La felicidad es un té contigo (11 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Cinco meses antes, exactamente el 6 de enero, día de los Reyes Magos, no se le olvidaría en la vida, había salido a dar un paseo por la plaza Mayor, todavía invadida de puestecitos de Navidad, y se había detenido en cada uno de los mostradores en los que se exponían esas figuritas de barro cocido tan primorosas y tan carísimas de pastorcillos y ovejitas, decidida a comprar, ese año, por fin, otro Melchor, porque al suyo hacía siglos que se le había roto la cajita del oro y aunque la había restaurado con un pegamento superpotente, lo cierto era que el desperfecto se notaba bastante.

Aunque hacía frío, la plaza estaba repleta de familias, los niños estrenando los nuevos triciclos, y sonaban villancicos en los acordeones de los músicos callejeros. Había también algunas parejas románticas, de esas que disfrutan del bullicio de la felicidad ajena para aderezar la propia, que recorrían el cuadrilátero cogidos de la mano y besándose con ternura en los soportales.

Berta estaba inclinada sobre el mostrador, incapaz de decidirse entre la figurita del manto rojo y la del manto azul, cuando, muy cerca, escuchó la voz inconfundible de María, su tono agudo a media frase y grave en el punto final, llamando «amor» al hombre que le rodeaba la cintura con los brazos. Él estaba espalda con espalda con Berta. Ella, en cambio, de frente, ciega a cualquier horizonte que no fueran los labios de aquel desconocido.

Después del beso goloso, de lengüetazos y sorbos ruidosos, al separarse del abrazo de oso de su amante, María se encontró cara a cara con la expresión de espanto de su jefa. Dio un respingo, se llevó la mano a la boca, bajó la vista y comprendió que al día siguiente tendría que dar unas explicaciones vergonzosas, como las que le habría exigido su propia madre de haberse enterado de que, en lugar de estar pasando esa mañana de Reyes con su marido y sus hijos frente a la chimenea de su hogareña estabilidad, se había tirado al monte, en busca del peligro salvaje de una aventura clandestina.

En efecto, al día siguiente, a las siete en punto de la tarde, Berta Quiñones, la misma que las había recibido por la mañana con un regalito envuelto en papel de seda —un perfume, un adorno para el pelo, un estuchito de maquillaje, «que han dejado los Reyes en mi chimenea para vosotras, por haber sido tan buenas»—, les pidió a las chicas que terminaran su trabajo y volvieran a casa.

—Menos tú, María —le dijo, señalándola con un dedo acusador—. Tú quédate un rato más, por favor, que no me cuadran nada de nada las cuentas. A ver si me las puedes aclarar.

María entró cabizbaja en su despacho.

Fue la primera en hablar.

—Mira, Berta —se justificó, evitando su mirada inquisitiva—, el matrimonio, al contrario de lo que puedas creer tú, que nunca te has casado y, por lo tanto, no tienes experiencia en estas cosas, no es un camino de rosas, ¿sabes? Es más bien lo contrario: un desfiladero de guijarros a la vera de un precipicio. No sabes la de equilibrios que hay que hacer para no acabar en el fondo.

—Ya —le respondió su jefa con la rapidez de un rayo fulminante—. Pues tú te has descalabrado, guapa.

—Sí, pero no ahora —reconoció María—. Llevo mucho tiempo viviendo en lo más profundo de un pozo. Lo que viste ayer, al contrario de lo que imaginas, es, probablemente, lo que a la larga salvará mi matrimonio. Estaba muerta, Berta, y ahora he regresado a la vida. Hasta mis hijos han notado el cambio: vuelvo a ser la mujer alegre que era, la que se sentía deseada y querida, la que todavía creía que se podía ser feliz.

—¿Engañando a tu marido? —le echó en cara Berta.

—No le engaño —se defendió María con uñas de gata—, al contrario. Siempre que me acuesto con mi amante, imagino que estoy con Bernabé.

A veces María se arrepentía de haberse casado tan joven. Si hubiera tenido más paciencia y menos ganas de marcharse de Urda, no se habría escapado de su casa, a los diecinueve años recién cumplidos, con el primer forastero que pasó por allí. Pero estaba harta de su vida, así se lo contó a Bernabé a la orilla del río, de tener que ocuparse de las tareas de la casa, de cuidar de sus hermanos pequeños, de obedecer las órdenes tiránicas de su padre y de espabilar a su madre, que parecía una zombi, todo el día de arriba abajo, trabajando como una es clava, sin pararse nunca a pensar que en algún lugar, no muy lejos de allí, existía un futuro mejor.

—Lo que me gustaría es marcharme para Madrid, contratarme de lo que sea, estudiar contabilidad, que es lo que me gusta, y luego encontrar un trabajo, comprarme un piso y ser independiente.

—Yo tengo piso y trabajo, mira por dónde —le respondió Bernabé—, y, sin embargo, me siento solo. Echo de menos a mi familia, a mis amigos de Zamora, a alguien que se preocupe por mí.

