La fiesta del chivo (10 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—¿Y eso de que es maricón?

Tampoco esta vez se alteró el coronel. Su voz seguía siendo de una indiferencia clínica.

—Nunca me ha dado por ahí, Excelencia. No me he acostado con ningún hombre.

—Bueno, basta de pendejadas —cortó él, poniéndose serio—. No toque a los obispos, por ahora. Ya veremos, según evolucionen las cosas. Si se puede castigarlos, se hará. Por el momento, que estén bien vigilados. Siga con la guerra de nervios. Que no duerman ni coman tranquilos. A ver si ellos mismos deciden irse.

¿Se saldrían con la suya ese par de obispos y se quedarían tan campantes como la rata negra de Betancourt? Otra vez, lo rondó la cólera. Esa alimaña de Caracas había conseguido que la OEA sancionara a la República Dominicana, que todos los países rompieran relaciones y aplicaran unas presiones económicas que estaban asfixiando al país. Cada día, cada hora, hacían mella en lo que había sido una resplandeciente economía. Y, Betancourt, vivo aún, abanderado de la libertad, mostrando en la televisión sus manos quemadas, orgulloso de haber sobrevivido a ese atentado estúpido, que nunca se debió dejar en manos de esos militares venezolanos pendejos. El próximo estaría sólo a cargo del SIM. De manera técnica, impersonal, Abbes le explicó el nuevo operativo, que culminaría con la explosión potente, accionada por control remoto, del artefacto comprado a precio de oro en Checoslovaquia, que ahora estaba ya en el consulado dominicano de Haití. De allí sería fácil llevarlo a Caracas en el momento oportuno.

Desde 1958, en que decidió promoverlo al cargo que tenía, el Benefactor despachaba a diario con el coronel, en esta oficina, en la Casa de Caoba, o en el lugar en que Trujillo se hallara, siempre a esta hora. Como el Generalísimo, Johnny Abbes jamás tomaba vacaciones. Trujillo oyó hablar de él, por primera vez, al general Espaillat. El anterior jefe del Servicio de Inteligencia lo había sorprendido con una información precisa y pormenorizada sobre los exiliados dominicanos en México: qué hacían, qué tramaban, dónde vivían, dónde se reunían, quiénes los ayudaban, qué diplomáticos visitaban.

—¿Cuánta gente tiene metida en México, para estar tan informado sobre esos granujas?

—Toda la información viene de una sola persona, Excelencia —Navajita hizo un gesto de satisfacción profesional—. Muy joven. Johnny Abbes García. Tal vez haya conocido a su padre, un gringo medio alemán que vino a trabajar en la compañía eléctrica y se casó con una dominicana. El muchacho era periodista deportivo y medio poeta. Empecé a utilizarlo como informante sobre la gente de radio y prensa, y en la tertulia de la Farmacia Gómez, a la que van muchos intelectuales. Lo hizo tan bien que lo mandé a México, con una falsa beca. Y, ya ve, se ganó la confianza de todo el exilio. Se lleva bien con perros y gatos. No sé cómo lo hace, Excelencia, pero en México hasta terminó metido con Lombardo Toledano, el líder sindical izquierdista. La fea con la que se casó era secretaria de ese comunistón, figúrese.

¡Pobre Navajita! Hablando con ese entusiasmo, empezaba a perder la jefatura de ese Servicio de Inteligencia para el que lo habían preparado en West Point.

—Tráigalo, dele un puesto donde yo pueda observarlo —ordenó Trujillo.

