Callejón sin salida (10 page)

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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

BOOK: Callejón sin salida
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La voz de Obenreizer apenas había terminado de enunciar la última palabra de su brindis inglés, el amigo silente apenas había acabado de tomar la última gota de su vaso, cuando el festejo se vio interrumpido por un mesurado golpe en la puerta. Una doncella entró y se acercó al señor de la casa con una nota en la mano. Obenreizer abrió el papel con el ceño fruncido y, despues de leerla con una expresión de verdadero fastidio, la pasó a su compatriota y amigo. El ánimo de Vendale se fortaleció al ver esos trámites. ¿Tendría un aliado en la pequeña nota fastidiosa? ¿Llegaría por fin la oportunidad por la que esperaba hacía tanto tiempo?

—Me temo que no hay más remedio —dijo Obenreizer a su compatriota—. Me temo que debemos ir.

El amigo silente le devolvió la misiva, encogió sus anchos hombros y se sirvió un último vaso de vino. Sus gordos dedos se demoraron con cariño en torno al cuello de la botella y lo apretaron con un estrujón amante en el momento de la separación. Sus ojos saltones miraron nublados a Vendale y Marguerite, como a través de una bruma interpuesta. Con mucho esfuerzo consiguió elaborar y dar a luz, articulada, una frase completa.

—Creo —dijo— que habría tomado un poco más de vino— le falló el aliento tras tamaño esfuerzo, resolló y se encaminó a la puerta.

Obenreizer se dirigió a Vendale con un aire de profunda preocupación.

—Estoy tan sorprendido, confundido, afligido —empezó a decir—. Un compatriota mío ha tenido un contratiempo. Está solo, no habla inglés… mi buen amigo aquí presente y yo no tenemos más alternativa que acudir en su ayuda. ¿Qué puedo decirle para excusarme? ¿Cómo puedo describirle mi aflicción por verme privado de esta manera del honor de su compañía?

Hizo una pausa, evidentemente con la expectativa de que Vendale cogiera su sombrero y se marchase. Al ver, por fin, su oportunidad, Vendale decidió que no haría nada de eso. Se enfrentó a Obenreizer con habilidad con las mismas armas de Obenreizer.

—Por favor, no se aflija —dijo—. Esperaré aquí con gusto a que usted regrese.

La cara de Marguerite se cubrió de un hondo sonrojo; la joven se dirigió al rincón cercano a una de las ventanas, donde estaba su bastidor de bordado. La niebla surgió en los ojos de Obenreizer, y una sonrisa un tanto acida subió a sus labios. Si decía a Vendale que no había posibilidades concretas de que regresara a una hora adecuada, corría el riesgo de ofender a un hombre cuya opinión favorable tenía una sólida importancia comercial para él. Por tanto, aceptó su derrota con la mayor elegancia posible, y declaró que se sentía igualmente honrado y encantado por la propuesta de Vendale.

—¡Tan abierta, tan amistosa, tan inglesa! —decía a la vez que iba de un lado a otro, al parecer buscando algo que necesitaba; desapareció un momento por la puerta plegable que comunicaba con la sala contigua, volvió con su sombrero y su abrigo y, asegurando que regresaría lo antes posible, abrazó los codos de Vendale y se desvaneció de la escena en compañía del amigo silente.

Vendale se volvió hacia el rincón cercano a la ventana, en el que Marguerite se había enfrascado en su labor. Allí, como si hubiera caído del cielo raso o emergido del suelo, allí, en su actitud de siempre, con la cara vuelta hacia la estufa, ¡estaba sentado un obstáculo que no se había visto antes, en la persona de
Madame
Dor! La mujer se incorporó a medias, a medias miró por sobre sus anchos hombros a Vendale y se dejó caer otra vez. ¿Estaba trabajando? Sí. ¿Limpiaba los guantes de Obenreizer, como en otras ocasiones? No: zurcía los calcetines de Obenreizer.

