Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Había ido a fiestas con varones y bailado, pero sólo una vez la besó antes un muchacho, en la mejilla, en un cumpleaños en la gran casa de la familia Vicini, en la intersección de la Máximo Gómez y la avenida George Washington. Se llamaba Casimiro Sáenz y era hijo de diplomático. La sacó a bailar y, al terminar, sintió sus labios en la cara. Se sonrojó hasta la raíz de los cabellos, y, en la confesión del viernes con el capellán del colegio, al mencionar ese pecado la vergüenza le cortó la voz. Pero, aquel beso no se parecía a esto: el bigotito mosca de Su Excelencia le arañaba la nariz, y, ahora, su lengua, una puntita viscosa y caliente, forcejeaba por abrirle la boca. Resistió y luego separó labios y dientes: una viborilla húmeda, fogosa, entró con furia a su cavidad bucal, moviéndose con avidez. Sintió que se atoraba.
—No sabes besar, belleza —le sonrió Trujillo, besándole de nuevo la mano, agradablemente sorprendido—: ¿Eres doncellita, verdad?
—Se había excitado —dice Urania, mirando el vacío—. Tuvo una erección.
Manolita suelta una risita histérica, brevísima, pero ni su mamá, ni su hermana ni su sobrina la imitan. Su prima baja los ojos, confundida.
—Lo siento, tengo que hablar de erecciones —dice Urania—. Si el macho se excita, su sexo se endurece y crece. Cuando metió su lengua dentro de mi boca, Su Excelencia se excitó.
—Subamos, belleza —dijo, con voz ligeramente pastosa—. Estaremos más cómodos. Vas a descubrir una cosa maravillosa. El amor. El placer. Vas a gozar. Yo te enseñaré. No me tengas miedo. No soy la bestia de Petán, yo no gozo tratando a las muchachas con brutalidad. A mí me gusta que gocen, también. Te haré feliz, belleza.
—Él tenía setenta y yo catorce —precisa Urania, por quinta o décima vez—. Lucíamos una pareja muy dispar, subiendo esa escalera con pasamanos de metal y barrotes de madera. De las manos, como novios. El abuelo y la nieta, rumbo a la cámara nupcial.
La lamparilla de la mesa de noche estaba prendida y Urania vio la cuadrada cama de hierro forjado, con el mosquitero levantado, y sintió las aspas del ventilador girando despacio en el techo. Una colcha blanca bordada cubría la cama y muchos almohadones y almohadillas abultaban el espaldar. Olía a flores frescas y a pasto.
—No te desnudes todavía, belleza —murmuró Trujillo—. Yo te ayudaré. Espera, ya vuelvo.
—¿Te acuerdas con qué nervios hablábamos de perder la virginidad, Manolita? —se vuelve Urania hacia su prima—. Nunca imaginé que la perdería en la Casa de Caoba, con el Generalísimo. Yo pensaba: «Si salto por el balcón, papá tendrá remordimientos terribles».
Volvió al poco rato, desnudo bajo una bata de seda azul con motas blancas y unas zapatillas de raso granate. Bebió un sorbo de coñac, dejó su copa en un armario entre fotografías de él rodeado de sus nietos, y, cogiendo a Urania de la cintura, la hizo sentar a la orilla de la cama, en el espacio abierto por los tules del mosquitero, dos grandes alas de mariposa enlazadas sobre sus cabezas. Comenzó a desnudarla, sin prisa. Desabotonó la espalda, botón tras botón, y retiró la cinta que ceñía su vestido. Antes de quitárselo, se arrodilló e, inclinándose con cierta dificultad, la descalzó. Con precauciones, como si la niña pudiera trizarse con un movimiento brusco de sus dedos, le retiró las medias nylon, acariciándole las piernas mientras lo hacía.
—Tienes los pies fríos, belleza —murmuró, con ternura—. ¿Estás con frío? Ven para acá, deja que te los caliente.
Siempre arrodillado, le frotó los pies con las dos manos. De tanto en tanto, se los llevaba a la boca y los besaba, empezando por el empeine, bajando por los deditos hasta los talones, preguntándole si le hacía cosquillas, con una risita pícara, como si fuera él quien sintiera una alegre comezón.