Así había aparecido por los pasillos del Palacio Nacional esa figura desmayada, cariacontecida, de ojitos en perpetua agitación. Ocupó un cargo ínfimo en la oficina de información. Trujillo, a la distancia, lo estudiaba. Desde muy joven, en San Cristóbal, seguía esas intuiciones que, luego de una simple ojeada, una corta charla o una mera referencia, le daban la certeza de que esa persona podía servirle. Así eligió a buen número de colaboradores y no le había ido mal. Johnny Abbes Garc’ía trabajó varias semanas en un oscuro despacho, bajo la dirección del poeta Ramón Emilio jiménez, con Dipp Velarde Font, Querol y Grimaldi, escribiendo supuestas cartas de lectores a El Foro Público del diario El Caribe. Antes de ponerlo a prueba esperó, sin saber qué, alguna indicación del azar. La señal vino de la manera más inesperada, el día que sorprendió en un pasillo de Palacio a Johnny Abbes conversando con uno de sus secretarios de Estado. ¿De qué podía hablar el pulcro, beato y austero Joaquín Balaguer con el informante de Navajita?

—De nada especial, Excelencia —explicó Balaguer, a la hora del despacho ministerial—. No conocía a ese joven. Al verlo tan concentrado en la lectura, pues leía mientras iba andando, me picó la curiosidad. Usted sabe, mi gran afici'ón son los libros. Me llevé una sorpresa. No debe estar en sus cabales. ¿Sabe qué lo divertía tanto? Un libro de torturas chinas, con fotos de decapitados y despellejados.

Esa noche lo mandó llamar. Abbes parecía tan abrumado —de alegría, miedo o ambas cosas— por el inesperado honor que apenas le salían las palabras al saludar al Benefactor.

—Hizo un buen trabajo en México —le dijo éste, con la vocecita aflautada y cortante que, igual que su mirada, ejercía también un efecto paralizante sobre sus interlocutores—. Espaillat me informó. Pienso que puede asumir tareas más serias. ¿Está dispuesto?

—Cualquier cosa que mande Su Excelencia —estaba quieto, con los pies juntos, como un escolar ante el maestro.

—¿Conoció a José Almoina, allá en México? Un gallego que vino aquí con los españoles republicanos exiliados.

—Si, Excelencia. Bueno, a él sólo de vista. Pero sí a muchos del grupo con el que se reúne, en el Café Comercio. Los «españoles dominicanos», se llaman ellos mismos.

—Ese sujeto publicó un libro contra mí, Una satrapía en el Caribe, pagado por el gobierno guatemalteco. Lo firmó con el seudónimo de Gregorio Bustamante. Después, para despistar, tuvo el desparpajo de publicar otro libro, en Argentina, éste sí con su nombre, Yo fui secretario de Trujillo, poniéndome por las nubes. Como han pasado varios años, se siente a salvo allá en México. Cree que me olvidé que difamó a mi familia y al régimen que le dio de comer. Esas culpas no prescriben. ¿Quiere encargarse?

—Sería un gran honor, Excelencia —respondió Abbes García de inmediato, con una seguridad que no había mostrado hasta ese momento.

Tiempo después, el ex secretario del Generalísimo, preceptor de Ramfis y escribidor de doña María Martínez, la Prestante Dama, moría en la capital mexicana acribillado a balazos. Hubo la chillería de rigor entre los exiliados y la prensa, pero nadie pudo probar, como decían aquéllos, que el asesinato había sido manufacturado por «la larga mano de Trujillo». Una operación rápida, impecable, y que apenas costó mil quinientos dólares, según la factura que Johnny Abbes García pasó, a su regreso de México. El Benefactor lo incorporó al Ejército con el grado de coronel.

