Read Callejón sin salida Online
Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins
Tags: #Clasico, drama, intriga.
Así se inició una relación personal privada entre Marguerite Obenreizer y Joey Ladle. Ella se rió de tan buena gana al oír su cumplido, y no obstante tan turbada, que Joey se atrevió a decirle, una vez terminado el concierto, que esperaba no haberse confundido hasta el punto de haberse tomado una libertad excesiva. La joven respondió con gracia y Joey replicó con una reverencia.
—Usted va a cambiar la suerte, Miss —dijo Joey, con otra nueva reverencia—. Es como si, estando usted aquí, se fuera a reanimar la buena suerte del lugar.
—¿Yo puedo? ¿Reanimar la suerte? —respondió ella, en su gracioso inglés y con un gracioso asombro—. Me temo que no comprendo. Soy muy tonta.
—El joven patrón Wilding, Miss —explicó Joey con tono confidencial, aunque sin lograr iluminarla demasiado—, cambió la suerte antes de asociarse con el joven patrón George. Así lo digo yo y así lo verán ellos. ¡Señó! ¡Usté sólo venga por aquí y cántenos la suerte unas poca de veces, Miss, y no habrá manera de que no sea así!
Con esto y toda una plaga de nuevas reverencias, Joey se apartó de la reunión. Pero como Ladle era una persona con mando y como aun una conquista involuntaria resulta grata a la juventud y a la belleza, Marguerite preguntó por él la vez siguiente, con alegría.
—¿Dónde está mi Mr. Joey, por favor? —interrogó a Vendale.
O sea que Joey fue convocado, se estrecharon las manos y eso se convirtió en una Costumbre Institucionalizada.
Otra Costumbre Institucionalizada surgió de distinta forma. Joey era un poco duro de oído. El mismo decía que eran los «Vapores» y tal vez lo fueran; pero fuera cual fuese la causa de ese efecto, el efecto estaba en él. En la primera ocasión lo habían visto deslizándose a lo largo de la pared, con la mano izquierda a modo de bocina sobre la oreja izquierda, para escabullirse al fin a una silla muy cercana a la cantante, lugar y posición en que se mantuvo hasta que dirigió a sus amigos aficionados la felicitación antes mencionada. Al miércoles siguiente se observó que la actividad de Joey como «máquina de picar» no fue normal durante la comida, y en la mesa corrió el rumor de que eso se explicaba por sus muy altas expectativas respecto de la intervención de Miss Obenreizer, y por su temor de no tener un lugar desde el que pudiera oír cada nota y cada sílaba. El rumor llegó a oídos de Wilding, quien, llevado por su buen natural, llamó a Joey a primera fila por la noche, antes de que Marguerite empezara. Así nació para las veladas sucesivas la Costumbre Institucionalizada de que Marguerite, mientras deslizaba los dedos sobre el teclado, antes de cantar, siempre dijese a Vendale: «Por favor, ¿dónde está mi Mr. Joey?», y Vendale siempre fuera en su busca y lo acomodara en un sitio cercano. Además, también se hizo costumbre que entonces, cuando todos los ojos estaban fijos en él, Ladle expresara en su cara el máximo desdén por los esfuerzos de sus amigos, y confianza sólo en Marguerite, a la que contemplaba de pie, con un aire no demasiado distinto del que tendría un rinoceronte de un libro de lectura infantil, domesticado y erguido sobre las patas traseras. Y asimismo fue costumbre que cuando, después de las canciones, se quedaba en estado de éxtasis y algún osado, a sus espaldas, le preguntaba: «¿Qué te ha parecido, Joey?», replicara como si respondiese a un estímulo que en ese mismo instante le inspirase sus palabras: «¡Despué d'esto, tóos ustede pueden irse a la cama!». Todos estos fueron los elementos de la Costumbre Institucionalizada.
Mas los placeres sencillos y las pequeñas bromas del
Recodo del Baldado
no estaban destinados a tener una larga vida. Debajo de ellos desde el primer momento hubo un asunto serio, que cada miembro de la patriarca familia conocía aunque, por acuerdo tácito, nadie hablara de él: la salud de Mr. Wilding no era buena.