—Estuvo así mucho rato, abrigándome los pies. Por si quieren saberlo, YO no sentí, ni un solo segundo, la menor turbación.
—Qué miedo tendrías, prima —la apremia Lucindita. —En ese momento, todavía no. Después, muchísimo.
Trabajosamente, Su Excelencia se incorporó, y volvió a sentarse, al filo de la cama. Le sacó el vestido, el sostén rosado que sujetaba sus pechitos a medio salir, y el calzoncito triangular. Ella se dejaba hacer, sin ofrecer resistencia, el cuerpo muerto. Cuando Trujillo deslizaba el calzoncito rosado por sus piernas, advirtió que los dedos de Su Excelencia se apuraban; sudorosos, abrasaban la piel donde se posaban. La hizo tenderse. Se incorporó, se quitó la bata, se echó a su lado, desnudo. Con cuidado, enredó sus dedos en el ralo vello del pubis de la niña.
—Seguía muy excitado, creo. Cuando empezó a tocarme y acariciarme. Y a besarme, obligándome siempre a abrir la boca con su boca. En los pechos, en el cuello, en la espalda, en las piernas.
No se resistía; se dejaba tocar, acariciar, besar, y su cuerpo obedecía los movimientos y posturas que las manos de Su Excelencia le indicaban. Pero, no correspondía a las caricias, y, cuando no cerraba los ojos, los tenía clavados en las lentas aspas del ventilador. Entonces le oyó decirse a si mismo: «Romper el coñito de una virgen siempre excita a los hombres».
—La primera palabrota, la primera vulgaridad de la noche —precisa Urania—. Después, diría peores. Ahí me di cuenta que algo le pasaba. Había comenzado a enfurecerse. ¿Porque yo me quedaba quieta, muerta, porque no lo besaba?
No era eso, ahora lo comprendía. Que ella participara o no en su propio desfloramiento no era algo que a Su Excelencia pudiera importarle. Para sentirse colmado, le bastaba que tuviera el coñito cerrado y él pudiera abrírselo, haciéndola gemir —aullar, gritar— de dolor, con su güevo magullado y feliz allí adentro, apretadito en las valvas de esa intimidad recién hollada. No era amor, ni siquiera placer lo que esperaba de Urania. Había aceptado que la hijita del senador Agustín Cabral viniera a la Casa de Caoba sólo para comprobar que Rafael Leónidas Trujillo Molina era todavía, pese a sus setenta años, pese a sus problemas de próstata, pese a los dolores de cabeza que le daban los curas, los yanquis, los venezolanos, los conspiradores, un macho cabal, un chivo con un güevo todavía capaz de ponerse tieso y de romper los coñitos vírgenes que le pusieran delante.
—Pese a mi falta de experiencia, me di cuenta —su tía, sus primas y su sobrina acercan mucho las cabezas para oír su susurro—. Algo le sucedía, quiero decir ahí abajo. No podía. Se iba a poner bravo, iba a olvidarse de sus buenas maneras.
—Basta de jugar a la muertita, belleza —lo oyó ordenar, transformado—. De rodillas. Entre mis piernas. Así. Lo coges con tus manitas y a la boca. Y lo chupas, como te chupé el coñito. Hasta que despierte. Ay de ti si no se despierta, belleza.
—Traté, traté. Pese al terror, al asco. Hice todo. Me puse en cuclillas, me lo metí a la boca, lo besé, lo chupé hasta las arcadas. Blando, blando. Yo le rogaba a Dios que se parara.
—¡Basta, Urania, basta! —la tía Adelina no llora. La mira con espanto, sin compasión. Tiene levantada la cuenca superciliar, dilatado el blanco de la esclerótica; está pasmada, convulsionada—. Para qué, hijita. ¡Dios mío, basta!
—Pero fracasé —insiste Urania—. Se puso el brazo sobre los ojos. No decía nada. Cuando lo levantó, me odiaba.
Tenía los ojos enrojecidos y en sus pupilas ardía una luz amarilla, febril, de rabia y vergüenza. La miraba sin asomo de aquella cortesía, con una hostilidad beligerante, como si ella le hubiera hecho un daño irreparable.
