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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos (10 page)

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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El verano de 1992 se presentaba como la culminación de toda una época en la España posterior a la transición. La cultura del pelotazo alcanzaba su apogeo, primero llegando con fuerza desde la primavera en Sevilla con su exposición universal, y ahora en Barcelona con unos excitantes Juegos Olímpicos. Fue un curioso guiño que nuestro grupo se subiese al tren de ese clamoroso ambiente, donde la palabra éxito empezaba a ser asimilada en la hasta entonces poco ambiciosa mentalidad española. Ése fue también nuestro verano. Mientras nos íbamos asentando en la práctica de un sistema ya bastante cerrado y en unas ganancias medias muy estables en el casino de Madrid, mi padre acababa de descubrir otro filón que nos obligaría por primera vez a organizar dos grupos que operaran de forma simultánea, procurándose un buen sistema de comunicación para seguir de cerca los avatares de todo lo que ocurriese en dos lugares distanciados entre sí por unos setecientos kilómetros.

El ambiente que se respiraba era de euforia y nosotros también nos empapamos de ella. A pesar de que a menudo lo intentábamos, nunca llegamos a sentirnos como nuevos ricos (décadas de sobria cultura familiar nos impedían disfrutar de ese novedoso estadio). Es cierto que nunca nos interesó gastar demasiado dinero en hoteles o restaurantes caros, pero nos gustaba pensar que nos sentíamos hijos de nuestro tiempo, y eso de ganar tanto dinero en tan poco tiempo nos parecía tan excitante como intenso. En esos momentos, a menudo nos acordábamos de lo que dice el poeta: la prosperidad es la mejor defensa de los principios que uno pueda llegar a tener.

En aquellas fechas había días que ganábamos dos o tres millones de pesetas en Madrid, mientras que en Lloret acabábamos la noche con algo parecido, o a veces incluso más, ya que allí decidimos jugar bastante más fuerte. Si a esto le sumamos aspectos individuales como el hecho de que Guillermo se licenciara en derecho por esas fechas con gran alborozo de su familia (ya que era una importante meta en su entorno más próximo), que Cristian, junto a sus distintas novias, se convirtiese en un turista de fin de semana de algunas capitales europeas, o que en aquel verano una canción que compuse en el invierno anterior llamada «Africanos en Madrid» fuese uno de los éxitos más populares de esa temporada (no era extraño salir del casino y automáticamente escucharla en el coche o en cualquier local que frecuentásemos), es perfectamente explicable esa sensación de fluidez que experimentábamos en todo momento.

Una de las claves de esa época fue el exhaustivo estudio que mi padre realizó de las mesas de Lloret. Con un estilo no demasiado distinto de un deportista de élite preparándose para los inminentes Juegos, se tiró casi un mes del hotel al casino y del casino al hotel. Cuando no registraba números o jugaba con prudencia para tomar la medida real de las mesas y del personal del local, se encontraba estudiando todos los datos en el hotel, a la vez que se congratulaba de los magníficos resultados que le comunicábamos desde Madrid.

Según nos contó a Guillermo y a mí cuando por fin subimos a la costa para empezar a jugar en serio, lo primero en que se fijó (más allá de una camarera estupendamente uniformada) fue en los dos directivos que manejaban aquel negocio que, junto con el de Barcelona y otro más en Figueres, poseía una familia tan absolutamente multimillonaria como absolutamente altoburguesa de la Cataluña de toda la vida. Uno de ellos, que más tarde supimos que se llamaba Josep Obiols, parecía una persona prudente y mesurada, una de esas que, no contento con predicar con el ejemplo, suele hacer proselitismo de la tremenda importancia que poseen los pequeños placeres de la vida en el transcurso de la misma.

En cambio, al señor Rodolfo Garó se le veía más curtido en enfrentamientos cara a cara con cualquiera que se le plantase, ya fuera… el comité de empresa, el concejal de tributos del ayuntamiento o la cofradía de recolectores de remolacha si era necesario. Al verlo, de inmediato nos surgió el mote de los motes: el Caraperro.

Es sorprendente cómo una mera palabra puede ahorrar tanto desgaste emocional para el que al escribir se encuentra en la necesidad de construir una descripción que sea a la vez veraz, literaria y rica en matices. Un sólo vocablo nos parecía que, de una manera absolutamente definitiva, ponía a aquel personaje en su sitio. Además, nos permitía el lujo de saborear, con cierto estilo de hedonismo mediterráneo, un familiar regusto de control de la situación cada vez que pronunciábamos su recién estrenado apodo. Era nuestro código, nuestra clave secreta que nos permitía interpretar con un sólo golpe de voz alguna de las situaciones surrealistas que allí se iban sucediendo. Allí las ruletas eran maravillosas, casi te regalaban el dinero, y lo único que había que hacer era estar a pie de mesa para recogerlo. Muchas mañanas bajábamos a Barcelona y disfrutábamos del ambiente y de las distintas competiciones deportivas que se daban cita (Carl Lewis, Fermín Cacho, y hasta llegamos a presenciar un partido del Dream Team americano de baloncesto). Después de algún arroz o de una exquisita caldereta, solíamos darnos una vuelta por diferentes locales de la Diagonal, y de allí de regreso a Lloret, con la mentalidad de minero de altos vuelos; mientras más «picásemos en la veta», más beneficios obtendríamos.

