silencio, cuando la dama, que seguía de cerca al objeto de su atención, extiende la mano y toca a la muchacha, que entonces se detiene y, sobresaltada, mira a sus espaldas.
—Usted me detuvo anoche y, cuando volví la cabeza, no quiso hablar. ¿Por qué me sigue como un fantasma callado?
—No fue porque no quisiera hablar —respondió la dama con voz baja—, sino que no pude cuando lo intenté.
—¿Qué quiere de mí? ¿Le he hecho algún daño alguna vez?
—Jamás.
—¿La conozco yo?
—No.
—¿Pues qué quiere usted de mí?
—En este sobre hay dos guineas. Reciba mi pobre regalo y se lo diré.
El rostro de la joven, que es honesto y gracioso, se cubre de rubor cuando ella responde.
—No hay nadie, viejo o niño, en toda esa gran institución a la que pertenezco que no tenga una palabra amable para Sally. Yo soy Sally. ¿Se podría pensar bien de mí, si dejara que me comprasen?
—No pretendo comprarla, sólo quiero darle una muy pequeña recompensa.
Con gesto firme, pero sin rudeza, Sally cierra y aparta la mano hacia ella tendida.
—Si hay algo que pueda hacer por usted, señora, que no pueda hacerlo sin gratificación, me confunde usted si piensa que lo haré por dinero. ¿Qué quiere?
—Usted es una de las enfermeras o ayudantes de la Casa, la he visto salir de allí hoy y ayer.
—Sí, lo soy. Me llamo Sally.
—Hay un gesto agradable de persona paciente en su cara, que me hace pensar que los niños se apegarán a usted con facilidad.
—¡Que Dios los bendiga! Así es.
La dama levanta su velo y deja ver un rostro de no mucha mayor edad que el de la enfermera. Un rostro más fino e inteligente, pero desolado y consumido por la pena.
—Soy la desgraciada madre de una criatura que desde hace poco está bajo su cuidado. Tengo que pedirle algo.
Instintivamente, respetuosa de la confianza que demuestra ese velo alzado, Sally —cuyas maneras son sencillas y espontáneas— vuelve a bajar ese velo y vierte unas lágrimas.
—¿Hará caso de mi súplica? —pregunta con inquietud la dama—. ¿No hará oídos sordos al ruego agónico de la suplicante destrozada en que me he convertido?
—¡Válgame, válgame Dios! —exclama Sally—. ¿Qué diré, qué puedo decir? No hable de súplicas. Las súplicas se deben dirigir a Dios, Nuestro Padre, y no a enfermeras o personas así. Además, sólo estaré en este puesto durante medio año más, hasta que otra joven reciba el adiestramiento necesario para ocuparlo. Estoy a punto de casarme. No tendría que haber salido anoche ni tampoco esta noche, pero como mi Dick (que es el hombre con quien voy a casarme) está enfermo, voy a ayudar a su madre y a su hermana a cuidarlo. ¡No puede ser, no puede ser!
—¡Oh, mi buena Sally, querida Sally —gimió la dama, a la vez que le cogía el vestido con ademán suplicante—. Usted está llena de esperanzas y yo sin ellas; usted tiene ante sí una vida límpida por delante, cosa que nunca jamás se presentará ante mí; usted puede aspirar a convertirse en una esposa respetada y también en una madre orgullosa; usted es una mujer viva y enamorada, a quien se llevará la muerte: por todo eso, ¡por el amor de DIOS, escuche mi dolida petición!
—¡Pobre, pobre, pobre de
mí
! —exclamó Sally, cuya desesperación estalló en el pronombre—. ¿Qué podría hacer yo? ¡Ay! ¡De qué manera vuelve usted mis propias palabras en mi contra! Le he dicho que estoy a punto de casarme para hacerle ver que me marcharé de allí y que, por lo tanto, no podría ayudarla aunque quisiera. Pobrecilla, y usted hace que me sienta cruel por casarme y por no ayudarla. No es justo. ¿Cree usted que es justo? Pobrecilla.
