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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

La fabulosa historia de los pelayos (15 page)

BOOK: La fabulosa historia de los pelayos
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Allí había un crupier con pinta de longevo hippy, limpio y retirado, que fue un caso único que encontramos en el tema de las propinas.

—No, gracias. No las acepto —nos decía después de darnos dos veintiuno doblados.

—Déjeme que le regale el Cry of love de Hendrix, que acabo de encontrar en disco compacto —le insistía, esperando sorprenderle.

—No, gracias. Ya lo tengo.

Al final pudimos ponernos ochocientas mil arriba. Questa va bene, así que decidimos volver a Madrid, quedando tan amigos del casino como no nos había ocurrido en ningún sitio anterior. Nos enviaron invitaciones para que volviéramos, adjuntando a los billetes de avión bonos de alquiler de un coche. Fue una pena que nunca encontráramos hueco para aprovechar esta sorprendente amabilidad, pues no nos fue posible volver a la isla.

El otro punto culminante de nuestra época de black jack acaeció en Madrid. Nuestro amigo canario Betancourt nos había iniciado en una técnica nueva llamada shuffle tracking, que nos fascinó desde el principio, sobre todo por su nombre. Era una búsqueda de cartas grandes —las deseadas en este juego—, sin necesidad de llevar la trabajosa cuenta que es la base de todos los sistemas del veintiuno. Cuando observábamos en el reparto de cartas que salía una racha de grandes, intentábamos localizarlas en la pila de descartes, que posteriormente el crupier necesitaba para barajar e iniciar un nuevo reparto. Cuando se realizaba este barajeo, uno de nosotros iba siguiendo dónde quedaba aproximadamente el grupo de cartas altas y cuando se nos daba a cortar las seis barajas, lo hacíamos de manera que este grupo quedase en la primera zona de reparto con lo que comenzábamos a jugar fuerte desde el principio, esperando recibir buenos puntos de primera mano. La principal cuestión era que uno de nosotros debía cortar la baraja y que quien lo hiciera tenía que recibir indicaciones del que había vigilado el trasiego de cartas para hacer el corte en el sitio correcto, llevando así a nuestros ansiados ases y figuras a la parte superior del mazo de naipes. Intentamos resolver el primer punto jugando tres en una misma mesa y ganándonos la confianza del resto de los posibles jugadores, que nos cedían la carta de corte convencidos, y con razón, de que haríamos algo bueno para todos. La parte más divertida era la comunicación del sitio ideal por donde meter la carta. Habíamos acordado dividir imaginariamente el mazo en seis partes naturales correspondientes a las seis barajas que lo componían, por lo que había sólo cinco puntos de corte. Había que transmitir un número que iba del uno al cinco. Recuerdo que en aquellos días se habían disputado unos partidos de la Copa de Europa de fútbol que todos habíamos comentado ampliamente, como se merecían. Pues bien, basándonos en los resultados de esos partidos referíamos el número del corte. Por ejemplo, si el Barcelona había derrotado cinco a uno al Hamburgo, todo lo que dijera Santi, que era el encargado de hacer el seguimiento, en relación con Alemania, Beethoven o las salchichas, quería decir uno. Si mencionaba la Costa Brava o la butifarra, se refería al cinco.

—Me parece un poco rollo el libro de Pessoa —afirmaba Santi con naturalidad para que Iván se abalanzara sobre el corte tres, porque ésos eran los goles que el Oporto había conseguido contra un deprimido equipo de Europa del Este.

Al crupier se le ponía a veces cara de estupor al escuchar nuestra absurda conversación, que mezclaba el vino chianti con los castillos del Loira, el lago Balatón con la cuñada de Aldous Huxley, o el tópico de las suecas con los encajes de Brujas. Las cartas grandes iban para arriba, y no parábamos de ligar veintes y veintiunos, con sus premios adicionales de black jacks.

De esta guisa, aquella memorable noche armamos un auténtico lío en el casino de Madrid, porque jugando por lo que entonces era el máximo (cien mil pesetas) conseguimos llegar en media hora a los seis millones de pesetas de ganancia. Para entonces ningún otro jugador estaba sentado a la mesa con nosotros. Preferían contemplar el espectáculo que los tres estábamos dando jugando cada uno dos casillas, es decir cubriendo seis puestos por el máximo y disfrutando de una racha soñada, con el crupier yéndose frecuentemente a 23 y más alto, o lo que es lo mismo, pasándose la banca, con la consiguiente ganancia de todos los jugadores al mismo tiempo. Cuando esto ocurría, estallaba un ¡Oh! alborotado en nuestros flancos cada vez más llenos de jugadores y conocidos, que nos aseguraban disfrutar con la paliza que le estábamos dando en ese momento al casino. Poco después desbordábamos los diez millones y se produjo un parón en el reparto de cartas.

—¿Sucede algo? —le preguntamos al agobiado crupier, que tenía el aspecto de la víctima inocente sobre quien iban a caer todas las culpas.

—Están decidiendo si sigue la partida —nos respondió con un tono que expresaba sus pocas ganas de mantener una charla con nosotros.