Desde luego, todo no fue tan fácil como pueda parecer en esta descripción, aunque sí así de idílico. Para eso ya estaba Caraperro, que no dudaba en demostrarnos quién era el que llevaba los pantalones dentro del casino. Cuando no nos seguía los pasos incluso hasta el aparcamiento donde dejábamos el coche, nos esperaba en la puerta para dejarnos claro desde el principio de la jornada que era él quien regentaba el lugar.

Pero llegado el momento de ponernos a jugar en serio, empezamos a darnos cuenta de que más allá de la inevitable e inquietante presencia de Caraperro, teníamos un problema logístico. En algo menos de un mes habíamos ganado cerca de cuarenta millones de pesetas y, al no encontrarnos en casa, la pregunta era: ¿Qué hacemos con el dinero para que esté seguro? Una opción era dejarlo en depósito en la caja del casino, cosa que es muy habitual entre los jugadores que una noche ganan más de lo que esperaban, pero con el ambiente enrarecido que se iba creando era algo que no nos apetecía demasiado. Por supuesto, ingresarlo en una cuenta bancaria era algo que no se debía hacer por razones obvias, así que optamos por el método del «calcetín». El problema fue que, aunque conseguíamos que en caja nos pagasen con unas exultantes fichas de color grana y oro con valor de un millón de pesetas, las tímidas cajas fuertes de nuestras habitaciones ya no daban para más. Enseguida el problema fue que cada vez que intentábamos «ingresar» nuevas fichas en el interior de las mismas, las muy fieles y antiguas placas que llevaban esperando nuestra atención a lo largo de toda la jornada, quietecitas en las habitación, se caían por los suelos. Intentábamos empujar para que todas conviviesen en armonía, pero la sensación de desbordamiento era patente.

No tuvimos otra opción que comprarnos unas buchacas («buchancas» en argot flotillero) y asumir el riesgo de pasearnos con una buena representación de las mismas allí donde se nos ocurriese ir. De ahí surgió una anécdota cuando nos acercamos con la intención de realizar una prospección al casino situado en el fastuoso Castillo de Peralada (Figueres): salíamos de dar la vuelta de reconocimiento y pensamos que era una buena oportunidad para cobrar en efectivo alguna de las fichas que venían con nosotros. En ese momento nos encontrábamos mi padre, yo y nuestro asiduo compañero de viajes Antonio González-Vigil.

—Por favor, señorita. Necesitaríamos cambiar algunas fichas que nos sobran —le pidió mi padre a la señorita de la caja.

—Ningún problema, señor. ¿Cuánto quieren cambiar? —le preguntó con ostentosa educación.

Mi padre abrió la buchaca y emergieron algo presionadas unas doce placas, a las que tuvimos que interponer una mano amiga para que no se desparramasen por el suelo. La señorita, como buena profesional, consiguió matizar su sorpresa ante tal evento y, sin dejar de sonreír, puso cara de yo no he sido.

—¿Eso es todo? —preguntó la señorita sin que le temblara la voz.

—Bueno, realmente no es que yo quiera cambiar todas mis fichas, pero quizá sería mejor que también vosotros cambiarais alguna, ¿no?

Entonces yo abrí, ya con el celo que otorga la experiencia, mi bolsillo, mostrando al menos otras nueve fichas que fui sacando una a una mientras las iba contando.

—¿Tiene usted alguna más? —volvió a preguntar dirigiéndose a Antonio, ahora ya con cara de preocupación.

—No se preocupe, señorita. Yo estoy en tieso.

El casino de Lloret no era demasiado grande, aunque sí tenía las mesas de juego muy bien repartidas, lo que hacía que hubiese una gran diversidad de opciones. Pero claro, era muy difícil pasar inadvertido, dado el escaso espacio por donde moverse, al hecho de que el personal tampoco era excesivo y de continuo se repetía, y a que apostábamos cantidades que excedían con mucho la práctica habitual de un negocio de costa dirigido en especial hacia un tipo de turista medio que preferentemente era francés, inglés o italiano, todos ellos con la nariz muy roja debido al exceso de exposición al sol y alguna que otra copa de más.