Podría haber superado el golpe si hubiese contado con el único gran afecto de su vida, o podría haber superado el conocimiento de estar en posesión de la propiedad de otro hombre; pero ambas cosas juntas eran demasiado para él. Al verse acosado por dos fantasmas se hundió en una profunda depresión. Los espectros inseparables se sentaban con él ante su escritorio, comían de su plato, bebían de su copa y se quedaban junto a su cama por las noches. Cuando recordaba el amor de su supuesta madre, se sentía como si lo hubiese robado. Cuando recuperaba en parte sus fuerzas gracias al respeto y la adhesión de sus dependientes, se sentía como si incluso fuera un embaucador al hacerlos felices, porque eso tendría que haber sido el deber y la gratificación del hombre desconocido.
Poco a poco, bajo la presión de las cavilaciones de su mente, su cuerpo se abatió, su paso perdió elasticidad, sus ojos pocas veces se alzaban del suelo. Sabía que no era responsable del lamentable error que se había cometido, pero también sabía que no podía enmendarlo, porque los días y las semanas pasaban y nadie reclamaba su nombre ni sus propiedades. Y entonces empezó a apoderarse de él una conciencia nebulosa de una confusión reiterada con frecuencia en su cabeza. Se perdía misteriosamente, a veces durante horas enteras, y otras durante un día y una noche enteros. Una vez, su memoria se paralizó cuando se levantó de la cabecera de la mesa, tras la cena, y quedó en blanco hasta el amanecer. Otra vez, la perdió mientras marcaba los tiempos al coro, y la recuperó en momentos en que caminaba con su socio por el patio, a la luz de la luna, mediada ya la noche siguiente. Preguntó a Vendale (siempre considerado, capaz de colaborar y cooperar) qué había ocurrido. Vendale sólo respondió: «No te encontrabas bien, eso es todo». Después buscó explicaciones en los rostros de su gente, pero ellos salían del paso con un «Me alegro de verlo tan bien, señor» o «Espero que siga usted bien, señor», frases en las que no había información ninguna.
Por fin, cuando la sociedad sólo tenía cinco meses de vida, Walter Wilding cayó en cama, y su ama de llaves se convirtió en su enfermera.
—Ahora que estoy postrado aquí, tal vez no le importará que la llame Sally, ¿verdad, Mrs. Goldstraw? —dijo el pobre bodeguero.
—Me suena más natural que cualquier otro nombre, señor, y me gusta más.
—Gracias Sally. Creo, Sally, que últimamente debo de haber sufrido algunos ataques. ¿Es así, Sally? No le importe decírmelo.
—Así ha sido, señor.
—¡Ah! ¡Ésa es la explicación! —se dijo con calma—. Mr. Obenreizer, Sally, dice que el mundo es tan pequeño que no es extraña la frecuencia con que las mismas personas se encuentran, y que se encuentran en distintos lugares y en distintos momentos de su vida. Pero me resulta extraño, Sally, que yo tuviera que ir a la Casa de Expósitos para morir.
Tendió su mano a la mujer, que la cogió con dulzura.
—Usted no va a morir, querido Mr. Wilding.
—Eso decía Mr. Bintrey, pero creo que estaba equivocado. Esa vieja sensación infantil vuelve a mí, Sally. Aquello de a callar y a descansar, como cuando me quedaba dormido.
Después de una pausa volvió a hablar con voz tranquila.
—Por favor, enfermera, deme un beso —y era evidente que se creía acostado en el viejo Dormitorio.
Acostumbrada a inclinarse sobre los niños sin padre ni madre, Sally se inclinó sobre el hombre sin padre ni madre, posó los labios en su frente y murmuró:
—¡Que Dios lo bendiga!
—¡Que Dios la bendiga! —respondió él, en idéntico tono.
Después de otra pausa, abrió los ojos, pero en su personalidad adulta.
—No me haga nada por lo que voy a decirle, Sally; estoy a gusto. Creo que ha llegado mi hora. No sé qué le parece a usted, Sally, pero…
La inconsciencia lo invadió por unos minutos; volvió a recuperarse una vez más.
—No sé qué le parece a usted, Sally, pero eso es lo que yo creo.
Tras haber terminado conscientemente su frase favorita, llegó su hora y murió.
El verano y el otoño habían pasado. Navidad y Año Nuevo estaban próximos.
