La Forja (37 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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Para su deleite, Simkin accedió de buena gana.

—La Emperatriz me dijo: «¿Cómo
llamas
a esa tonalidad de verde, Simkin, mi cielo?» A lo cual yo repliqué: «No la llamo para nada, Majestad. ¡Simplemente aparece cuando silbo!». Ja, ja, ¿qué? Maldición, ¿qué estabas diciendo, querida? ¡No puedo oír nada en absoluto con este ruido infernal! —Dirigió una dura mirada en dirección a la herrería—. ¿Salud? ¿La Emperatriz? Pésima, sencillamente pésima. Pero
se empeña
en dar recepciones oficiales cada noche. No, no es mentira. De un mal gusto terrible, si queréis mi opinión. «¿No tendrá nada
contagioso
?», le pregunté al viejo Duque Mardoc. ¡Pobre hombre! La verdad es que no quería disgustarlo. Agarró a su catalista por el brazo, el bueno del Duque, y desapareció en un abrir y cerrar de ojos; nunca hubiera supuesto que el buen hombre fuera capaz de algo así. ¿Qué habéis dicho? Sí, esto es a
bsolutamente lo último
en cuestión de modas. Aunque me irritan las piernas... Y ahora debo seguir mi camino. Le estoy haciendo unos recados a nuestro Noble Jefe. ¿Habéis visto al catalista?

Sí, aquellas damas lo habían visto. Andon y él habían estado visitando la forja, pero ambos habían regresado ya a casa de Andon, no obstante, puesto que el catalista se había sentido repentinamente enfermo.

—No lo dudo —murmuró Simkin para su barba.

Quitándose el sombrero y despidiéndose de las damas con una gran reverencia, siguió su camino, llegando finalmente a una de las casas más viejas y de mayor tamaño del poblado. Tras llamar a la puerta, se dedicó a hacer girar el sombrero entre las manos, mientras esperaba pacientemente, silbando un aire de danza.

—Entra, Simkin, y sé bienvenido —le dijo afablemente una anciana, al mismo tiempo que le abría la puerta.

—Gracias, Marta —repuso Simkin, deteniéndose un momento al pasar para besarle la arrugada mejilla—. La Emperatriz te envía sus mejores deseos y te agradece tu preocupación por su salud.

—¡Déjate de bobadas! —lo regañó Marta, agitando la mano para disipar la fuerte oleada a perfume de gardenia que la envolvió cuando Simkin pasó por su lado—. ¡La Emperatriz nada menos! Tú eres o bien un embustero o un chiflado, jovencito.

—¡Ah!, Marta —dijo Simkin, inclinándose junto a ella para susurrarle en tono confidencial—: El mismo Emperador me hizo esa misma pregunta. «Simkin —dijo—, ¿eres un mentiroso o un chiflado?»

—¿Y cuál fue tu respuesta? —preguntó Marta, mientras sus labios se crispaban en una sonrisa, a pesar de que intentaba parecer severa.

—Yo le contesté: «Si os digo que no soy ninguna de las dos, Majestad, entonces soy una de ellas. Y si digo que soy una de ellas, entonces soy la otra». ¿Me sigues hasta ahora, Marta?

—¿Y si dijeras que eres ambas cosas?

Marta inclinó a un lado la cabeza, ocultando las manos bajo el delantal que llevaba puesto sobre el vestido.

—Fue precisamente lo que Su Majestad quiso saber. Le respondí: «Entonces soy cualquiera de las dos, ¿no es así?». —Simkin hizo una reverencia—. Piénsalo, Marta. Mantuvo a Su Majestad ocupado al menos durante una hora.

—Así que has estado de nuevo en la corte, ¿verdad, Simkin? —preguntó Andon, acercándose para saludar al joven—. ¿En cuál de ellas?

—Merilon. Zith-el. No importa —replicó Simkin con un enorme bostezo—. Os aseguro, señor, que todas son iguales, especialmente en esta época del año. Se están preparando para las Fiestas de la Cosecha y todo eso. Todo bastante aburrido. Os doy mi palabra de que estaría más que encantado de quedarme y charlar. En especial —olfateó ávidamente el aire— si se tiene en cuenta que la cena huele divinamente, como dijo el centauro refiriéndose al catalista que estaba guisando, pero... ¿Qué era lo que estaba diciendo? Oh, catalista... Sí, ése es el motivo por el que he venido. ¿Está por ahí?

—Está descansando —dijo Andon con voz seria.

—¿No se habrá puesto enfermo? —preguntó Simkin con indiferencia, mientras su mirada se paseaba por la habitación y se detenía como por casualidad sobre la figura que yacía sobre un camastro, en un oscuro rincón.

—No. Esta mañana anduvo más de lo que debía, me temo.

—Una lástima. El viejo Blachloch quiere verlo —dijo Simkin tranquilamente, haciendo girar el sombrero en la mano.

El rostro de Andon se ensombreció.

—Si pudiera esperar...

—Me temo que no —replicó Simkin con otro bostezo—. Es urgente y todo eso. Ya conocéis a Blachloch.

Colocándose junto a su esposo, con una expresión preocupada en el rostro, Marta le puso una mano sobre el brazo, que Andon acarició suavemente.

—Sí —dijo con calma—, lo conozco. Sin embargo...

La figura tumbada en la cama se incorporó.

—No os preocupéis, Andon —dijo Saryon, poniéndose en pie—. Ya me siento mucho mejor. Creo que deben de haber sido los vapores o el humo lo que me hizo sentirme mareado...