El trato fue sencillo: alojamiento y alquiler barato a cambio de comida caliente y la ropa limpia. Los sentimientos a un lado; yo a trabajar, tú a estudiar. Si necesito intimidad, te vas a dormir a casa de una amiga. El baño compartido, la cuenta de la luz a medias.

La cosa funcionó bien durante un par de meses. Al tercero, la ropa salía mezclada de la lavadora, sólo se usaba una cama y eso de las visitas esporádicas había dejado de ser una buena idea. María se casó a los veinte y Bernabé a los veintitrés. Ella lo logró todo. Él nada.

Durante los primeros años de su matrimonio, María sacó adelante la casa y los estudios, trabajó de camarera, telefonista, secretaria y, por fin, de contable en una pequeña empresa de productos para oficina. Dormía una media de cinco horas diarias, no descansaba más que los domingos por la tarde, no tenía tiempo para diversiones, ni amigos, ni vacaciones.

Bernabé, en cambio, se apoltronó en el sofá del salón, delante de la pantalla, en la que sólo televisaban partidos de fútbol. Se le olvidó cómo funcionaban los electrodomésticos y para qué servía cada producto de limpieza.

Su trabajo en una cafetería de barrio cercana a su casa le llenaba de satisfacción: le encantaba su puesto detrás de la barra, casi un psiquiatra o un confesor, le divertían los parroquianos, la partida de dominó cuando podía escaparse un rato de sus tareas, los comentarios picantes sobre las muchachas que de vez en cuando se tomaban allí el café de media mañana, los chavales que venían a comprar el bocadillo del recreo, la seductora voz de la máquina de tabaco, el olor a tostadas del desayuno y el del lomo a la plancha del almuerzo.

También tenía sus inconvenientes, claro. El principal, un horario ininterrumpido de doce horas —de siete a siete—, y también el escaso salario y la falta de perspectivas laborales. Pero él no era ambicioso. Se conformaba con su vida rutinaria, su partido de fútbol de los domingos, sus cervecitas delante de la tele y el amor incondicional de María, su hiperactiva mujer, que siempre estaba maquinando planes para los que luego no tenían ni tiempo ni dinero.

—Este verano, si conseguimos ahorrar un poco, vamos a hacer un viaje, ¿eh? ¿Qué te parece?

—Depende —respondía él, absorto en la repetición de las mejores jugadas del partido que acababa de ver—. ¿A dónde quieres ir?

—A la playa. Al sur. A un sitio donde haga mucho sol.

Pero aquel verano, en lugar de vacaciones, tuvieron el susto de un embarazo problemático que hizo que María, con amenaza de parto prematuro, estuviera postrada en cama durante tres meses de espanto: el bebé se había empeñado en nacer antes de tiempo y el doctor en que el embarazo llegara a término.

Desde su trono de sábanas blancas, María daba órdenes a Bernabé: «Sube la persiana, cierra la cortina, pon la lavadora, hazme un Cola-Cao». Hasta que después de diez días, Bernabé le dijo la única mentira de su vida: que tenía doble turno en la cafetería, que con ella de baja no les llegaba el sueldo, que había que sacrificarse, «María, por el bien de los dos». Y de siete a diez se iba a ver la tele a casa de algún amigo.

Lucía nació sietemesina, coincidiendo con una final de fútbol internacional, para fastidio de su padre.

—Niña tenía que ser —exclamó cuando la tuvo en brazos por primera vez.

Poco después, María consiguió el puesto de trabajo en la revista
Librarte
. «Qué nombre tan raro», dijo Bernabé, y siguió comiendo patatas fritas.

Luego nacieron los gemelos el único día del año en que por alguna confabulación del destino —que claramente es hombre— no se jugaba al fútbol en ninguna esquina del ancho mundo.

Y la vida —que es mujer— se le complicó muchísimo a María.

El caos en el que se convirtió su rutina a partir de la llegada de sus hijos contrastaba tremendamente con la rutina en la que se convirtió su matrimonio. Ya no volvió a proponerle a Bernabé más viajes al sur, ni soñó con que su marido, algún día, encontrara un puesto de trabajo más acorde con su desesperada economía familiar. Se acostumbró a su intrascendente conversación delante de la tele, su falta de ilusiones, sus hábitos domésticos y su desgana.

Algunas veces se permitía pensar que si no se hubiera largado con el primero que pasó por Urda, ahora sería una mujer libre. Luego se asombraba al mirarse en el espejo y encontrarse de cara con una copia idéntica a su madre en versión moderna: otra zombi autómata y sin horizontes.

Pero estos pensamientos no le reportaban nada bueno. Para expulsarlos de su cabeza se abrazaba a sus tres hijos, sonreía con benevolencia a Bernabé —que, al fin y al cabo, era una buena persona, un buen padre y un marido fiel— y fingía ser auténticamente feliz.

Hasta que apareció Barbosa.