El caso era desesperado. Dos consideraciones serias se concretaron en la mente de Vendale. ¿Era posible meter a
Madame
Dor en la estufa? No cabía dentro de la estufa. ¿Era posible tratar a
Madame
Dor no como a una mujer viva sino como a un objeto del mobiliario? ¿Podría la mente ser obligada a contemplar a esa respetable matrona como a un mero equivalente de una cómoda, con un tocado de tul negro accidentalmente abandonado sobre ella? Sí, se podía forzar a la mente a hacerlo.

Con un empeño ligero, en términos comparativos, la mente de Vendale lo hizo. Cuando tomó asiento en el antiguo poyo de la ventana, cerca de Marguerite y de su bordado, se produjo en la cómoda un movimiento sutil, pero no salió de ella ninguna observación. Hay que tener presente que los muebles sólidos no son fáciles de mover y que, en consecuencia, tienen esa ventaja: no existe el peligro de desbaratarlos.

Silenciosa e incómoda, en contra de lo habitual, mientras su rubor se desvanecía, veloz, de su rostro, con los dedos invadidos por una energía febril, la bella Marguerite se inclinaba sobre su labor y trabajaba como si su vida dependiese de ello. No mucho menos agitado, Vendale sintió la importancia de llevarla con el máximo de tacto a la declaración que estaba deseoso de hacer y a la otra declaración, más dulce aún, que tanto anhelaba oír. El amor de una mujer nunca ha de tomarse por asalto, pues se rinde insensiblemente ante una actitud de aproximación gradual. Se aventura por caminos sinuosos y escucha las voces medidas. Vendale evocó sus anteriores encuentros, cuando viajaban juntos por Suiza. Ambos recordaron sus impresiones y los acontecimientos de ese feliz tiempo pasado. Poco a poco la incomodidad de Marguerite se desvaneció. Sonreía, se mostraba interesada, miraba a Vendale, empezó a dejar de lado la aguja, y dio algunas puntadas torpes en su labor. Sus voces se volvían cada vez más bajas; sus caras se acercaban más y más a medida que hablaban. ¿Y
Madame
Dor?
Madame
Dor se portó como un ángel. En ningún momento miró hacia atrás; en ningún momento dijo una palabra: seguía con los calcetines de Obenreizer. Estiraba cada uno de ellos sobre su brazo izquierdo, y lo alzaba de cuando en cuando para tener luz en su trabajo; hubo momentos, delicados e indescriptibles momentos, en que
Madame
Dor parecía estar sentada cabeza abajo, mientras observaba una de sus respetables piernas levantada en el aire.

A medida que pasaban los minutos, esas elevaciones se sucedieron tras espacios más y más prolongados. De vez en cuando el tocado de tul negro se balanceaba, caía hacia adelante, se volvía a enderezar. Un atado de calcetines se deslizó suavemente del regazo de
Madame
Dor y quedó en el suelo sin que nadie lo advirtiera. Un prodigioso ovillo de hilo siguió a los calcetines y rodó, indolente, bajo la mesa. El tocado de tul negro se balanceó, cayó hacia delante, se enderezó, se inclinó otra vez, cayó hacia delante otra vez y ya no volvió a enderezarse. Un sonido compuesto, en parte como el ronroneo de un gato enorme y en parte como el de un cepillo que alisara una madera blanda, se alzaba por encima de los susurros de los amantes y vibraba a intervalos regulares en la habitación. La Naturaleza y
Madame
Dor se habían unido a favor de los intereses de Vendale. La mejor de las mujeres dormía.

Marguerite se puso en pie para detener no los ronquidos sino, digamos, el reposo audible de
Madame
Dor. Vendale puso su mano en el brazo de la joven y con suavidad hizo que volviera a su silla.

—No la moleste —susurró—. Estaba esperando para decirle un secreto. Permítame que lo haga ahora.