La desaparición de José Almoina fue apenas una, en la larga secuencia de brillantísimas operaciones realizadas por el coronel, que mataron o dejaron lisiados o malheridos a docenas de exiliados, entre los más vociferantes, en Cuba, México, Guatemala, New York, Costa Rica y Venezuela. Trabajos relámpago y limpios, que impresionaron al Benefactor. Cada uno de ellos una pequeña obra maestra por la destreza y el sigilo, un trabajo de relojería. La mayor parte de las veces, además de acabar con el enemigo, Abbes García se las arregló para arruinarles la reputación. El sindicalista Roberto Lamada, refugiado en La Habana, murió a consecuencia de una paliza que recibió en un prostíbulo del Barrio Chino, a manos de unos rufianes que lo acusaron ante la policía de haber intentado acuchillar a una prostituta que se negó a someterse a las perversiones sadomasoquistas que el exiliado le exigía; la mujer, una mulata teñida de pelirroja, apareció en Carteles y Bohemia, llorosa, mostrando las heridas que le infligió el degenerado. El abogado Bayardo Cipriota pereció en Caracas en una reyerta de maricas: lo encontraron apuñalado en un hotel de mala muerte, con calzón y sostén de mujer, y la boca con rouge. El dictamen forense determinó que tenía esperma en el recto. ¿Cómo se las ingeniaba el coronel Abbes para trabar contacto, tan rápido, en ciudades que apenas conocía, con esas alimañas de los bajos fondos, pistoleros, matones, traficantes, cuchilleros, prostitutas, cafiches, ladronzuelos, que siempre intervenían en esas operaciones de página roja, que hacían las delicias de la prensa sensacionalista, en las que se veían enredados los enemigos del régimen? ¿Cómo logró montar por casi toda América Latina y Estados Unidos una red tan eficiente de informantes y hombres de mano gastando tan poco dinero? El tiempo de Trujillo era demasiado precioso para perderlo averiguando los pormenores. Pero, a la distancia, admiraba, como un buen conocedor una preciosa joya, la sutileza y originalidad con que Johnny Abbes García libraba al régimen de sus enemigos. Ni los grupos de exiliados, ni los gobiernos adversarios, pudieron establecer vínculo alguno entre estos accidentes y hechos horrendos y el Generalísimo. Una de las más perfectas realizaciones fue la de Ramón Marrero Aristy, el autor de Over, la novela sobre los cañeros de La Romana conocida en toda América Latina. Antiguo director de La Nación, diario frenéticamente trujillista, Marrero fue secretario de Trabajo, en 1956, y en 1959 lo era por segunda vez, cuando empezó a pasar informes al periodista Tad Szulc, para que enlodara al régimen en sus artículos de The New York Times. Al verse descubierto, mandó cartas de rectificación al periódico gringo. Y vino con el rabo entre las piernas al despacho de Trujillo, a arrastrarse, a llorar, a pedir perdón, a jurar que nunca había traicionado ni traicionaría. El Benefactor lo escuchó sin abrir la boca y luego, fríamente, lo abofeteó. Marrero, que sudaba, intentó sacar un pañuelo, y el jefe de los ayudantes militares, coronel Guarionex Estrella Sadhalá, lo mató de un balazo en el mismo despacho. Encargado Abbes García de rematar la operación, menos de una hora después un coche se deslizaba —delante de testigos— por un precipicio en la cordillera Central, cuando viajaba rumbo a Constanza; Marrero Aristy y su chofer quedaron irreconocibles con el impacto. ¿No era obvio que el coronel Johnny Abbes García debía reemplazar a Navajita a la cabeza del Servicio de Inteligencia? Si él hubiera estado al frente de ese organismo cuando el secuestro de Galíndez en New York, que dirigió Espaillat, probablemente no hubiera estallado aquel escándalo que tanto daño hizo a la imagen internacional del régimen.

Trujillo señaló el informe del escritorio con aire despectivo:

—¿Otra conspiración para matarme, con Juan Tomás Díaz a la cabeza? ¿Organizada también por el cónsul Henry Dearborn, el pendejo de la CIA?

El coronel Abbes García abandonó su inmovilidad para acomodar sus nalgas en la silla.

—Eso parece, Excelencia —asintió, sin dar importancia al asunto.

—Tiene gracia —lo interrumpió Trujillo—. Rompieron relaciones con nosotros, para cumplir con la resolución de la OEA. Y se llevaron a los diplomáticos, pero nos dejaron a Henry Dearborn y sus agentes, para seguir tramando complots. ¿Seguro que Juan Tomás conspira?

