Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Yo he sido un hombre muy amado. Un hombre que ha estrechado en sus brazos a las mujeres más bellas de este país. Ellas me han dado la energía para enderezarlo. Sin ellas, jamás hubiera hecho lo que hice. (Elevó su copa a la luz, examinó el líquido, comprobó su transparencia, la nitidez de su color.) ¿Saben ustedes cuál ha sido la mejor, de todas las hembras que me tiré? («Perdonen, mis amigos, el tosco verbo», se disculpó el diplomático, «cito a Trujillo textualmente».) (Hizo otra pausa, aspiró el aroma de su copa de brandy. La cabeza de cabellos plateados buscó y encontró, en el círculo de caballeros que escuchaba, la cara lívida y regordeta del ministro. Y terminó. ¡La mujer de Froilán!
Urania hace una mueca, asqueada, como la noche aquella en que oyó al embajador Chirinos añadir que don Froilán había heroicamente sonreído, reído, festejado con los otros, la humorada del Jefe. «Blanco como el papel, sin desmayarse, sin caer fulminado por un síncope», precisaba el diplomático.
—¿Cómo era posible, papá? Que un hombre como Froilán Arala, culto, preparado, inteligente, llegara a aceptar eso. ¿Qué les hacía? ¿Qué les daba, para convertir a don Froilán, a Chirinos, a Manuel Alfonso, a ti, a todos sus brazos derechos e izquierdos, en trapos sucios?
No lo entiendes, Urania. Hay muchas cosas de la Era que has llegado a entender; algunas, al principio, te parecían Inex tricables, pero, a fuerza de leer, escuchar, cotejar y pensar, has llegado a comprender que tantos millones de personas, machacadas por la propaganda, por la falta de información, embrutecidas por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojadas de libre albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. No sólo a temerlo, sino a quererlo, como llegan a querer los hijos a los padres autoritarios, a convencerse de que azotes y castigos son por su bien. Lo que nunca has llegado a entender es que los dominicanos más preparados, las cabezas del país, abogados, médicos, ingenieros, salidos a veces de muy buenas universidades de Estados Unidos o de Europa, sensibles, cultos, con experiencia, lecturas, ideas, presumiblemente un desarrollado sentido del ridículo, sentimientos, pruritos, aceptaran ser vejados de manera tan salvaje (lo fueron todos alguna vez) como esa noche, en Barahona, don Froilán Arala.
—Lástima que no puedas hablar —repite, volviendo al presente—. Trataríamos de entenderlo, juntos. ¿Qué hizo que don Froilán guardase una lealtad perruna a Trujillo? Fue leal hasta lo último, como tú. No participó en la conspiración, ni tú tampoco. Siguió lamiendo la mano del Jefe después de que éste se jactara en Barahona de haberse tirado a su mujer. Al Jefe que lo tuvo dando vueltas por América del Sur, visitando gobiernos, como canciller de la República, de Buenos Aires a Caracas, de Caracas a Río o Brasilia, de Brasilia a Montevideo, de Montevideo a Caracas, sólo para seguir tirándose con toda tranquilidad a nuestra bella vecina.
Es una imagen que asedia a Urania hace mucho tiempo, que le da risa y la indigna. La del secretario de Estado de Relaciones Exteriores de la Era subiendo y bajando de aviones, recorriendo las capitales sudamericanas, obedeciendo órdenes perentorias que lo esperaban en cada aeropuerto, para que continuara esa trayectoria histérica, atosigando gobiernos con pretextos vacuos. Y sólo para que no volviera a Ciudad Trujillo mientras el jefe le singaba a su mujer. Lo contaba el propio Crassweller, el más conocido biógrafo de Trujillo. De manera que todos lo sabían, don Froilán también.
—¿Valía la pena, papá? ¿Era por la ilusión de estar disfrutando del poder? A veces pienso que no, que medrar era lo secundario. Que, en verdad, a ti, a Arala, a Pichardo, a Chirinos, a Alvarez Pina, a Manuel Alfonso, les gustaba ensuciarse. Que Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban.
El inválido la mira sin pestañear, sin mover los labios, ni las diminutas manecitas que tiene sobre las rodillas. Se diría una momia, un hombrecito embalsamado, un muñequito de cera. Su bata está descolorida y, en partes, deshilachada. Debe ser muy vieja, de diez o quince años atrás. Tocan a la puerta. Dice «Adelante» y asoma la enfermera, trayendo un platito con pedazos de mango cortados en forma de medialunas y una papilla de manzana o plátano.
—A media mañana le doy siempre algo de fruta —explica, sin entrar—. El doctor dice que no debe tener muchas horas el estómago vacío. Como apenas se alimenta, hay que darle algo tres o cuatro veces al día. De noche, sólo un caldito. ¿Puedo?
—si, pase.
Urania mira a su padre y sus ojos siguen en ella; no se vuelven a mirar a la enfermera ni siquiera cuando ésta, sentada frente a él, comienza a darle cucharaditas de su refrigerio. —¿Dónde está su dentadura postiza?
—Tuvimos que quitársela. Como ha enflaquecido tanto, le hacía sangrar las encías. Para lo que toma, calditos, fruta cortada, purés y cosas batidas, no le hace falta.
