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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

La falsa pista (7 page)

BOOK: La falsa pista
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—¿Qué le pasa?

—Me preocupa.

—¿Por qué? ¿Está enfermo?

—Creo que es irregular. No jugó bien contra Camerún. Saques raros, actuación confusa en el área de la portería.

—Nosotros también lo somos —dijo Wallander—. Incluso los policías podemos ser irregulares.

—No lo puedes comparar —replicó Hansson—. Al menos no tenemos que decidir en unos segundos si hemos de salir corriendo o quedarnos en la línea de gol.

—Quién coño sabe —dijo Wallander—. Quizás haya un parecido entre el policía que sale y el portero que se tira.

Hansson lo miró sin comprender. Pero no dijo nada.

La conversación se desvaneció. Se sentaron alrededor de la mesa esperando que Ann-Britt Höglund acabara de hablar por teléfono. Svedberg, al que le costaba aceptar a las mujeres policía, golpeaba molesto con el lápiz sobre la mesa para manifestar que la estaban esperando. Wallander pensó que pronto le llamaría la atención a Svedberg para que abandonase sus protestas sin sentido. Ann-Britt Höglund era una buena policía, en muchos aspectos bastante mejor que Svedberg.

Un mosca zumbaba alrededor de su taza de café. Estaban esperando.

Ann—Britt Höglund acabó la conversación y se sentó a la mesa.

—La cadena de la bicicleta —explico—. A los niños les cuesta entender que sus madres tengan cosas más importantes que hacer que ir derechas a casa para arreglarla.

—Hazlo —dijo Wallander de repente—. Podemos hacer este repaso sin ti.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo acostumbrarlos a lo que no puede ser —contestó.

Hansson depositó la bolsa de plástico con la joya en la mesa.

—Una mujer desconocida se suicida —dijo—. Sabemos que no se ha cometido ningún crimen. Sólo tenemos que averiguar quién es.

Wallander tuvo la impresión de que Hansson empezaba de pronto a parecerse a Björk. Estuvo a punto de que se le escapase la risa, pero logró contenerse. Captó la mirada de Ann-Britt Höglund. Parecía haber sentido lo mismo.

—Han empezado a llamar —dijo Martinsson—. He puesto a un hombre para contestar todas las llamadas que entren.

—Le daré los datos personales —dijo Wallander—. Por lo demás, tendremos que concentramos en las personas denunciadas como desaparecidas. Puede encontrarse entre ellas. Si no es así, tarde o temprano alguien empezará a echarla de menos.

—Yo me ocuparé —dijo Martinsson.

—La joya —continuó Hansson, y abrió la bolsa de plástico—. La imagen de una Virgen y las letras D. M. S. A mí me parece que es de oro auténtico.

—Hay un registro sobre abreviaciones y combinaciones de letras —dijo Martinsson, la persona de la policía de Ystad experta en informática—. Podemos introducir la combinación a ver si nos da alguna respuesta.

Wallander se estiró para alcanzar la joya y la miró. Todavía quedaban en ella y en la cadena restos de hollín.

—Es bonita —dijo—. Sin embargo, la mayoría de las personas en Suecia aún llevan cruces como símbolo religioso, ¿verdad? Las Vírgenes son más habituales en los países católicos.

—Parece que hables de una refugiada o una inmigrante —dijo Hansson.

—Sólo hablo de la imagen de la joya —contestó Wallander—. De todos modos, es importante que forme parte de los datos personales. Quien reciba las llamadas tiene que saber qué aspecto tiene.

—¿Lo vamos a soltar? —preguntó Hansson.

Wallander negó con la cabeza.

—Todavía no —dijo—. No quiero que nadie tenga un susto innecesario.

De repente Svedberg empezó a hacer aspavientos incontrolados con los brazos y se levantó de la silla de un salto. Los demás le miraron asombrados. Luego Wallander recordó que Svedberg tenía pánico a las avispas. Hasta que no salió por la ventana, Svedberg no se sentó de nuevo a la mesa.

—Debe de haber un medicamento para la alergia a las avispas —dijo Hansson.

—No se trata de alergia —añadió Svedberg—. Es que no me gustan las avispas.

Ann-Britt Höglund se levantó y cerró la ventana. Wallander pensó en la reacción de Svedberg. El miedo irracional de una persona adulta ante un animalito como una avispa.

Pensó en los acontecimientos de la noche anterior. La chica solitaria en el campo de colza. Había algo en la reacción de Svedberg que le recordó lo que tuvo que presenciar sin poder intervenir. Un terror ilimitado. Comprendió que no se daría por vencido antes de averiguar qué la había empujado a suicidarse. «Vivo en un mundo donde los jóvenes se quitan la vida porque no la soportan», pensó. «Si voy a seguir siendo policía tengo que entender el porqué.»

Se sobresaltó al oír a Hansson decir algo que se le escapó.

—¿Tenemos algo más que repasar ahora mismo? —preguntó Hansson de nuevo.