El asunto era que habíamos hecho saltar la banca, o sea el anticipo de dinero que la mesa tiene cuando abre; entonces es potestad del casino reponerlo o no, según su criterio. Viejos jugadores nos ilustraban sobre esta eventualidad mientras nosotros esperábamos tranquilamente a que decidieran hacer el ridículo con el cierre de la mesa o seguir enfrentándose a nuestra imparable racha.

Cuando el crupier anunció que habían repuesto los diez millones de anticipo y que la partida podía continuar, los jugadores que nos rodeaban llamaron a otros menos interesados en nuestra aventura para que se sumaran al espectáculo. Santi, fríamente, nos comentó algo sobre la ruptura del dique que acababa de producirse con el salto de la banca y yo hice el corte por el mazo dos, recordando los goles que el Ajax de Amsterdam le había hecho a un inoperante equipo noruego.

Retomábamos el pulso de la partida y, casi de inmediato, nos plantamos en los doce millones de ganancias, entre el alboroto de los demás jugadores y las caras de perplejidad de todos los jefes que rodeaban y vigilaban a su crupier, intentando comprender, con las pocas luces que tenían para asuntos de juego, lo que estaba pasando delante de sus abotargados ojos.

A partir de este momento la partida cambió y, aunque no retrocedíamos, nos costaba más trabajo llevarla adelante. Al cabo de un buen rato, habíamos mejorado en medio millón y decidimos que cuando perdiéramos uno, parábamos nuestro juego. En el peor de los casos cerraríamos con once y medio. Seguíamos avanzando, ahora más lentamente, hasta casi alcanzar los quince millones. Aún más gente se había acercado a seguir esta fase de forcejeo cuando se produjo el primer revés serio y decidimos parar, con la ganancia neta de trece millones setecientas mil pesetas. ¡Ya habría tiempo para gastar de manera indebida al menos parte de ese dinero!

Mucha gente nos acompañó a la caja, donde nos pagaron con cheques.

Éste fue nuestro momento álgido en el black jack. Dimos por supuesto que habíamos tenido mucha suerte, tan necesaria incluso con sistemas ganadores. A la larga constatamos que el veintiuno puede llegar a tener una ventaja máxima de un 1% de todo lo jugado. Con la ruleta llegamos a tener el 6% y descubrimos, haciendo simulaciones con el ordenador, que se necesita al menos un 3 % para tener la necesaria estabilidad que te permita asegurar la ganancia al final de un mes de juego.

El black jack no ofrecía este equilibrio mínimo y, tras algunos reveses, mi sobrino Santi volvió a Jerez para aceptar un trabajo que le había ofrecido otro familiar, y el resto de la flotilla también fuimos abandonando poco a poco.

11. ¿QUÉ COMERÁN?

Después de la desilusión que nos produjo el black jack en nuestra primera incursión en el mítico mundo del naipe, la flotilla miraba con desconfianza hasta la Carta Magna.

Aun así, unos años más tarde, cuando nuestra actividad en la ruleta se vio obligada a reducirse dada la presión de los casinos, no faltaron fuerzas para adentrarnos en nuevos negocios en torno al mundo de las cartas. Cuando todo el grupo volvía de trabajar y ganar en Las Vegas, yo venía entusiasmado con dos nuevos proyectos de juego profesional ampliamente difundidos en Nevada. Uno era la apuesta deportiva, que aquí en España se ofrecía únicamente a través de la quiniela; el otro, el clásico juego del póquer. En ambos la disputa era con otros jugadores y no contra el casino, como en el caso de la ruleta. Aquí la casa sólo hacía de juez, repartiendo el juego y cobrando una comisión más o menos alta por ello.

Póquer se había jugado siempre en nuestro país, pero en su versión «descubierta», que es la única que permite practicarlo como juego social donde pueden apostar hasta diez jugadores. Nuestro póquer, conocido con el nombre de chiribito, era una versión siniestra del original americano, y parece que fue introducido desde círculos recreativos militares en la época de la dictadura. No se permitía pensar y había que decidir las apuestas de inmediato, con el fin de convertirlo en una lotería. Creyendo yo que el póquer es el juego de mayor calado intelectual después del ajedrez, me parecía que nuestra versión castellanomanchega reflejaba claramente nuestra rancia idiosincrasia.

La modalidad de póquer que más se juega en América, con la que se disputa su mítico campeonato mundial, es la conocida como «Texas». Éste es un póquer abierto, con una amplia base combinativa en que el jugador entra o sale cuando le parece, por supuesto piensa lo que le apetece y además, en su versión de diario en los casinos, está reglamentado con apuestas limitadas, es decir, uno sabe siempre lo máximo que puede perder en cada jugada y por tanto es imposible apostar la casa o la mujer, como es fama que ocurría en tradicionales partidas españolas de tierra adentro.