Marguerite volvió a su asiento. Trató de volver a su aguja. Inútil, los ojos le fallaban, la mano le fallaba, no podía encontrar nada.

—Hablábamos —dijo Vendale— del tiempo feliz en que nos conocimos y por primera vez viajamos juntos. Tengo que hacerle una confesión. Le he ocultado algo. Cuando hablamos de mi primera visita a Suiza, le enumeré todas las impresiones que me traje de regreso a Inglaterra, excepto una. ¿Adivina usted de cuál se trata?

Los ojos de la muchacha se fijaron decididos en el bordado y su cara se apartó un poco de él. En el impecable corpiño de terciopelo empezaron a mostrarse unos signos de perturbación, en la zona en que estaba el broche. Marguerite no respondió. Vendale repitió la pregunta sin misericordia.

—¿Puede adivinar cuál es esa única impresión suiza de la que aún no le he hablado?

La cara de la joven se volvió a él y un sonrisa débil tembló en sus labios.

—¿Quizá una impresión de las montañas? —dijo con timidez.

—No, una impresión mucho más preciada que esa.

—¿De los lagos?

—No. Los lagos no se han vuelto más queridos en mi recuerdo cada día. Los lagos no están asociados con felicidad presente ni con mis esperanzas futuras, Marguerite. Todo lo que hace apreciable la vida para mí está suspendido de una palabra de sus labios. ¡Marguerite! ¡La amo!

Cuando él le cogió la mano, la cabeza de la joven se abatió. Vendale la atrajo hacia sí y la miró. Las lágrimas que brotaban de sus ojos bajos caían lentamente por sus mejillas.

—¡Oh, Mr. Vendale —dijo con tristeza—, habría sido más amable de su parte guardar su secreto! ¿Ha olvidado la distancia que hay entre nosotros?

—Marguerite… una distancia que usted impone. Mi amor, querida mía, no hay rango más alto en bondad, no hay rango más alto en belleza que el suyo. ¡Por favor! ¡Murmure esa breve palabra que me diga que será mi mujer!

Marguerite suspiró con amargura.

—¡Piense en su familia —susurró—, y piense en la mía!

Vendale la atrajo un poco más hacia sí.

—Si usted se ampara en un obstáculo como ése —dijo—, pensaré una sola cosa: pensaré que la he ofendido.

La muchacha se sobresaltó y alzó los ojos.

—¡Oh, no!— exclamó inocentemente. En cuanto esas palabras salieron de sus labios, comprendió que podían ser la base de muchas cosas. Su confesión se le había escapado a su pesar. Una preciosa ola de rubor le invadió la cara. Hizo un esfuerzo breve para desprenderse de los brazos de su amante. Lo miró con aire de súplica. Procuró hablar. Las palabras murieron en sus labios bajo el beso que les imprimió Vendale.

—¡Suélteme, Mr. Vendale! —pidió con voz débil.

—Llámame George.

Marguerite dejó caer la cabeza sobre el pecho. Todo su corazón, al fin, fue hacia él.

—¡George! —susurró.

—Dime que me amas.

Los brazos de la joven se enlazaron con dulzura en torno al cuello de Vendale. Sus labios, tímidos, tocaron la mejilla del muchacho antes de susurrar las palabras deliciosas.

—Te amo.

En el instante de silencio posterior, el sonido de la puerta de la casa, que se abrió y cerró, llegó con claridad hasta ellos desde la quietud helada de la calle.

Marguerite se puso de pie.

—¡Déjame! —pidió—. ¡Él ha vuelto!

Atravesó el salón de prisa y al pasar tocó el hombro de
Madame
Dor, que se despertó en medio de un ronquido sonoro, miró primero por encima de un hombro y después por encima del otro, echó una mirada a su regazo y descubrió que no había en él ni calcetines ni hilo ni aguja de zurcir. Al mismo tiempo se oyeron pasos que subían la escalera.