César Barbosa no era ningún icono de belleza. Es cierto que su aire chulesco, su chupa de cuero y la sombra de una barba incipiente en su cara angulosa le daban un aspecto muy varonil, y que su voz cascada por el humo del tabaco negro, unida al habla castiza del Madrid de barrio, le dotaba de un innegable atractivo para las mujeres ineptas. Pero en el caso de María, lo que realmente la había arrojado a los brazos peludos de Barbosa no había sido su voz ni ninguno de los factores físicos atribuibles al hombre, sino la asunción, en lo más íntimo de su ideario femenino, de que algún día aparecería en su vida el protagonista de
Los puentes de Madison
para salvarla del hastío.

María se había identificado de tal modo con la Francesca que interpretaba Meryl Streep en aquella película —la cual Bernabé, dormido desde la segunda escena, había despreciado por aburrida, insulsa e inverosímil— que a partir de ese momento su actitud hacia la vida había dado un giro de ciento ochenta grados. La idea de que no todo estaba perdido, a pesar de estar atrapada en un matrimonio rutinario y aburrido, se le había metido entre ceja y ceja con la misma intensidad que a sus hijos el sueño de ir a Disneylandia.

Sólo necesitaba un Clint Eastwood de carne y hueso para hacer realidad su fantasía: alguien con pinta de malo que secretamente encerrara un corazón bondadoso y arrastrara consigo una historia amorosa de desen canto, un pasado que prefería olvidar, un presente nostálgico y un futuro incierto y estuviera dispuesto a enredarse en un
affaire
apasionado con una mujer casada.

Ése era César Barbosa.

El hombre carecía de escrúpulos a la hora de conquistar a una dama: primero, las dejaba hablar largo y tendido sobre sí mismas, porque sabía que no hay nada en el mundo que a una mujer le guste más que ser escuchada. Luego, con artimañas de experto, les encontraba sus puntos débiles. Finalmente, atacaba. Directo al corazón.

A la que temía a la soledad le prometía amor eterno. A la que le agobiaba el compromiso, una relación abierta y libre, a la que atenazaban temores mojigatos, un largo noviazgo lleno de respeto, a la que adolecía de inhibiciones sexuales, mil y una noches de lujuria y desenfreno, y a María, una aventura extramatrimonial con todas las de la ley.

Encuentros secretos, citas clandestinas, hoteles, parques y asientos traseros, lo que tú quieras, chata, lo que tus fantasías te dicten, guarrerías y obscenidades, deseos inconfesables, que estás muy buena, que eres muy joven para sentirte tan vieja, que tienes un culo de infarto, que vaya desperdicio, que sé generosa, que si tu marido no lo sabe valorar, aquí está Barbosa para disfrutar de tu cuerpo.

Ella aceptó, claro que sí, la invitación al desenfreno. Llevaba meses soñando con ese día.

—Llámame Francesca, si no te importa —le pidió al entrar en la habitación del hotelito en el que se citaron a partir de entonces.

Y él le calló la boca a besos.

César Barbosa era de los que confían en la universidad de la vida y se conceden a sí mismos la matrícula de honor. De los que se pavonean de despreciar títulos y premios porque secretamente los ambicionan y saben que no los merecen. De los que se consideran artistas y tienen vicios de artista y piensan que ser un artista no es una pose, sino un modo de vida.

Abandonó la Facultad de Periodismo a medio camino entre el fracaso total y la expulsión del centro, después de seis años de hacer el vago en la cafetería, y se colgó el cartel de fotógrafo
freelance
, en inglés, para poder explicar en casa el préstamo a nombre de su santo padre con el que compró su primera cámara Kodak. Luego se echó a la calle en busca de alguna imagen que enlatar y ofrecer a los periódicos de actualidad a cambio de financiación para sus fotografías artísticas experimentales. Montó un estudio en el ático de una casa en ruinas. Lo llamó
loft
, también en inglés, y logró engañar a algunas aspirantes a modelo para que posaran desnudas ante su objetivo. Estas fotos sí las vendió a precio de oro, pero las firmó con seudónimo. Después se especializó en el movimiento
underground
y fue entonces cuando se compró la cazadora de cuero, en Portobello Road, durante un viaje de investigación a Londres financiado por un suplemento dominical, y unas botas Dr. Martens que destrozó subiendo a Guadarrama en moto.

Se tatuó un dragón en el brazo.

Al final, se le congeló la imagen, porque el tiempo pasó, la moda cambió y el movimiento
underground
emergió del submundo para instalarse en la cima del éxito, y sin embargo él, César Barbosa, se negó a desprenderse de su chupa.

—Quedamos algunos nostálgicos —solía balbucear en la barra del bar—. Auténticos supervivientes de una época mítica. La de los Cure, la estética
punk
y los mitones de Madonna.

—Y Bruce Springsteen —respondía el barman levantando la copa—. El Boss.

En los últimos años había hecho varios trabajos para
Librarte
. Solía aparecer por la redacción sin afeitar y oliendo a tabaco rancio, presumiendo de aquel dragón para el que a veces se ponía camisetas sin mangas. A sus espaldas, las chicas de la oficina lo llamaban el Pirata, más que nada por la coincidencia de su nombre con el del capitán Barbosa de
Los piratas del Caribe
, pero también porque él, con su actitud chulesca y su afición al ron, hacía méritos para merecer el título.

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