—Yo me encargo del departamento de Patología de Malmö —contestó Wallander—. ¿Alguien ha contactado con Sven Nyberg? Si no, iré a hablar con ellos.

La reunión terminó. Wallander se dirigió a su despacho a recoger la chaqueta. Dudó un momento si debía tratar de localizar una vez más a su hermana. O a Baiba en Riga. Pero luego desistió.

Se fue a la granja de Salomonsson en Marsvinsholm. Unos policías estaban desmontando los trípodes de los reflectores y enrollando los cables. La casa parecía cerrada a cal y canto. Pensó que tenía que informarse del estado de salud de Salomonsson. Tal vez había recordado algo más que contar.

Se adentró en el campo. La superficie calcinada contrastaba con fuerza junto a la colza amarilla que la rodeaba. Nyberg estaba de rodillas en el lodo. A lo lejos divisaba a otros dos policías que parecían estar examinando las zonas exteriores del territorio quemado. Nyberg saludó escuetamente a Wallander. El sudor corría por su cara.

—¿Cómo te va? —preguntó Wallander—. ¿Has encontrado algo?

—Tiene que haber traído mucha gasolina —contestó Nyberg levantándose—. Hemos encontrado los restos de cinco bidones medio fundidos. Tal vez estaban vacíos cuando se inició el fuego. Si trazas una línea entre los sitios donde los hemos encontrado se puede ver que se había encerrado en un círculo.

Wallander no entendió al principio lo que explicaba Nyberg.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Nyberg hizo un gesto circular con el brazo.

—Quiero decir que había construido una fortaleza en torno a sí. Había derramado la gasolina en un amplio círculo. Era su foso y no había ninguna entrada que condujese a la fortaleza. En el centro estaba ella. Con el último bidón que se había reservado para sí misma. Quizás estaba histérica y desesperada. Quizás estaba loca o muy enferma. No lo sé. Pero ella sí lo sabía. Sabía qué quería hacer.

Wallander asintió pensativo.

—¿Puedes decir algo sobre cómo llegó hasta aquí?

—He pedido que traigan un perro policía —dijo Nyberg—. Pero no podrá seguir sus pisadas. El olor a gasolina penetra en la tierra. El perro se confunde. No hemos encontrado ninguna bicicleta. Tampoco nada en los caminos del fangal que llevan hasta la E 65. Que yo sepa, puede haber aterrizado en este campo con paracaídas.

Nyberg sacó un rollo de papel higiénico de uno de sus maletines de trabajo, para enjugarse el sudor de la cara.

—¿Qué dicen los médicos? —preguntó.

—De momento nada —contestó Wallander—. Supongo que les espera un trabajo difícil.

De repente Nyberg se quedó serio.

—¿Por qué una persona se hace esto a sí misma? —dijo—. ¿Hay tantas razones y tan imperiosas como para que te despidas de la vida atormentándote al máximo?

—También yo me he planteado esa pregunta —contestó Wallander.

Nyberg movió la cabeza.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó.

Wallander no contestó. No tenía absolutamente nada que decir.

Regresó al coche y llamó a la comisaría. Fue Ebba la que respondió. Para huir de sus consideraciones maternales fingió que tenía prisa y que estaba muy ocupado.

—Voy a hablar con el granjero al que le quemaron el campo —dijo—. Estaré ahí esta tarde.

Volvió a Ystad. En la cafetería del hospital tomó café y comió un sándwich. Luego buscó la unidad donde habían ingresado a Salomonsson en observación. Paró a una enfermera, se presentó y le comunicó el motivo de su visita. Ella le miró sin entenderle.

—¿Edvin Salomonsson?

—No recuerdo si se llama Edvin —dijo Wallander—. ¿Ingresó anoche en relación con el fuego a las afueras de Marsvinsholm?

La enfermera asintió con la cabeza.

—Quisiera hablar con él —dijo Wallander—. Si no está demasiado enfermo.

—No está enfermo —contestó la enfermera—. Está muerto.

Wallander la miró incrédulo.

—¿Muerto?

—Falleció esta mañana. Probablemente de un ataque cardíaco. Mientras dormía. Es mejor que hables con uno de los médicos.

—No hace falta —dijo Wallander—. He venido a ver cómo se encontraba. Ahora ya tengo la respuesta.

Wallander abandonó el hospital y salió a la intensa luz del día.

No sabía qué hacer.

5

Wallander se fue a casa con la sensación de que tenía que dormir; quería ser capaz de volver a pensar bien. Que hubiese fallecido el viejo granjero no era culpa suya ni de nadie. La que podría ser responsable, la que había incendiado el campo de colza y con ello impresionado tanto a Salomonsson como para provocarle la muerte, ya estaba muerta. Eran los acontecimientos en sí, el hecho de que ocurriesen, lo que le preocupaba y le producía náuseas. Desconectó el teléfono y se echó en el sofá del salón, con una toalla encima de la cara. Pero el sueño no llegaba. Después de media hora, desistió: volvió a conectar el teléfono, levantó el auricular y marcó el número de Linda en Estocolmo. En una nota al lado del teléfono tenía toda una serie de números tachados. Linda cambiaba a menudo de casa, y su número de teléfono variaba continuamente. Los tonos sonaban sin que nadie contestara. Luego marcó el número de su hermana. Descolgó casi enseguida. No hablaban con mucha frecuencia y casi nunca de otra cosa que no fuese su padre. Wallander pensaba a veces que el día que su padre ya no viviese cesaría el contacto entre ellos.

