Read La fabulosa historia de los pelayos Online
Authors: Oscar García Pelayo
Tags: #Ensayo, #Biografía
—Ya, ya, pero estos tíos son bastante raros. Fíjate que ni siquiera quieren entrar en la Comunidad Europea —se me ocurrió comentar mientras me hacía a la idea de que al día siguiente me tocaría abrir fuego.
En realidad no es que la entrada en el casino fuese tensa porque nos tratasen mal o porque no nos quisieran dejar pasar. Simplemente veíamos malos rollos por todos lados.
—La verdad es que nos han dejado pasar sin problemas, pero el nota de la puerta parecía estar algo mosqueado, ¿no? —preguntó Cristian, un pelín inquieto.
—Yo creo que por aquí todo el mundo es así de antipático. Me esperaba más agobio, pero por ahora los veo como siempre —nos tranquilizó Guillermo.
A las cuatro de la tarde todos los casinos del mundo son iguales; más o menos en silencio, algunas mesas vacías y otras medio llenas, las camareras recién levantadas y bien maquilladas, las mismas caras de todos los días. Bueno, la verdad es que sólo llevábamos tres días allí, pero sabíamos que aquellas caras eran las de siempre. Aunque no queríamos admitirlo, algunos empleados hasta nos sonreían. Guillermo propuso que Cristian empezase a jugar en la mesa dos, ya que se suponía era la más potente, mientras nosotros echábamos un vistazo a todas las demás.
—¿No crees que primero deberíamos confirmar las ruletas y luego empezamos a jugar? —le pregunté.
—Da igual. Por unas bolas que eche Cristian tampoco va a pasar nada, y así podemos despistar. Si no, vamos a dar el cantazo con la poca gente que hay por aquí.
Más o menos en el mismo momento Vanesa y Marcos estaban mirando escaparates en la Kartner Strasse. Parece que las tiendas de la ciudad no estaban nada mal, y andaban comparando la decoración un tanto «rococó» con los establecimientos de Amsterdam, que por supuesto eran bastante más «hippies». Cada uno mata el estrés como puede.
Los dos caminaban mirando los precios y alguna otra cosa más. Concretamente, Marcos se quedó obnubilado observando cómo unos muñecos empezaban a salir del reloj de una iglesia.
—Eso es lo que tienen los carillones. Por esta parte de Europa hay un montón parecidos a ese —explicó Vanesa.
—La verdad es que le dan un toque muy elegante a la ciudad —no dudó en añadir Marcos. Vanesa aprovechó que se estaba hablando de relojes para recordar que debían pensar en volver al hotel para dormir un poco, ya que sobre las diez de la noche tenían que hacer las rotaciones con la otra parte del grupo. Pero de repente Marcos pidió algo más de tiempo.
—Espera, espera, que he visto algo que me gusta. Voy a entrar un momentito en esta tienda a comprarme esa corbata que tienen en el escaparate.
Totalmente ajeno a la sutil atracción que suele ejercer la sociedad de consumo, Cristian jugaba en la mesa dos tan tranquilo, casi como si estuviese solo. Como compañero de mesa tenía a un vejete que vestía con la clásica chaqueta austríaca, y al parecer no le iba mal a ninguno de los dos. Mientras tanto Guillermo y yo discutíamos sobre el hecho de que algo extraño había ocurrido, pero estábamos de acuerdo en que las ruletas eran las mismas.
—Sí, son las mismas, lo que pasa es que han cambiado los componentes de lugar. El plato de la mesa uno está con el soporte de la tres, el de la dos lo he visto en la cuatro, el de… —opinaba Guillermo.
Siempre que empezábamos una jornada comprobábamos minuciosamente todas las ruletas en las que íbamos a jugar y también en las que no. Desde el primer día que llegábamos a un nuevo local, nos fijábamos y apuntábamos rigurosamente las «marcas» que fuésemos capaces de ver en cualquier parte de la ruleta y que posteriormente pudieran identificarla. Arañazos, manchas supuestamente indelebles, dibujos específicos que caprichosamente nos ofrecían las maderas de esos artilugios, y todo lo que nos ayudase a estar seguros de que esa máquina que estábamos analizando, y en la que debíamos jugarnos los cuartos, fuese siempre la misma.
A menudo descubríamos que de pronto las ruletas habían sido cambiadas, unas veces de sitio y otras por ruletas absolutamente nuevas, lo que nos obligaba a reiniciar todo el trabajo, o sea, a perder varios días. Pero esta vez había sido especial. Era la primera ocasión en que nos enfrentábamos al hecho de que habían intercalado elementos entre las distintas ruletas de la sala. Por primera vez un casino había hecho trampa y, además, los máximos responsables se hallaban expectantes por ver cómo íbamos a reaccionar. Ya decía yo que en Viena era muy raro que la gente sonriera.
Decidimos avisar a Cristian para que dejase de jugar, a pesar de que aun con mesas equivocadas llevaba ganados unos cuatro mil chelines, y le pedimos que se quedase anotando los nuevos números y vigilando la reacción de los jefes del casino. Nosotros nos fuimos al hotel para hablar con el resto del equipo y llamar a mi padre. Al llegar nos fuimos directos al cuarto de Balón y, sin demasiados miramientos, interrumpimos su merecida siesta.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué se está quemando? —preguntó Balón con una lógica alteración del ánimo.
