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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo (15 page)

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Llegado a este punto, Manchego tomó la decisión de emprender una segunda línea de investigación, secreta y personal, relacionada, probablemente, con el caso Craftsman, pero que jamás entraría a formar parte del sumario. La cuestión, a la que el inspector dio el nombre de «Expediente X», consistiría en desentrañar la verdadera identidad del Lucas y descubrir cuáles eran las razones que le conectaban con el número 5 de la calle del Alamillo. De estas pesquisas por el momento no le diría nada a Marlow Craftsman, ya que, por otra parte, también entraba dentro de lo posible que el Lucas ocultara algún interés diferente al caso; que, por ejemplo, en aquel piso, vacío desde hacía meses, se almacenaran drogas o se traficara con ellas.

Como no se le ocurrió otro modo de conseguir nuevos datos que le pusieran sobre la pista, resolvió pedir una segunda cita a Berta Quiñones, la directora de
Librarte
, ya que, aparentemente, ella era el único elemento que tenían en común el señor Craftsman y el piso de la calle del Alamillo.

En su primera reunión, aquella mujer le había parecido más lista de lo que aparentaba. Sabía callar cuando era conveniente y hablar midiendo muy bien sus palabras. Tanto que, en algún punto de su conversación, el inspector había llegado a sospechar que ocultaba algo.

—Entonces, ¿no sabe usted dónde puede encontrarse el señor
Crasman
? —le había preguntado mirándola fijamente a los ojos.

—No tengo ni la más remota idea —había respondido ella sin apartar la vista.

Esos ojos, oscuros como el fondo de un precipicio, redondos como los de un ave nocturna, claramente miopes, le habían resultado extrañamente familiares. Se le habían quedado grabados en la memoria, esa memoria fotográfica prodigiosa de la que tanto alardeaba con sus amigos —«a mí nunca se me olvida una cara», les decía—, porque su subconsciente había decidido archivarlos en el disco duro de su cerebro de detective sagaz, por si los necesitaba más adelante para resolver el caso.

En esta ocasión, la señorita Quiñones lo recibió a solas, pasadas las ocho de la tarde, en su pequeño despacho de la calle Mayor.

—Les he dicho a las chicas que se fueran a casa —le explicó mientras le servía un té en una taza de porcelana—. Bastante alteradas están ya con el asunto de la desaparición del señor Craftsman y los interrogatorios. Perdóneme, inspector, si le digo que sus métodos son muy poco delicados. Nos tiene a todas angustiadas, pensando que formamos parte de su lista de sospechosos.

—De momento, no existe tal lista, señorita Quiñones.

—Llámeme Berta, por favor.

—Berta.

—Supongo que viene a contarme lo del asalto al piso de la señora Susana.

—¿Ya se ha enterado?

—Claro, inspector.

—Llámeme Manchego.

—Manchego.

Bebieron los dos un sorbo del Earl Grey que Atticus Craftsman había dejado olvidado en la cocina de la oficina. Estaba muy caliente, muy fuerte. Resultaba muy reconfortante para una fría noche de noviembre.

—Me pareció una casualidad muy extraña, perdóneme, Manchego, que se lo diga, que pasara usted por allí en el preciso momento en que se produjo el incidente.

—Entiendo.

—Es que yo no creo mucho en las casualidades, ¿sabe? —continuó Berta—. Yo siempre he sido de las que piensan que las cosas siempre suceden por algún motivo. Hace unos años leí un libro que defendía la misma teoría. Por ejemplo: no es casualidad que a usted le hayan encargado este caso, ni que nos hayamos conocido, ni que hoy estemos aquí tomando el té.

—¿Ah, no?

—Según la tesis del libro del que le hablo, no. Nuestra reunión —explicó Berta— forma parte de un plan universal. Es necesario para ambos que todo esto esté sucediendo. ¿Me entiende? Tal vez yo tenga algo importante que ver en su destino o usted en el mío.

Manchego dejó la taza sobre el platillo y levantó la vista. Sus ojos coincidieron por un momento con los de Berta Quiñones. De nuevo le resultaron conocidos. Como de sueño olvidado. Como de recuerdo perdido.

—El caso —dijo el inspector— es que usted me recuerda a alguien.

—¡Qué tontería! —respondió Berta, sonrojándose—. Lo que le pasa es que se ha sugestionado por mis palabras. Es como la teoría de la profecía autocumplidora de Merton. ¿La conoce?

—Pues no.

Durante unos minutos, Berta Quiñones hizo una exposición detallada de la obra de Robert K. Merton y Manchego la escuchó atentamente sin interrumpir su discurso nada más que para sorber algunos tragos de té. No se esforzó mucho en comprender aquella teoría de la que hablaba Berta con tanto apasionamiento, pero sí retuvo algunas palabras y algunas ideas que le intrigaron.

—Es una teoría interesante —dijo por fin el inspector—. Y usted una mujer muy culta, Berta.

—No se crea —respondió ella, halagada—. Soy de pueblo. De un pequeño pueblo de la sierra de Cameros.