Este póquer democrático, de gran éxito en todo el mundo, está ampliamente documentado con abundantes y magníficos libros que desmenuzan todos los vericuetos matemáticos que constituyen su esencia, así como acabados programas informáticos para analizar o simular cualquier eventualidad que pueda ocurrirse. Es como decir que todo el trabajo que había desarrollado con la ruleta ya estaba en este caso hecho. Sólo había que estudiarlo humildemente y esperar que los demás jugadores no fueran tan aplicados. ¡Cómo disfruté estudiándolo! Después de varios años de soledad navegando en los confines de la abstracción donde se halla situado el mundo del juego, al fin encontraba otros seres, normalmente judíos americanos inteligentísimos, que navegaban en entelequias parecidas. En la flotilla sólo a Iván, licenciado en filosofía, le interesaban algo estas cuestiones teóricas, pero el despliegue vital que suponía nuestra experiencia primaba, afortunadamente, en su alma joven.

El caso fue que, a la vuelta de América, ya en Madrid me asocié con aquel escritor y gran amigo llamado Enrique Portal. Ambos jugábamos al ajedrez con Juan, joven abogado que nos asesoró en el sentido de que, teniendo los casinos vedado este juego, montar un garito privado de póquer no era legal pero tampoco contrario a ninguna ley. Me encontré así delante de una de las palabras que más han sintonizado con mi carácter desde que llegué a la edad adulta: alegal (las otras pudieran ser coño, España, niño y alguna otra que contenga la letra ñ).

Ser básicamente alegal todavía me entusiasma. Se trata de habitar en una zona que se sitúa en el limbo, que la razón humana no ha previsto y donde no llega la ley ni la prohibición. Morando en ella se consigue, en las sociedades democráticas, que poco a poco el manto del derecho se alargue con necesarios retales que cubran la despoblada región.

Total, que cometimos el acierto de montar una casa de póquer Texas en la calle Montera de Madrid.

Esta modalidad con límite no era conocida por los jugadores españoles que se extrañaban de la inusitada templanza del juego. Las apuestas no eran fuertes, y a lo largo de una partida habitual de diez horas se podían ganar o perder unas ochenta mil pesetas.

Por allí venía algún tenor, un pintor, presentadoras de televisión y periodistas de suplementos dominicales que, junto con un literato como Enrique, formaban un colectivo de sistemáticos perdedores ante otro grupo integrado por antiguos crupieres, jugadores de ajedrez y revendedores de entradas de espectáculos taurinos, que eran habituales ganadores. Yo era amigo de todos y apreciaba sus trayectorias, pero decantaba siempre mi admiración hacia la función social insustituible de la reventa.

Los primeros creían en sus capacidades de precognición. Tomaban el juego como algo místico, despreciaban las matemáticas, cosa que ha sido siempre de buen tono entre nuestros intelectuales, y se dejaban llevar por arrebatos poéticos que solían llamar corazonadas. En definitiva, que eran tan malos jugadores como Dostoievski, o como una caterva de visionarios que nunca entendieron que el juego hay que afrontarlo con desprendimiento y decisión:

«Mi perro es tuyo, pero tiene mi estilo», cantaba Silvio, jugador de póquer y rockero sevillano.

Los que gustan de cambiar las ces por las kas carecen de estas cualidades al ser personas más dubitativas, egocéntricas y maníacas. La mezcla de racionalidad e imaginación, y una continua atención a las acciones del otro —olvidándose casi de uno mismo—, hace que el perfil más adecuado de un jugador sea el torero, el boxeador, el que lleva un tipo de vida surfista y el ya mencionado profesional de la reventa.

El ambiente era, pues, variopinto y lleno de contrastes. Enrique había publicado varios libros de poemas y ésta era su segunda casa de juegos. Karra Elejalde, de paso por Madrid, donde había estrenado un anarquista monólogo, expresaba su sentido de la utopía persiguiendo escaleras y colores imposibles. Pepe Santiago había sido crupier de póquer alegal toda su vida, muy bien considerado por los jugadores, había ganado una fortuna con su trabajo. Había un mito con su mala suerte y es cierto que una vez necesitaba solamente una victoria del Barcelona para hacer un catorce en una quiniela de pago medio, él era un jugador seguro y conservador, los catalanes ganaban por tres goles de diferencia entrado ya el segundo tiempo, pero el Zaragoza le empató al final en este último partido de la jornada.

De todas maneras nos ilustraba con maestría: «Todos los jugadores estamos contentos con nuestro saber y descontentos con nuestra suerte. Debiera ser al revés».

Siempre hablaba con propiedad y gustándose en los placeres del subjuntivo:

«Dice el maestro Torroba que ésta no es la melodía», afirmaba con gracejo madrileño cuando tiraba unas cartas que no le gustaban.

Allí conocí a Juan Carlos Mortensen. Se acercó una vez a la mesa, jugó un poco y le vi unas magníficas hechuras de jugador. Le animé a jugar en serio. Le hablé del buen montón de profesionales que se ganaban la vida en Estados Unidos con este póquer. Me interesaba tener un jugador fijo que consolidara las partidas diarias junto a Enrique y yo mismo. Me ofrecí a darle clases para iniciarlo en lo que luego podían rematar libros y programas de ordenador que también le presté. Sabía que él ganaría y, por lo tanto, jugaría a diario.

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