Los primeros días apareció el tópico desprecio que los casinos tienen ante los jugadores sea cual sea su condición, con la firme idea del «ya se lo dejarán». Pero enseguida empezaron a dar muestras de inquietud ante la avalancha que se les venía encima. Debido a que era un casino con una afluencia de público muy irregular, pasábamos muchas horas del día jugando casi sólos en las mesas, lo que provocaba que el ritmo de juego fuese trepidante, y eso era muy positivo para nuestro sistema, ya que cuantas más bolas se jugaran, mejor. Hubo un día que marcó definitivamente el punto de inflexión en el aguante del que habían hecho gala hasta entonces, y es que una mesa que ya había sido muy estudiada y que mostraba ser una de las más potentes del local, decidió empezar a vomitar dinero, sacando sin parar los números que nosotros le jugábamos.

Primero porque durante la tarde no hubo demasiados clientes y segundo porque por la noche el estado de tensión fue tan grande que ningún cliente se atrevía a meterse en aquel temporal, el caso es que estuvimos más de ocho horas jugando prácticamente solos. Conseguimos alcanzar una media de juego de unas sesenta y cinco bolas a la hora, cuando lo habitual era situarse en torno de las 35-40 en la misma medida de tiempo. Por supuesto, nuestro amigo Caraperro asumió el mando en la operación de acoso y derribo hacia nuestras personas, y no dudó en utilizar todas las artimañas que se le pasaban por la cabeza, especialmente las que afectaban al plano psicológico, método que seguramente había aprendido en alguna de las típicas reuniones de empresa donde se dota al personal del cuerpo de conocimientos necesarios para relacionarse con el cliente gracias a una sutil estrategia de marketing para iniciados.

Repetidas veces hizo ostentación de acordarse de nuestras madres, tanto con el pensamiento como con la palabra, aunque esto último siempre lo hizo por lo bajini. También nos miró intensamente a los ojos hasta obligarnos a negarle la mirada, cambió las bolas con las que se estaba jugando todas las veces que creyó oportuno, tampoco dudó en cambiar a todos lo crupieres que «nos estaban dando suerte», destrozando la rotación laboral de aquel día, insultó a sus subordinados a voz en grito cada vez que eran capaces de repetir algún número concreto al que estuviéramos jugando, y sobre todo, a partir de cierto momento exigió que se lanzase la bola entre apuesta y apuesta lo más rápido posible para no darnos oportunidad de colocar con acierto las dieciséis o diecisiete apuestas que teníamos que realizar después de la caída de cada bola.

Resulta paradójico que él mismo se cavase su propia tumba, ya que lo que realmente estaba consiguiendo era aumentar el ritmo de apuestas por hora y eso, más allá de que era el día de la mesa, hizo que llegásemos a alcanzar una ganancia de unos diez millones de pesetas, que era una absoluta barbaridad para un casino de aquellas características. No contaba que con la técnica aprendida en Madrid sabíamos manejar las fichas tan bien como cualquiera de los crupieres con los que nos estábamos enfrentando, por lo que antes de que pudieran decir el «no va más» ya estaban colocadas todas y cada una de las fichas para completar nuestra jugada. Además, también hay que contar con el hecho palpable de que ellos se hallaban totalmente descompuestos gracias al despliegue que su jefe estaba poniendo en práctica sobre trabajo en equipo y desarrollo motivacional del personal.

Y mientras tanto, ¿dónde estaba el señor Obiols? Pues siempre en la distancia y con cara de terror. Con visible nerviosismo, no paraba de hablar por teléfono con alguien que seguramente no sería su amante ni tampoco su mujer. El caso es que esa noche cerramos la sesión con una ganancia neta en esa mesa de unos once millones y medio de pesetas; a partir de entonces, ya no pararon en la búsqueda de soluciones para conseguir anularnos.

En toda esa vorágine que empezaba a organizarse allá en Girona, una noche que llegaba a su fin, Antonio nos comentó que no tenía ganas de irse a dormir y que prefería, aunque fuese solo, salir a tomar una copa en alguno de los muchos locales que ofrecen ocio y embrutecimiento en aquella zona costera.

—Ve con Dios —le deseé, oliéndome algo.

Como al día siguiente nos confesó, dos o tres carantoñas a lo largo de la noche de una crupier que se llamaba Esther le dieron pistas. Después de una exhaustiva prospección por dichos locales acabó dándose de cara con ella y con su permeabilidad ante foráneos de alta capacidad adquisitiva. Lo cierto es que Esther era un encanto de persona, y fueron varias veces las que acabamos todo el grupo cenando o tomando una copa con ella. Como casi todos los profesionales de su ramo, no paraba de largar de sus jefes y de las penosas condiciones laborales que, por añadidura, no permitían ilusionarse demasiado con ascensos o mejoras en el propio trabajo. Un día empezó a describirnos aspectos particulares de sus superiores.

—Pues claro. ¿No veis que Obiols es un absoluto pelagatos que sólo hace lo que dice Caraperro?

A pesar de que se encontraba inmersa en una extensa y detallada exposición sobre sus emociones más virulentas, pudo apreciar un gesto de sorpresa en nuestras caras y replicó:

—Sí, bueno. Es que nosotros, entre los compañeros, llamamos Caraperro al cateto de Garó.

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