—¡Yo también! —se asombró Manchego, abriendo los ojos como platos.

—Ortigosa —dijo ella.

—¡Nieva! —respondió él.

De repente, el caso había dado un giro de ciento ochenta grados. Berta y Manchego se levantaron de la silla, se reconocieron el uno en el asombro del otro. Estuvieron a punto de abrazarse y saltar de alegría, pero se contuvieron. Al final se limitaron a reírse como dos adolescentes y a mirarse de arriba abajo, tratando de descubrir en la imagen actual —ella, una mujer madura, algo rellenita; él, un hombretón con tendencia a echar barriga— la otra de la juventud compartida. Lo único que pudieron rescatar de aquellos tiempos fue el mismo brillo en la mirada y la misma curva en la sonrisa.

—Estaba seguro de que te conocía de algo —gritó casi el inspector, tuteando a Berta por primera vez sin darse cuenta—. Eres la niña del balcón. La de enfrente del telégrafo. La de las gafitas y las trenzas. Te anduve buscando durante meses.

—¿A mí?

—Sí —aseguró Manchego—. Por eso me sonaba tu nombre, Berta Quiñones, casi lo había olvidado. El robo en la oficina de correos de tu pueblo fue mi primer caso. Acababa de licenciarme en la academia de policía y me lo asignaron a mí por ser vecino de la localidad. Resulta que tú eras la más probable testigo del robo. Siempre estabas vigilando la casa.

—Anda que no ha llovido desde entonces —dijo Berta.

—Nunca llegué a encontrarte —continuó el inspector—. Al final, el caso se resolvió solo. Con la ayuda del empleado de correos, claro, que era el padre de la chica que huyó con el novio y el dinero, no sé si llegaste a enterarte.

—Algo me contaron —respondió Berta—. Pero hacía ya cinco años que me había marchado de casa. Vivía en Madrid. Estudiaba Filología. Lo cierto es que no hubiera sido de ninguna utilidad.

El té se estaba quedando frío. Manchego se llevó de nuevo la taza a los labios porque tenía la costumbre de beber para aclararse la garganta, pero esta vez el brebaje le resultó amargo y desalentador. Arrugó la nariz, tragó a duras penas. Carraspeó.

—Berta… —Y se sorprendió cuando se escuchó decir—: ¿Qué me dices si te invito a cenar?

El mercado de San Miguel le pareció a Berta el lugar perfecto para una cena informal sin pretensiones de ninguna clase. Estaba a la distancia perfecta de la oficina como para ir dando un paseo, en lugar de tener que subirse al coche de policía que esperaba en la esquina de la calle con otro agente al volante. Qué violento habría sido sentarse en el asiento de detrás, el de los detenidos, y explicarle al compañero de Manchego que en vez de llevarlos a la comisaría los dejara, por favor, en un restaurante coqueto, mesa para dos, vela encendida y conversación de risitas tontas.

Nada mejor que el antiguo mercado en el que se cenaba de pie, o picoteando como gorriones, de mesa en mesa, revoloteando de puesto en puesto, que si una ración de jamón serrano, que si unas croquetas de cocido, que si unos mejillones gratinados, que si media botella de vino tinto.

Berta y Manchego se sentaron frente a una barra cubierta de tapas en unos taburetes altos, con un pie en el suelo, el otro apoyado en la barandilla dorada, como si estuvieran dispuestos a echar a correr en cualquier momento.

Ninguno de los dos acostumbraba a cenar fuera de casa. Ambos eran más de cervecita con los amigos o partida de cartas después del trabajo, y luego, a solas en casa, pijama y pantuflas, televisión o novela, sándwich caliente, sábanas frías, pipí, padrenuestro y un poco de insomnio a media noche.

—Una vez, yo también resolví un misterio —presumió Berta entre risas—. Fue terrorífico. ¿Te lo cuento?

—Claro.

—Pues tendría diez o doce años. Estaba sola en casa. Era de noche cerrada y esperaba acostada a que regresaran mis padres de la plaza para poder dormirme tranquila cuando de pronto escuché que alguien llamaba a la puerta de la calle. Me asomé a la ventana y no vi a nadie, así que regresé a la cama. Pero al cabo de unos segundos volvieron a llamar. Esta vez me levanté y me tiré al suelo. Repté hasta el ventanuco del paio y me quedé muy quietecita, muy quietecita, esperando a ver quién llamaba. Entonces vi, aterrada, que la aldaba se levantaba sola y golpeaba la puerta sin que nadie la tocara.

—Qué raro.

—Era un fantasma, claro, pensé. ¿Cómo si no era posible algo así? El viento no podía ser porque el llamador era de hierro. El corazón se me salía por la boca. Yo estaba sola, era pequeña…

—Entiendo.

—Agarré una jarra de porcelana antigua, de las que se usaban de jofaina, con su platito y todo, y cuando la aldaba se levantó de nuevo, la lancé por la ventana, a ver si le daba en toda la cabeza al fantasma o al hombre invisible o a quienquiera que fuese el gamberro que estaba asustándome.