—Nos han movido las ruletas. Han cambiado piezas de unas a otras —le intenté explicar sin más preámbulos.
—Nos querían tender una trampa. Ya saben que reconocemos las máquinas y han intentado liarnos. Tenemos que pensar qué vamos a hacer. Anda, vístete que los otros deben de estar a punto de llegar —añadió Guillermo.
—Marchando, marchando.
Llevábamos los últimos meses preocupados porque íbamos advirtiendo que el tiempo de reacción de los distintos casinos era cada vez más estrecho. La planificación del trabajo ya no era cuestión de hacer rotar a un grupo en un lugar, o incluso a varios en distintos sitios. Últimamente debíamos estar a la que salta, obligados a preparar varios casinos a la vez para cambiar de uno a otro, y cada vez teníamos más ruletas que analizar en menos tiempo. Ahora que teníamos el sistema muchísimo más afinado y que disponíamos de bastante dinero acumulado por las ganancias obtenidas en los dos últimos años, podíamos golpear a los casinos con mucha más fuerza, pero a cambio sabíamos que era bastante más arriesgado, ya que después de una mala racha podían desestabilizar nuestro sistema cambiando las ruletas. Entonces teníamos que volver a empezar. Cada vez más gastos, más riesgo, y menos tiempo para rentabilizar cada operación, aunque cuando ganábamos, lo hacíamos por todo lo alto.
Pocos minutos después aparecieron Vanesa y Marcos, a los que volvimos a contar lo sucedido aquella tarde en el casino.
—¿Otra vez? Esto ya es demasiado —se quejó Marcos con cierto tinte de amargura en su voz.
—Sí, pero ahora es a mala leche, con trampa incluida. Dentro de un rato tenemos que llamar a tío Gonzalo para contarle la movida y ver si nos vamos o dejamos a alguien para que tome los números de las nuevas ruletas —le respondió Guillermo. Escondí mi parte del dinero en la caja de cereales y decidimos que cuando volviese Cristian no le sustituiríamos hasta hablar con mi padre.
—Tío Gonzalo, ¿me oyes? Yo a ti bastante bien. Pues nada, que por aquí empezamos a tener problemas —informaba Guillermo al cabo de un rato.
Este tipo de problemas empezaron seriamente en el casino de Madrid. Lo que pasó en Austria no fue muy diferente, aunque sí mucho más rápido.
Resulta que en Viena nos recibieron el tercer día entre sonrisas. Era demasiada buena educación incluso para austríacos. Nadie antes se había portado así. Siempre que ganábamos, los directivos de los casinos eran descorteses, especialmente en Tenerife, cuyos establecimientos pertenecían al Cabildo y lucían los malos modos propios de los funcionarios estatales. Siempre tuvimos una especial animadversión hacia la figura del jefe de sala. Por supuesto que aceptábamos la idea de que incluso también ellos eran criaturas de Dios, pero nos complacíamos en despreciarlos, como el boxeador encuentra fuerzas en el odio a su rival. Si alguno de ellos lee estas líneas, haría mejor en devolver el libro y cambiarlo por alguna novela histórica (de la misma editorial).
En Viena resultaba que nos estaban esperando como si fuéramos los enanitos del bosque. Guillermo e Iván vieron lo que había y se marcharon, aparentemente tranquilos. Nunca volvimos a jugar allí, ni les dimos remotamente la posibilidad de recuperar los nueve millones de pesetas que les habíamos arrebatado jugando dos días. Espero que sigan riendo.
Al día siguiente decidimos ir al restaurante Der Freischütz para celebrar por todo lo alto aquella gran victoria, que había supuesto hasta el momento la cumbre de nuestra aventura por varios casinos europeos.
—Marcos, por favor, pásame la salsa de arándanos que el jabalí está un poco seco —pidió educadamente Balón.
—¿Seco? Seco vas a dejar al dueño del restaurante como sigas así. Va a tener que darle a los clientes tortillita francesa —interrumpió Cristian.
—Claro, como tú no comes nada… Figurín, que eres un figurín —le respondió Balón con una gran risotada.
—Pues la verdad es que Cristian está que no para. Ya nos gustaría a los demás, y sobre todo a ti, Balón —apunté en cuanto me dejaron.
—Pero es que a mí no me interesa nada perder el tiempo ligando y aguantando rollos. Hay otros métodos más directos —respondió Balón, bastante ufano.
En ese momento Guillermo volvía del cuarto de baño, sorteando varias mesas y alguna que otra camarera vestida más o menos de lagarterana.
—Ahora que estamos todos vamos a hacer un brindis por el pelotazo que hemos dado —nos propuso Vanesa.
Todos levantamos nuestras inmensas jarras de cerveza bien cargada y empezamos a pegar gritos y vítores.
—Ya que estamos aquí, ¿por qué no lo decimos en alemán? Prost! —propuse también.
—Prost! Prost! Prost! —gritamos todos a una.