Como albaceas honestos preocupados por cumplir su deber para con el muerto, Vendale y Bintrey habían mantenido más de una ansiosa consulta sobre el tema del testamento de Wilding. Desde un principio, el abogado declaró que era sencillamente imposible llevar adelante alguna acción útil respecto a ese asunto. Las únicas investigaciones obvias que se podían hacer acerca del hombre desaparecido ya las había hecho Wilding en persona; con este resultado: el tiempo y la muerte, unidos, no habían dejado ningún rastro visible de él. Poner anuncios para encontrar a un presunto propietario exigiría mencionar ciertos detalles, un tipo de procedimiento que habría invitado a la mitad de los impostores de Inglaterra a presentarse con la pretensión de hacerse pasar por el verdadero Walter Wilding.
—Si descubrimos alguna posibilidad de encontrar a ese hombre, la aplicaremos. Si no, volveremos a mantener otra consulta en el primer aniversario de la muerte de Wilding —así opinó Bintrey. Y así, con el más serio de los deseos de cumplir la voluntad de su difunto amigo, Vendale se dispuso a consentir que el asunto quedase en suspenso por un tiempo.
Cuando dejaba aparte su interés en el pasado por su interés en el futuro, Vendale aún se encontraba frente a una perspectiva dudosa. Meses y meses habían transcurrido desde su primera visita a Soho Square, y durante todo ese tiempo el único idioma en que había dicho a Marguerite que la amaba era el de los ojos, auxiliado en las ocasiones adecuadas por el lenguaje de la mano.
¿Qué obstáculo había en su camino? El mismo obstáculo inamovible que había estado en su camino desde el principio. Por muy buenas que parecieran las ocasiones, los esfuerzos de Vendale para hablar a solas con Marguerite terminaban siempre en uno e idéntico resultado: en las más inéditas circunstancias, de la manera más inocente posible, Obenreizer siempre estaba por medio.
Con los últimos días del año viejo se presentó una ocasión inesperada de pasar una tarde con Marguerite, y Vendale pensó que también sería el momento de hablar en privado con ella. Una nota cordial de Obenreizer lo invitaba, para el día de Año Nuevo, a cenar en familia en Soho Square. «Seremos sólo cuatro» decía la nota. «¡Seremos sólo dos antes de que termine la velada!», decidió Vendale.
Entre los ingleses, el día de Año Nuevo se asocia con dar y recibir comidas y nada más. Entre los extranjeros, el día de Año Nuevo es la gran oportunidad de dar y recibir regalos. Algunas veces es posible aclimatarse a las costumbres foráneas. En este caso, Vendale no dudó en ningún momento sobre su capacidad para intentarlo. Su única dificultad consistía en decidir cuál debía ser el regalo de Año Nuevo para Marguerite. El orgullo defensivo de la hija de labriegos —dueña de una sensibilidad enfermiza respecto a la desigualdad existente entre su posición social y la de él— se alzaría calladamente contra él si se atrevía a hacerle un regalo costoso. Un presente que pudiera salir de la bolsa de un hombre pobre era el único al que se podía encomendar que llegara al corazón de la joven, por el bien de quien hacía el obsequio.
Con gran energía, Vendale resistió la tentación, que había tomado la forma de diamantes y rubíes, y compró un broche de filigrana genovesa, el más sencillo y menos pretencioso adorno que pudo encontrar en la joyería.
Deslizó el regalo en la mano de Marguerite cuando, el día de la cena, ella le tendió la suya para darle la bienvenida.
—El de hoy es su primer día de Año Nuevo en Inglaterra —le dijo—. ¿Me permite que haga lo posible para que se parezca a un Año Nuevo de su tierra?