—No, Excelencia, apenas vagos indicios. Pero, desde que usted lo destituyó, el general Díaz es un pozo de resentimiento y por eso lo vigilo de cerca. Hay esas reuniones, en su casa de Gazcue. De un resentido, siempre se debe esperar lo peor.

—No fue por esa destitución —comentó Trujillo, en alta voz, como hablando para sí mismo—. Fue porque le dije cobarde. Por recordarle que había deshonrado el uniforme.

—Yo estuve en ese almuerzo, Excelencia. Pensé que el general Díaz intentaría levantarse e irse. Pero, aguantó, lívido, sudando. Salió dando traspiés, como borracho.

—Juan Tomás fue siempre muy orgulloso y necesitaba una lección —dijo Trujillo—. Su conducta, en Constanza, fue la de un débil. Yo no admito generales débiles en las Fuerzas Armadas dominicanas.

El incidente había ocurrido unos meses después de aplastados los desembarcos de Constanza, Maimón y Estero Hondo, cuando todos los miembros de la expedición —en la que, además de dominicanos, había cubanos, norteamericanos y venezolanos— estaban muertos o presos, en los días en que, en enero de 1960, el régimen descubría una vasta red de opositores clandestinos, que, en homenaje a aquella invasión, se llamaba 14 de Junio. La integraban estudiantes y profesionales jóvenes de clase media y alta, pertenecientes muchos de ellos a familias del régimen. En plena operación de limpieza de esa organización subversiva, en la que estaban tan activas las tres hermanas Mirabal y sus maridos —su solo recuerdo activaba la bilis del Generalísimo—, Trujillo convocó a aquel almuerzo en el Palacio Nacional a unas cincuenta figuras militares y civiles del régimen, para escarmentar a su amigo de infancia, compañero de la carrera militar, que había ocupado los más altos cargos en las Fuerzas Armadas durante la Era, y a quien había destituido de la jefatura de la Región de La Vega, que abarcaba a Constanza, cuando todavía no se acababa de exterminar a los últimos focos de invasores diseminados por aquellas montañas. El general Tomás Díaz había pedido en vano una audiencia con el Generalísimo desde entonces. Debió sorprenderse al recibir invitación para el almuerzo, después de que su hermana Gracita se asiló en la embajada de Brasil. El jefe no lo saludó ni le dirigió la palabra durante la comida, ni echó una ojeada hacia el rincón de la larga mesa donde el general Díaz fue sentado, muy lejos de la cabecera, en simbólica indicación de su caída en desgracia.

Cuando servían el café, de pronto, por encima del avispeo de las conversaciones que sobrevolaban la larga mesa, los mármoles de las paredes y los cristales de la araña encendida —la única mujer era Isabel Mayer, caudilla trujillista del noroeste—, la vocecita aguda que todos los dominicanos conocían se elevó, con el tonito acerado que presagiaba tormenta:

—¿No les sorprende, señores, la presencia en esta mesa, entre los más destacados militares y civiles del régimen, de un oficial destituido de su mando por no haber estado a la altura en el campo de batalla?

Se hizo el silencio. El medio centenar de cabezas que flanqueaba el inmenso cuadrilátero de manteles bordados se inmovilizó. El Benefactor no miraba hacia el rincón del general Díaz. Su rostro pasaba revista a los demás comensales, uno por uno, con expresión de sorpresa, los ojos muy abiertos y los labios separados, pidiendo a sus invitados que lo ayudaran a descifrar el misterio.

—¿Saben de quién hablo? —continuó, luego de la pausa teatral—. El general Juan Tomás Díaz, jefe de la Región Militar de La Vega cuando la invasión cuban-enezolana, fue destituido en plena guerra, por conducta indigna frente al enemigo. En cualquier parte, comportamiento semejante se castiga con juicio sumario y fusilamiento. En la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo Molina, al general cobarde se lo invita a almorzar al Palacio con la flor y nata del país.

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