Durante un buen rato, permanecen en silencio. Cuando el inválido termina de tragar, la enfermera le acerca la cuchara a la boca y espera, paciente, que el anciano la abra. Entonces, con delicadeza, le da el siguiente bocado. ¿Lo hará así siempre? ¿O esa delicadeza se debe a la presencia de su hija?
Seguramente. Cuando está a solas con él, lo reñirá, pellizcará, como las niñeras con los niños que no hablan, cuando la mamá no las ve.
—Dele unos bocaditos —dice la enfermera—. Él está queriendo eso. ¿No, don Agustín? ¿Quiere que su hija le dé la papita, verdad? Sí, sí, le gustaría. Dele unos bocaditos mientras bajo a buscar el vaso de agua, que se me olvidó.
Deposita el plato a medio acabar en manos de Urania, quien lo recibe de manera maquinal, y se va, dejando abierta la puerta. Luego de unos instantes de vacilación) Urania le acerca a la boca una cuchara con una rajita de mango. El inválido, que aún no le quita los ojos de encima, cierra la boca, frunciendo los labios, como un niño difícil.
—Buenos días —respondió.
El coronel Johnny Abbes había dejado sobre su escritorio el informe de cada madrugada, con ocurrencias de la víspera, previsiones y sugerencias. Le gustaba leerlos; el coronel no perdía tiempo en pendejadas, como el anterior jefe del Servicio de Inteligencia Militar, el general Arturo R. Espaillat, Navajita, graduado en la Escuela Militar de West Point, quien lo aburría con sus delirios estratégicos. ¿Trabajaría Navajita para la CIA? Se lo habían asegurado. Pero Johnny Abbes no lo pudo confirmar. Si alguien no trabajaba para la CIA era el coronel: odiaba a los yanquis.
—¿Café, Excelencia?
Johnny Abbes estaba de uniforme. Aunque se esforzaba por llevarlo con la corrección que Trujillo exigía, no podía hacer más de lo que le permitía su físico blandengue y descentrado. Era más bajo que alto, la barriguita abultada hacía juego con su doble papada, sobre la que irrumpía su salido mentón, partido por una hendidura profunda. También sus mejillas eran fofas. Sólo los ojillos movedizos y crueles delataban la inteligencia de esa nulidad física. Tenía treinta y cinco o treinta y seis años, pero parecía un viejo. No había ido a West Point ni a escuela militar alguna; no lo hubieran admitido pues carecía de físico y vocación militar. Era lo que el instructor Gittleman, cuando el Benefactor era marina, llamaba, por su falta de músculos, su exceso de grasa y su afición a la intriga, «un sapo de cuerpo y alma». Trujillo lo hizo coronel de la noche a la mañana al mismo tiempo que, en uno de esos raptos que jalonaban su carrera política, decidió nombrarlo jefe del SIM en reemplazo de Navajita. ¿Por qué lo hizo? No por cruel; más bien, por frío: el ser más glacial que había conocido en este país de gentes de cuerpo y alma calientes. ¿Fue una decisión feliz? últimamen te, fallaba. El fracaso del atentado contra el Presidente Betancourt no era el único; también se equivocó con la supuesta rebelión contra Fidel Castro de los comandantes Eloy Gutiérrez Menoyo y William Morgan, que resultó una emboscada del barbudo para atraer exiliados cubanos a la isla y echarles mano. El Benefactor reflexionaba, hojeando el informe entre traguitos de café.
—Insiste usted en sacar al obispo Reilly del Colegio Santo Domingo —murmuró—. Siéntese, sírvase café.
—¿Me permite, Excelencia?
La melódica voz del coronel le venía de sus años mozos, cuando era comentarista radial de pelota, baloncesto y carreras de caballos. De esa época, sólo conservaba su afición a las lecturas esotéricas —se confesaba rosacruz—, esos pañuelos que se hacía teñir de rojo porque, decía, era el color de la suerte para los Aries, y la aptitud para divisar el aura de cada persona (pendejadas que al Generalísimo le daban risa). Se instaló frente al escritorio del jefe, con una tacita de café en la mano. Estaba aún oscuro afuera y el despacho medio en sombras, iluminado apenas por una lamparita que encerraba en un círculo dorado las manos de Trujillo.
—Hay que reventar ese absceso, Excelencia. El problema mayor no es Kennedy, anda demasiado ocupado con el fracaso de su invasión a Cuba. Es la Iglesia. Si no acabamos con los quintacolumnistas aquí, tendremos problemas. Reilly sirve de maravilla a los que piden la invasión. Cada día lo inflan más, al mismo tiempo que presionan a la Casa Blanca para que mande a los marines a socorrer al pobre obispo perseguido. Kennedy es católico, no lo olvide.
—Todos somos católicos —suspiró Trujillo. Y desbarató aquel argumento—: Es una razón para no tocarlo, más bien. Sería dar a los gringos el pretexto que buscan.