—¡Sally, escúcheme, querida! Mi súplica no tiene que ver con el futuro sino con el pasado. Sólo son dos palabras.
—¡Vaya! Esto se pone cada vez peor —exclama Sally—, si he comprendido bien cuáles son esas dos palabras.
—Lo ha comprendido. ¿Qué nombre le han puesto a mi pobre hijo? No le preguntaré más que eso. He leído algo acerca de las costumbres de la institución. Lo bautizaron en la capilla y lo registraron con algún apellido en el libro. Lo recibieron el lunes pasado por la noche. ¿Qué nombre le han puesto?
De rodillas se habría hincado la dama, en el barro pestilente del callejón por el que se habían desviado —un paso vacío y sin salida, que daba a los sombríos jardines de la Casa—, mientras hacía su apasionada súplica, pero Sally se lo impide.
—¡No! ¡No! Usted hace que me sienta buena. Déjeme ver su bonita cara otra vez. Ponga sus manos sobre la mía. Ahora prometa que jamás me preguntará nada que no sean esas dos palabras.
—Jamás! Jamás!
—Que jamás hará mal uso de ellas, si se las digo.
—Jamás! Jamás!
—Walter Wilding.
La dama oculta su rostro en el pecho de la enfermera, la estrecha entre sus brazos, susurra una bendición y las palabras «¡Déle un beso por mí!» y desaparece.
Primer domingo del mes de octubre del año de 1847. En Londres, el gran reloj de Saint Paul señala la una y media de la tarde. El reloj de la
Casa de Niños Expósitos
hoy señala la misma hora que el de la catedral. El servicio ha terminado en la capilla y los niños expósitos están comiendo.
Hay muchos observadores en el comedor, como de costumbre. Dos o tres administradores, familias enteras de la congregación, grupos pequeños de hombres y mujeres, personas rezagadas de diversa condición. El brillante sol de otoño cae con fuerza sobre los pupilos; las ventanas de cercos macizos a través de las que entra ese sol y los muros divididos en paneles en los que se proyecta son tales que parecen reproducidos de los cuadros de
Hogarth
. El refectorio de las niñas, donde también están los más pequeños, es la principal atracción. Servidoras pulcras y calladas se deslizan entre las mesas ordenadas y silenciosas; los observadores se desplazan o se detienen, según les plazca; los comentarios susurrados, referidos a esa cara que está frente a determinada ventana, no son infrecuentes; muchas de las caras son tales que llaman la atención. Algunas de las personas que llegan de fuera son visitantes habituales. Tienen establecida cierta relación y hasta hablan con los ocupantes de determinados puestos de las mesas, junto a los que se detienen y se inclinan para decir una o dos palabras. No es un desmedro para su bondad el hecho de que en esos puestos, por lo común, estén quienes despiertan sus atracciones personales. La monotonía de las amplias salas y de las filas dobles de caras se aligera gratamente —aunque muy poco— gracias a esos episodios.
Una dama cubierta con un velo, que no va acompañada, se mueve entre los allí reunidos. Se diría que ni la curiosidad ni la ocasión la han traído a este lugar antes. Tiene el aire de sentirse algo confusa ante lo que ve y, mientras avanza a lo largo de las mesas, su paso es vacilante y su actitud, inquieta. Por fin llega al refectorio de los niños. Son mucho menos populares que las niñas, de modo que ve el lugar vacío de visitantes cuando mira desde el umbral.
Mas en el vano mismo de la puerta se halla una gobernanta entrada en años, una matrona o ama de llaves. A ella dirige la dama algunas preguntas comunes. ¿Cuántos niños hay? ¿A qué edad se les deja salir del hospicio? ¿Son muchos los que se aficionan a la mar? Y todo con un tono más y más bajo cada vez, hasta que llega a preguntar:
—¿Cuál es Walter Wilding?
La gobernanta sacude la cabeza. Va contra las normas.
—¿Usted sabe cuál es Walter Wilding? —Con tal hondura siente la gobernanta la intensidad con que los ojos de la dama examinan su rostro que baja de inmediato los suyos hasta el suelo, para impedir que yerren en la dirección por la que podrían traicionarla.