—Y ahora, a por Dinamarca. ¡Viva Vicky el Vikingo! —añadió Guillermo.
—¡Viva! —de nuevo todos a una.
Nos permitimos un día libre para acercarnos a Bratislava. Viena se encuentra solamente a unos cincuenta kilómetros de la frontera con Eslovaquia, que desde apenas hacía tres meses era un país independiente. Eran tiempos de cambios políticos en Europa, de tirar a la basura los viejos mapas que nos habían hecho aprender de memoria nuestros maestros de primaria. Ese día empezó a nevar muy pronto sin que en ningún momento parase hasta llegar la noche, y como no era cuestión de resfriarse, nos metimos en una cervecería después de pasear por la ciudad unas dos horas.
Bratislava era (y supongo que sigue siendo) un lugar encantador. La típica ciudad centroeuropea con sus casas e iglesias como salidas de un cuento de los hermanos Grimm. No es demasiado grande para ser una capital, pero por esa zona nada lo es; más bien se respira un ambiente íntimo.
—¿Os habéis dado cuenta? Los billetes de aquí tienen una especie de pegatina que pone SLOVAKIA. Parecen como de mentira —nos comentó Guillermo en el momento de pagar las consumiciones.
—A ver. Déjame uno, por favor —le pidió Marcos.
—¡Pero mira! Tienen dibujos de fábricas humeando, y por el otro lado salen campesinos y militares con muchos ramos de flores —se sorprendió Cristian.
—Seguro que no les ha dado tiempo de hacer su propia moneda y están utilizando los billetes checoslovacos que tenían desde la época comunista —supuse.
—Pues vaya tela con los comunistas. Lo normal es poner a algún rey o algo así, pero ¡una fábrica! —exclamó Cristian sin salir de su sorpresa.
—Sí, pero ya sabes… El progreso, la modernidad y esas cosas.
—Pues parecen billetes del Monopoly —añadió Marcos.
No desaproveché la ocasión que me brindó mi primo para describirles los billetes que había visto el año pasado en Kiev. Allí, en vez de utilizar los billetes rusos con la cara de Lenin, fabricaron una especie de papeletas que eran más o menos como aquello del «vale por…». Se rompían sólo con mirarlos.
—Que digo yo que para billetes los nuestros. Ésos sí que son buenos —dijo Balón con un deje vacilón.
Les teníamos mucho cariño a nuestros ordenados fajos de billetes, y dado que no queríamos tener ningún problema en la aduana, el día anterior habíamos efectuado una transferencia para colocar la mayor parte de las ganancias entre Madrid y Amsterdam.
Salimos a la calle con toda la rasca que se nos venía encima, pero a unos andaluces de toda la vida, la idea de pasar un día «a lo centroeuropeo» nos hacía bastante gracia (sobre todo para poder contarlo, como en efecto hacemos en este mismo momento). Nos llamó la atención ver un montón de anuncios de varios minicasinos que se encontraban diseminados por toda la ciudad.
—Lo que por aquí también se ve mucho son relojes bonitos —apuntó Marcos.
Estuvimos todo el día viendo iglesias, pero también tiendas, bares y algún que otro restaurante no demasiado bien equipado.
—¿Habéis visto lo viejos que son aquí los coches? Son como de los años sesenta —dijo Cristian atónito.
—¡Qué antiguo, niño! —exclamó Balón, siguiéndole la pista a mi primo.
El ambiente en Bratislava me cautivó. Ellos acababan de salir del profundo desencanto del socialismo, pero ahora se les veía confiados en que vendrían tiempos mejores. En cambio, nosotros los españoles, que también nos encontrábamos en plena decadencia del PSOE (que aunque de otra manera, es más o menos también socialista), no nos era fácil entender el tipo de energía que allí se podía sentir.
Después de habernos habituado a pasar unos días en una ciudad tan aséptica como Viena, Bratislava volvía a mostrarnos a un tipo de gente con ilusión por hacer cualquier cosa. Quizá era algo naíf, pero era una ilusión cargada de esperanza. La gente con la que pudimos chapurrear algunas palabras en inglés no paraba de preguntarnos cómo se vivía en España. Algunos nos contaban que querían salir del país, y otros que querían desarrollar proyectos allí en su tierra, pero ninguno era capaz de concebir que nada de lo que pudiera ocurrirles sería demasiado malo una vez que pudieran llevar vaqueros o ver la televisión alemana (bueno, también la austríaca).
La noche llegó y, muertos de frío, aunque en el fondo muy a gustito, volvimos a Viena a recoger los bártulos. Decidimos que Guillermo y Vanesa harían un viaje relámpago por Austria y la parte alemana de Suiza para inspeccionar nuevos casinos. Marcos y Cristian tomarían un avión hacia Copenhague para preparar, junto con mi madre, el desembarco que se avecinaba. En cuanto a mí, me fui a Amsterdam con la mayor parte del dinero que nos habíamos quedado y, desde el que ahora era nuestro campamento base, redistribuimos el dinero hacia los puntos donde estábamos operando. Mientras, Balón empezaría a preparar los siguientes trabajos.