Aunque había momentos en que Trujillo llegaba a sentir desagrado por la franqueza del coronel, se la toleraba. El jefe del SIM tenía órdenes de hablarle con total sinceridad, aun cuando fuera ingrato a sus oídos. Navajita no se atrevió a usar esa prerrogativa como Johnny Abbes.
—No creo posible una marcha atrás en las relaciones con la Iglesia, ese idilio de treinta años se acabó —hablaba despacio, los ojitos azogados dentro de las órbitas, como explorando el contorno en busca de acechanzas—. Nos declaró la guerra el 25 de enero de 1960, con la Carta Pastoral del Episcopado, y su meta es acabar con el régimen. A los curas no les bastarán unas cuantas concesiones. No volverán a apoyarlo, Excelencia. Igual que los yanquis, la Iglesia quiere guerra. Y, en las guerras, hay sólo dos caminos: rendirse o derrotar al enemigo. Los obispos Panal y Reilly están en rebelión abierta.
El coronel Abbes tenía dos planes. Uno, usando como escudo a los paleros, matones armados de garrotes y chavetas de Balá, ex presidiario a su servicio, los caliés irrumpirían a la vez, como grupos recalcitrantes desprendidos de una gran manifestación de protesta contra los obispos terroristas, en el obispado de La Vega y en el Colegio Santo Domingo, y rematarían a los prelados antes de que las fuerzas del orden los rescataran. Esta fórmula era arriesgada; podía provocar la invasión. Tenía la ventaja de que la muerte de los dos obispos paralizaría al resto del clero por buen tiempo. En el otro plan, los guardias rescataban a Panal y Reilly antes de ser linchados por el populacho y el gobierno los expulsaba a España y Estados Unidos, argumentando que era la única manera de garantizar su seguridad. El Congreso aprobaría una ley estableciendo que todos los sacerdotes que ejercían su ministerio en el país debían ser dominicanos de nacimiento. Los extranjeros o naturalizados serían devueltos a sus países. De este modo —el coronel consultó una libretita— el clero católico se reduciría a la tercera parte. La minoría de curitas criollos sería manejable.
Calló cuando el Benefactor, que tenía la cabeza gacha, la alzó.
—Es lo que ha hecho Fidel Castro en Cuba.
Johnny Abbes asintió:
—Allá también la Iglesia empezó con protestas, y, por fin, a conspirar, preparando el terreno para los yanquis. Castro echó a los curas extranjeros y dictó medidas draconianas contra los que se quedaron. ¿Qué le ha pasado? Nada.
—Todavía —lo corrigió el Benefactor—. Kennedy desembarcará a los marines en Cuba en cualquier momento. Y esta vez no será la chambonáda que hicieron el mes pasado, en Bahía de Cochinos.
—En ese caso, el barbudo morirá peleando —asintió Johnny Abbes—. Tampoco es imposible que desembarquen aquí los marines. Y usted ha decidido que nosotros muramos también peleando.
Trujillo lanzó una risita burlona. Si había que morir peleando contra los marines ¿cuántos dominicanos se sacrificarían con él? Los soldados, sin duda. Lo demostraron cuando la invasión que le envió Fidel, el 14 de junio de 1959. Pelearon bien, exterminaron a los invasores en pocos días, en las montañas de Constanza, y en las playas de Maimón y Estero Hondo. Pero, contra los marines…
—No habrá muchos a mi lado, me temo. La fuga de las ratas levantará una gran polvareda. Usted, si, no tendría más remedio que caer conmigo. Donde vaya, lo espera la cárcel, o que lo asesinen los enemigos que tiene por el mundo.
—Me los he hecho defendiendo este régimen, Excelencia.
—De todos los que me rodean, el único que no podría traicionarme, aunque quisiera, es usted —insistió Trujillo, divertido—. Soy la única persona a la que puede arrimarse, que no lo odia ni sueña con matarlo. Estamos casados hasta que la muerte nos separe.
Volvió a reírse, de buen humor, examinando al coronel, como un entomólogo a un insecto difícil de filiar. Se decían muchas cosas de él, sobre todo de su crueldad. Convenía a alguien que ejercía su cargo. Por ejemplo, que su padre, norteamericano de ascendencia alemana, descubrió al pequeño Johnny, aún de pantalón corto, reventando con alfileres los ojos a los pollitos del gallinero. Que, de joven, vendía a los estudiantes de Medicina cadáveres que se robaba de las tumbas del Cementerio Independencia. Que, aunque casado con Lupita, esa horrible y aguerrida mexicana que andaba con pistola en la cartera, era maricón. Y hasta que se acostaba con el medio hermano del Generalísimo, Nene Trujillo.
—Usted sabrá las bolas que hacen correr por ahí —le soltó, mirándolo a los ojos y siempre riendo—. Algunas án de ser ciertas. ¿Jugaba sacándole los ojos a las gallinas? ¿Saqueaba las tumbas del Cementerio Independencia para vender cadáveres?
El coronel sonrió apenas.
—Lo primero no debe ser cierto, no lo recuerdo. Lo segundo es una media verdad. No eran cadáveres, Excelencia. Huesos, calaveras, ya medio desenterrados por las lluvias. Para ganarme unos pesos. Ahora dicen que, como jefe del SIM, estoy devolviendo esos huesos.