—¡Mon Dieu! —dijo
Madame
Dor dirigiéndose a la estufa y temblando como una hoja. Vendale recogió los calcetines y el ovillo y se los pasó por encima del hombro—. ¡Mon Dieu! —dijo
Madame
Dor por segúnda vez, cuando el alud de objetos cayó en su amplia falda.

La puerta se abrió y entró Obenreizer. Su primera mirada al salón le hizo ver que Marguerite estaba ausente.

—¡Qué! —exclamó— ¿Mi sobrina se ha retirado? ¿Mi sobrina no está aquí para atenderlo en mi ausencia? Esto es imperdonable. La traeré de inmediato.

Vendale lo detuvo.

—Le ruego que no moleste a Miss Obenreizer —dijo—. ¿Ha vuelto usted solo, sin su amigo?

—Mi amigo se ha quedado para consolar a nuestro afligido compatriota. Una escena enternecedora, Mr. Vendale. Las cosas del hogar estaban perdidas en el silencio de la casa de empeños. Mi admirable amigo fue el único que mantuvo la compostura; de inmediato mandó a buscar una botella de vino.

—¿Puedo decirle unas palabras en privado, Mr. Obenreizer?

—Por supuesto —se volvió a
Madame
Dor—. Mi buena mujer, usted necesita descansar con toda urgencia. Mr. Vendale la dispensará.

Madame
Dor se puso de pie y con trayectoria sesgada inició su camino desde la estufa a la cama. Dejó caer un calcetín. Vendale lo recogió, se lo dio y le abrió una de las puertas plegables. Ella dio otro paso y dejó caer otros tres calcetines. Mientras Vendale se inclinaba para recogerlos, como antes, Obenreizer se interpuso disculpándose con profusión a la vez que echaba una mirada de advertencia a
Madame
Dor, que dio por recibida la amonestación tirando todo el atado de calcetines y huyendo llena de pánico de la escena del desastre. Obenreizer recogió todo el montón con las dos manos y un gesto decidido.

—¡Vayase! —gritó y con el increíble revoltillo que llenaba sus manos describió una curva en el aire.

—¡Mon Dieu! —dijo
Madame
Dor y se esfumó en la habitación contigua, perseguida por una lluvia de calcetines.

—¡Qué pensará usted, Mr. Vendale —dijo Obenreizer al cerrar la puerta—, de esta lamentable intrusión de pormenores domésticos! Por mi parte, me avergüenzo. Estamos empezando el Año Nuevo del peor modo posible; todo ha ido mal esta noche. Siéntese, por favor… Dígame: ¿qué puedo ofrecerle? ¿Podemos presentar nuestros mejores respetos a otra de sus nobles instituciones inglesas? Es mi deseo mostrarme alegre, como dicen ustedes. ¿Qué le parece un grog?

Vendale rechazó el grog con todos los debidos respetos hacia tan noble institución.

—Quiero hablarle de un tema en el que estoy profundamente interesado —dijo—. Usted habrá observado, Mr. Obenreizer, que desde un primer momento he sentido una admiración nada común por su encantadora sobrina.

—Usted es muy cortés. Le doy las gracias en nombre de mi sobrina.

—¿Notó usted, últimamente, que mi admiración por Miss Obenreizer se ha transformado en un sentimiento más tierno y hondo…?

—¿Podríamos llamarlo amistad, Mr. Vendale?

—Podríamos llamarlo amor… y estaríamos más cerca de la verdad.

Obenreizer saltó de su silla. El latido apenas visible que era su mayor aproximación a un cambio de color se dejó ver de pronto en sus mejillas.

—Usted es el tutor de Miss Obenreizer —prosiguió Vendale—. Le pido que me otorgue el mayor de todos los favores: le pido que me conceda la mano de su pupila.

Obenreizer volvió a caer en la silla.

—Mr. Vendale —dijo—, me deja usted de piedra.

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