—Eras una niña muy valiente.

—Nada de eso. Era muy cobarde, ni siquiera me atrevía a correr delante del toro de fuego en las fiestas. Me subía al balcón del casino para poder verlo a salvo y los otros niños me llamaban gallina.

—Déjame adivinar —la interrumpió el inspector agarrándole el brazo instintivamente—. No me digas más. ¿Puedo resolver el caso valiéndome de la deducción y la lógica?

—¿Como Sherlock Holmes?

—O como el agente Grissom, de CSI.

—Venga.

—Vamos a ver —carraspeó Manchego—. En primer lugar, tu casa era la primera del pueblo, ¿verdad?

—Sí.

—Y al otro lado de la calle estaban las huertas, si no me equivoco.

—Ajá.

—Y tus padres estaban en la plaza.

—Y yo sola en casa. Aterrada.

—Y eras miedosa.

—Lo confieso.

—Y los otros niños se burlaban de ti.

—A veces.

—Entonces, el caso está resuelto —alardeó Manchego—. He tardado un minuto, señorita. La conclusión es la siguiente: algún chiquillo gamberro había atado un hilo a la aldaba y tiraba de él desde la huerta de enfrente, donde estaba escondido, ¿a que sí?

Berta abrió los ojos como platos. Levantó el vaso de vino, lo chocó contra el del inspector.

—Premio —reconoció—. A mí me costó mucho más descubrir el engaño. No sólo lancé la jarra abajo, también un cubo de agua caliente, una banqueta de madera y dos pares de zapatos. Sólo me di cuenta de que había un hilo cuando tiré una manta y se quedó colgada, como de la cuerda de tender.

Se rieron como dos colegiales en el recreo. Recordaron las vivencias de dos niños que habían crecido amparados por los mismos montes sin saberlo, que comían las mismas fresas silvestres y esquivaban a las mismas vacas por los mismos caminos, que se pasaban los inviernos ateridos de frío, resbalándose por las calles empedradas y los veranos remojándose en el mismo río, que cazaban renacuajos en las pozas de agua helada y dormían la siesta bajo los mismos robles, que comían caldereta y bebían en porrón, que compraban el pan caliente y la leche con espuma y veían pasar el coche de línea con la misma esperanza en la mirada, la de subirse un día a aquel autobús y marcharse a descubrir mundo, aunque el mundo conocido terminara en Logroño y más allá existieran peligros inimaginables, y que decían cosas como «fonda», «zurracapote», «juegopelota», «picia» o «jobar» sin sonrojarse, palabras prohibidas por su propia voluntad en el Madrid de su nueva vida, donde se les consideraba gente culta o sagaz y donde no se juzgaba el origen provinciano de nadie, porque, al fin y al cabo, en toda la ciudad no había nadie que no hubiera nacido en un pueblo añorado en secreto.

Cuando el inspector Manchego regresó a su casa, después de acompañar a Berta hasta la suya, en la ínclita calle del Alamillo, se reconoció a sí mismo que por primera vez en mucho tiempo aquella noche había vuelto a ser el chaval de Nieva de Cameros que quería ser policía por encima de todo.

Y que lo había logrado.

Sonrió satisfecho a su propio retrato en el espejo y se prometió que en la próxima cena, esta vez sí, le preguntaría a Berta por el cerrajero Lucas y su posible conexión con el caso Craftsman. Luego se percató de que aquélla sería ya, extraoficialmente, la tercera cita, y pensó que tal vez debería ir recordando cómo se besa a una mujer.

—Oye, Manchego —le había preguntado Berta antes de despedirse de él con un apretón de manos y un buenas noches un poco tímido—. ¿Te acuerdas de cómo se llamaba el que robó el dinero de la oficina de correos?

—Rubén no sé qué —había respondido él.

—¡Casi! —se le había escapado a ella sin querer—. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú?

—Alonso.

—¡Huy! ¡Como el Quijote!

El Pirata sí que sabía besar.

Podría decirse que César Barbosa había nacido sólo para eso. Para acertarle a cada mujer el tipo de beso que más le convenía. Tímido, audaz, grosero, juguetón… Disfrutaba encandilando a las damas gracias a aquel don con el que el cielo lo había bendecido.

En el caso de María, el primer beso había sido de los cautelosos, de los que entran de puntillas en la boca y acarician con suavidad los labios y luego se quedan un ratito esperando la respuesta antes de pasar al ataque voraz y definitivo. Las manos se posan en la cintura prestas a descender suavemente por las caderas para detenerse finalmente en la curva de las nalgas. Las piernas se abren paso entre las costuras de la falda, el peso de los hombros contra el cuerpo de ella, el roce de la barba en su mejilla, antes de pararse a comprobar que la primera batalla está ganada, que ella ha cerrado los ojos, ha abierto la boca y aguarda. Entonces, sí, es la guerra, la lengua se abre paso como se libera un animal salvaje de una jaula, se retuerce, araña, desgarra, se hace dueña del espacio, del tiempo, del aire y de la luz.

BOOK: La felicidad es un té contigo
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