—Te equivocas si crees que vas a salir de aquí virgen, a burlarte de mi con tu padre —deletreaba, con sorda cólera, soltando gallos.
Cogiéndola de un brazo la tumbó a su lado. Ayudándose con movimientos de las piernas y la cintura, se montó sobre ella. Esa masa de carne la aplastaba, la hundía en el colchón; el aliento a coñac y a rabia la mareaba. Sentía sus músculos y huesos triturados, pulverizados. Pero la asfixia no evitó que advirtiera la rudeza de esa mano, de esos dedos que exploraban, escarbaban y entraban en ella a la fuerza. Se sintió rajada, acuchillada; un relámpago corrió de su cerebro a los pies. Gimió, sintiendo que se moría.
—Chilla, perrita, a ver si aprendes —le escupió la vocecita hiriente y ofendida de Su Excelencia—. Ahora, ábrete. Déjame ver si lo tienes roto de verdad y no chillas de farsante.
—Era de verdad. Tenía sangre en las piernas; lo manchaba a él, y la colcha y la cama.
—¡Basta, basta! Para qué más, hija —ruge su tía—. Ven acá, persignémonos, recemos. Por lo que tú más quieras, hijita. ¿Crees en Dios? ¿En Nuestra Señora de la Altagracia, patrona de los dominicanos? Tu madre era tan devota de ella, Uranita. La recuerdo, preparándose cada 21 de enero para la peregrinación a la Basílica de Higuey. Estás llena de rencor y de odio. Eso no es bueno. Aunque te pasara lo que te pasó. Recemos, hijita.
—Y entonces —dice Urania, sin hacerle caso—, Su Excelencia volvió a tenderse de espaldas, a cubrirse los ojos. Se quedó quieto, quietecito. No estaba dormido. Se le escapó un sollozo. Empezó a llorar.
—¿A llorar? —exclama Lucindita.
Una súbita algarabía le responde. Las cinco viran las cabezas: Sansón se ha despertado y lo anuncia, parloteando.
—No por mí —afirma Urania—. Por su próstata hinchada, por su güevo muerto, por tener que tirarse a las doncellitas con los dedos, como le gustaba a Petán.
—Dios mío, hijita, por lo que más quieras —ruega su tía Adelina, santiguándose—. Ya no más.
Urania acaricia el puñito arrugado y pecoso de la anciana.
—Son palabras horribles, ya lo sé, cosas que no debería decir, tía Adelina —endulza la voz—. No lo hago nunca, te lo juro. ¿No querías saber por qué dije esas cosas sobre papá? ¿Por qué, cuando me fui a Adrian, no quise saber más de la familia? Ya sabes por qué.
De vez en cuando solloza y sus suspiros levantan su pecho. Unos vellos blanquecinos ralean entre sus tetillas y alrededor de su oscuro ombligo. Tiene siempre los ojos ocultos bajo su brazo. ¿Se ha olvidado de ella? ¿La amargura y el sufrimiento que se adueñaron de él la han abolido? Está más asustada que antes, cuando la acariciaba o violaba. Olvida el ardor, la llaga entre las piernas, el miedo que le dan las manchitas en sus muslos y el cubrecamas. No se mueve. Volverse invisible, inexistente. Si ese hombre de piernas lampiñas que llora, la ve, no la perdonará, volcará sobre ella la ira de su impotencia, la vergüenza de ese llanto, y la aniquilará.
—Decía que no hay justicia en este mundo. Por qué le ocurría esto después de luchar tanto, por este país ingrato, por esta gente sin honor. Le hablaba a Dios. A los santos. A Nuestra Señora. O al diablo, tal vez. Rugía y rogaba. Por qué le ponían tantas pruebas. La cruz de sus hijos, las conspiraciones para matarlo, para destruir la obra de toda una vida. Pero no se quejaba de eso. Él sabía fajarse contra enemigos de carne y hueso. Lo había hecho desde joven. No podía tolerar el golpe bajo, que no lo dejaran defenderse. Parecía medio loco, de desesperación. Ahora sé por qué. Porque ese güevo que había roto tantos coñitos, ya no se paraba. Eso hacía llorar al titán. ¿Para reírse, verdad?