Intercambiaron las frases habituales de cortesía sin interesarse especialmente por las respuestas.

—Me habías llamado —dijo Wallander.

—Estoy preocupada por papá —contestó ella.

—¿Ha pasado algo? ¿Está enfermo?

—No lo sé. ¿Cuándo le visitaste por última vez?

Wallander reflexionó.

—Hace más o menos una semana —respondió, y enseguida notó el aguijonazo de la mala conciencia.

—¿De verdad no tienes tiempo para ir a verle más asiduamente?

Wallander trató de defenderse.

—Estoy trabajando casi las veinticuatro horas del día. La policía está falta de personal. Voy a verle tanto como puedo.

Su silencio le decía que no se lo creía ni por un momento.

—Hablé con Gertrud ayer —continuó, sin comentar lo que Wallander había dicho—. Me pareció que contestaba con evasivas cuando le pregunté por la salud de papá.

—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó Wallander asombrado.

—No lo sé. Por eso te llamé.

—Hace una semana estaba como siempre —dijo Wallander—. Se enfadó porque yo tenía prisa y me quedé con él sólo un rato. Pero mientras estuve allí él estuvo pintando sus cuadros y casi no tuvo tiempo de hablar conmigo. Gertrud estaba contenta como siempre. Pero tengo que admitir que no entiendo cómo le soporta.

—Gertrud le quiere —dijo—. Se trata de amor, ¿sabes? Entonces uno aguanta mucho.

Wallander trató de acabar la conversación cuanto antes. Su hermana, a medida que se hacía mayor, se parecía más a su madre. Wallander nunca había tenido buena relación con su madre. Durante su juventud ambas hicieron un frente común contra él y su padre. La familia estaba dividida en dos bandos. En aquel tiempo Wallander mantenía una muy buena relación con su padre. No fue hasta el final de su adolescencia, al decidir hacerse policía, cuando se abrió la brecha entre ellos. El padre jamás había podido aceptar la decisión de Wallander. Tampoco nunca había logrado explicar a su hijo por qué le disgustaba tanto la profesión que había elegido, o a qué le gustaría que se dedicase. Cuando Wallander acabó su formación y empezó a trabajar como agente patrullando en Malmö, esa brecha se convirtió en un abismo. Unos años más tarde la madre enfermó de cáncer. Todo ocurrió muy deprisa. Se lo diagnosticaron en Año Nuevo y murió en mayo. Su hermana Kristina se fue de casa ese mismo verano para irse a vivir a Estocolmo, donde encontró trabajo en lo que en aquel tiempo se llamaba L.M. Ericsson. Se casó, se divorció y se casó de nuevo. Wallander había visto a su primer marido una vez, pero no tenía ni idea de cómo era su marido actual. Sabía que Linda la visitaba en su casa de Kärrtorp en contadas ocasiones, y por sus comentarios había deducido que las visitas no eran muy agradables. Wallander se imaginaba que la brecha de la niñez y adolescencia aún permanecía abierta. El día en el que muriese su padre finalmente se abriría del todo.

—Iré a verle esta misma noche —dijo Wallander pensando en la ropa sucia que se le amontonaba en el suelo.

—Me gustaría que me llamases —pidió ella. Wallander prometió hacerlo.

Luego telefoneó a Riga. Cuando contestaron, creyó por un momento que era Baiba. Luego comprendió que se trataba de la mujer de la limpieza, que solamente hablaba letón. Colgó deprisa. En ese mismo momento sonó el teléfono. Se sobresaltó como si lo último que esperase fuera que alguien le llamase.

Levantó el auricular y oyó la voz de Martinsson.

—Espero no molestarte —dijo Martinsson.

—Sólo estoy aquí para cambiarme de camisa —dijo Wallander, preguntándose por qué siempre se sentía obligado a disculparse por estar en casa—. ¿Ha ocurrido algo?

—Se han recibido algunas llamadas sobre personas desaparecidas —agregó Martinsson—. Ann-Britt las está repasando ahora.

—Pensaba más bien en lo que habrías podido averiguar en tu pantalla.

—Hemos tenido una avería informática toda la mañana —contestó Martinsson pesaroso—. Llamé hace un momento a Estocolmo. Alguien de allí pensaba que funcionaría de nuevo dentro de una hora. Pero no parecía muy convencido.

—No estamos buscando a unos delincuentes —dijo Wallander—. Podemos esperar.

—Un médico telefoneó desde Malmö —continuó Martinsson—. Una mujer. Se llamaba Malmström. Le prometí que te pondrías en contacto con ella.

—¿Por qué no podía hablar contigo?

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