Marguerite le dio las gracias un tanto forzada, mientras, insegura acerca de su contenido, miraba el estuche de la joyería. Al abrirlo y descubrir la forma solícitamente sencilla con la que el obsequio de Vendale se le ofrecía, comprendió los motivos del joven de inmediato. Su rostro se volvió hacia él, resplandeciente y con una mirada que decía: «Reconozco que me ha complacido y halagado». Nunca antes había estado tan encantadora a los ojos de Vendale como en ese momento. Su vestido de invierno —un refajo de seda oscura, con un corpiño de terciopelo negro que llegaba hasta su cuello y le envolvía el rostro en un halo de plumón de cisne— hacía resaltar por contraste el tono rubio deslumbrante de su cabello y su tez clara. Sólo cuando ella se apartó de él para ponerse ante un espejo y, tras quitarse el broche que llevaba, puso en su lugar el regalo de Año Nuevo, la atención de Vendale se alejó de ella lo bastante como para descubrir la presencia de otras personas en el salón. En ese instante tuvo conciencia de que las manos de Obenreizer se habían posesionado afectuosamente de sus codos. Oyó entonces la voz de Obenreizer, que le daba las gracias por su atención para con Marguerite, con el más débil posible de los tonos de burla en la voz. («¡Qué regalo tan sencillo, estimado amigo! ¡Cuánto tacto demuestra!») En ese instante advirtió por primera vez que había otro invitado más, aparte de él mismo, un hombre al que Obenreizer presentó como un compatriota y amigo. El rostro del amigo era insulso; la figura del amigo era rechoncha. Su aire sugería la etapa otoñal de la vida humana. En el curso de la velada demostró unas capacidades extraordinarias. Una era la del silencio; la otra era la de vaciar botellas.
Madame
Dor no estaba en la sala. Tampoco había a la vista un lugar reservado para ella, cuando se sentaron a la mesa. Obenreizer explicó: «La sencilla costumbre de la buena Dor es comer siempre hacia la mitad del día. Más tarde, durante la velada, vendrá a presentar sus saludos». Vendale se preguntó si en esta ocasión la buena Dor habría cambiado su actividad doméstica y, en lugar de limpiar los guantes de Obenreizer, se había ocupado de cocinar la cena de Obenreizer. Al menos una cosa era segura: los platos servidos, todos y cada uno, eran obras de arte culinarias, muy por encima del nivel del rudo y elemental arte cocineril inglés. La cena fue de una perfección impertinente. En cuanto al vino, los ojos del amigo silente se deslizaron por él, como en un éxtasis solemne. Aveces decía «¡Bien!», cuando llegaba a la mesa una botella llena; otra veces decía «¡Ah!», cuando una botella se alejaba, vacía, y a eso se limitaron sus contribuciones al regocijo de la velada.
A veces el silencio es contagioso. Dominados por sus personales ansiedades, Marguerite y Vendale parecían experimentar la influencia del amigo silente. Toda la responsabilidad de mantener la conversación recayó sobre los hombros de Obenreizer, quien con valentía la sostuvo. Abrió su corazón de extranjero ilustrado y cantó loores a Inglaterra. Cuando otros temas se agotaban, volvía él a esa fuente inagotable, y siempre encontraba un caudal tan abundoso como el de antes. Obenreizer habría dado un brazo, un ojo o una pierna por haber nacido inglés. Fuera de Inglaterra no existía una institución como el hogar, algo como un lugar junto al fuego, un elemento como una mujer bonita. Su querida Miss Marguerite le perdonaría que adjudicara la belleza que la adornaba a la teoría de que en tiempos remotos tuvo que haber habido algún antepasado inglés entre los suyos, oscuros y desconocidos. ¡Miren hacia la nación inglesa y verán gentes altas, limpias, rozagantes y fuertes! ¡Miren sus ciudades! ¡Cuánta magnificencia en sus edificios públicos! ¡Cuánto orden y decoro en sus calles! ¡Cuan admirables sus leyes, que suman el principio eterno de la justicia y el otro principio eterno de las libras, los chelines y los peniques, para aplicar el total a todos los agravios civiles, desde el agravio al honor de un hombre, hasta el agravio a las narices de un hombre! Usted ha perdido a mi hija: ¡libras, chelines y peniques! Usted me ha tumbado de un golpe en la cara: ¡libras, chelines y peniques! ¿Hasta dónde podía llegar la prosperidad material de un país semejante? Obenreizer se proyectaba hacia el futuro pero no era capaz de ver el fin. El entusiasmo de Obenreizer pedía autorización para mostrarse, al estilo inglés, en un brindis. ¡He aquí terminada nuestra modesta cena, he aquí nuestro frugal postre sobre la mesa, y he aquí a un admirador de Inglaterra que se adapta a las costumbres nacionales y pronuncia un discurso! ¡Un brindis por sus blancos acantilados de Albion, Mr. Vendale! ¡Por sus virtudes nacionales, su clima estupendo y sus fascinantes mujeres! ¡Por sus Chimeneas, por sus Hogares, por su Habeas Corpus y por todas sus demás instituciones! En una palabra: por Inglaterra! ¡Hip, hip, hip, hurra!