Pero Urania no se reía. Lo escuchaba inmóvil, osando apenas respirar, para que él no recordara que ella estaba ahí. El monólogo no era corrido, sino fracturado, incoherente, interrumpido por largos silencios; alzaba la voz y gritaba, o la apagaba hasta lo inaudible. Un lastimado rumor. A Urania la tenía fascinada ese pecho que subía y bajaba. Procuraba no mirar su cuerpo, pero, a veces, sus Ojos corrían sobre el vientre algo fofo, el pubis emblanquecido, el pequeño sexo muerto y las piernas lampiñas. Éste era el Generalísimo, el Benefactor de la Patria, el Padre de la Patria Nueva, el Restaurador de la Independencia Financiera. Éste, el jefe al que papá había servido treinta años con devoción y lealtad, al que había hecho el más delicado presente: su hija de catorce añitos. Pero, las cosas no ocurrieron como el senador esperaba. De modo que —el corazón de Urania se alegró— no rehabilitaría a papá; acaso lo metiera a la cárcel, acaso lo hiciera matar.
—De repente, alzó el brazo y me miró con sus ojos rojos, hinchados. Tengo cuarenta y nueve años y, de nuevo, vuelvo a temblar. He estado temblando treinta y cinco años desde ese momento.
Alarga sus manos y su tía, primas y sobrina lo comprueban: tiemblan.
La miraba con sorpresa y odio, como a una aparición maligna. Rojos, ígneos, fijos, sus ojos la helaban. No atinaba a moverse. La mirada de Trujillo la recorrió, bajó hasta sus muslos, saltó a la colcha con manchitas de sangre, y volvió a fulminarla. Ahogado de asco, le ordenó:
—Anda, lávate, ¿ves cómo has puesto la cama? ¡Vete de aquí!
—Un milagro, que me dejara salir —reflexiona Urania—. Después de haberlo visto desesperado, llorando, quejándose, apiadándose de sí mismo. Un milagro de la patrona, tía.
Se incorporó, saltó de la cama, recogió la ropa esparcida por el suelo, y, tropezando contra un gavetero, se refugió en el baño. Había una bañera de loza blanca, llena de esponjas y jabones, y un perfume penetrante que la mareó. Con manos que apenas le respondían, se limpió las piernas, se puso una toallita para atajar la hemorragia, y se vistió. Le costaba trabajo abotonarse el vestido, abrocharse el cinturón. No se puso las medias, sólo los zapatos, y, al mirarse en uno de los espejos, vio su cara embadurnada de lápiz de labios y de rímel. No se entretuvo en limpiarse; él podría cambiar de opinión. Correr, salir de la Casa de Caoba, escapar. Cuando volvió a la habitación, Trujillo ya no estaba desnudo. Se había cubierto con su bata de seda azul y tenía en la mano la copa de coñac. Le señaló la escalera:
—Vete, vete —se atoraba—. Que Benita traiga sábanas limpias y una colcha, que cambie esta inmundicia.
—En el primer escalón, me tropecé y me rompí el taco de un zapato, casi me ruedo los tres pisos. Se me hinchó mucho el tobillo, después. Benita Sepúlveda estaba en la primera planta. Muy tranquila, sonriéndome. Quise decirle lo que me había mandado. No me salió ni una palabra. Sólo pude señalarle los altos. Me cogió del brazo y me llevó donde los guardias, a la entrada. Me mostró un hueco con una silla: «Aquí le lustran las botas al Jefe». Ni Manuel Alfonso ni su auto estaban allí. Benita Sepúlveda me hizo sentar en el lustrador de zapatos, rodeada de guardias. Se fue y, cuando volvió, me llevó del brazo hasta un jeep. El chofer era un militar. Me trajo a Ciudad Trujillo. Cuando me preguntó, «¿dónde queda su casa?», le contesté: «Voy al Colegio Santo Domingo. Vivo allí». Todavía estaba oscuro. Las tres. Las cuatro, quién sabe. Se demoraban en abrir la reja. Todavía no podía hablar, cuando apareció el guardián. Sólo pude con sister Mary, la monjita que tanto me quería. Me llevó al refectorio, me dio agua, me mojó la frente.