—¡Padre! No podéis imaginar —exclamó Simkin con voz entrecortada, dando un brinco hacia adelante y abrazando al sobresaltado catalista— lo maravilloso que es veros en pie y paseando. ¡Estaba tan preocupado! Tan terriblemente preocupado...

—Vamos, vamos —dijo Saryon, sonrojándose, turbado, e intentando desembarazarse del joven, que sollozaba sobre su hombro.

—Estoy bien —dijo Simkin valientemente, retrocediendo—. Lo siento. Olvidé los buenos modales. Bueno... —Se frotó las manos, sonriente—. ¿Todo listo? Si estáis cansado, podemos tomar una carreta...

—¿Una qué?

—Una carreta —dijo Simkin, pacientemente—. Ya sabéis. Se mueve por el suelo. Va tirada por un caballo. Una cosa con ruedas...

—¡Oh!, no. Realmente preferiría andar —se apresuró a decir Saryon.

—Bien, como prefiráis. —Simkin se encogió de hombros—. Ahora, debemos irnos. —Conduciendo al catalista hacia el exterior, enfrente de él, el joven le hizo salir prácticamente de un empujón—. Adiós, Marta, Andon. Espero que volveremos a tiempo para la cena. Si no es así, no nos esperéis levantados.

Antes de que supiera realmente lo que estaba pasando, Saryon se encontró en medio de la calle, restregándose los ojos para alejar el sueño. Se dio cuenta entonces, al ver que el sol empezaba a ponerse por detrás de los árboles que bordeaban la orilla del río, de que había dormitado toda la tarde, pero no por ello se sentía mejor y deseó no haber dormido. Ahora le dolía la cabeza, sintiéndose incapaz de pensar con claridad.

Tener que enfrentarse ahora a Blachloch, el hombre al que todos, empezando por Andon y terminando por el despreocupado Simkin, parecían temer secretamente.

«Me gustaría saber qué piensa Joram de él —se dijo Saryon. Luego sacudió la cabeza enojado consigo mismo—. Qué idea más estúpida. Como si importara. Esperemos que el paseo me despeje», añadió para sí, echando a andar junto a Simkin, que tiraba de él.

—¿Qué puedes contarme de ese Blachloch? —le preguntó Saryon a Simkin en voz baja mientras se movían entre las alargadas sombras que proyectaban los edificios en la creciente penumbra crepuscular.

—Nada que no te haya contado ya. Nada que no vayas a descubrir por ti mismo muy pronto —replicó Simkin, indiferente.

—He oído que pasas gran parte de tu tiempo con él —comentó Saryon, mirando a Simkin con atención.

Pero el joven le devolvió la mirada con una sonrisa fría y sardónica.

—Dirán lo mismo de ti dentro de poco —comentó a su vez.

Estremeciéndose, Saryon se envolvió en su túnica. Pensar en lo que aquel Señor de la Guerra, aquel Ejecutor convertido en un proscrito, podía pedirle que hiciera le asustaba. ¿Por qué no había pensado en ello antes?

«Porque antes no pensé que viviría lo suficiente como para llegar hasta aquí —se respondió Saryon a sí mismo con amargura—. ¡Ahora que estoy aquí, no tengo ni idea de lo que debo hacer! Quizá —se dijo esperanzado—, no será más que darle a esta gente Vida suficiente para que puedan hacer su trabajo con más facilidad.»

A su mente acudió el recuerdo de aquellos nuevos cálculos matemáticos que había realizado. Seguramente aquello sería todo lo que esperarían de él...

—Dime —le dijo Saryon a Simkin de repente, alegrándose de poder cambiar de tema y poder así sacarse de la cabeza una preocupación investigando otra—, ¿cómo consigues realizar esa... esa magia tuya?

—¡Oh!, ¿has estado admirando mi sombrero? —preguntó Simkin con voz complacida, dándole vueltas a la pluma con un dedo—. En realidad, la parte más difícil no está en conjurar el objeto, sino en decidir el tono de rosa exacto. Demasiado fuerte, y hará que mis ojos parezcan hinchados, eso fue lo que la Duquesa de Fenwick me dijo, y me parece que tenía mucha razón...

—No me refiero al sombrero —lo atajó Saryon, irritado—, me refiero al... al árbol. ¡Transformándote en árbol! Es completamente imposible —añadió—. Matemáticamente hablando, claro. He dado vueltas y vueltas a la fórmula...

—¡Oh!, yo no sé una palabra de matemáticas —dijo Simkin con un encogimiento de hombros—. Todo lo que sé es que funciona. Lo he hecho desde que era un pequeñajo. Mosiah dice que debe de ser parecido a lo que les pasa a los lagartos, que cambian de color para confundirse con las rocas y cosas de ese estilo. Te contaré cómo sucedió, si quieres. Aún nos falta un buen trecho para llegar, me temo.

Su mirada se dirigió hacia el alto edificio, que, recortándose negro bajo la rojiza luz del sol poniente, proyectaba una sombra oscura y desolada sobre toda la aldea.

—Me abandonaron en Merilon cuando era un bebé —empezó a decir Simkin en voz baja—. Arrojado a un portal. Abandonado a mi suerte. No conocí nunca a mis padres; probablemente yo no debiera de haber sucedido, si entiendes lo que quiero decir. —Encogiéndose de hombros, dejó escapar una corta y forzada carcajada—. Me recogió una vieja. No por caridad, eso te lo puedo asegurar. A los cinco años ya estaba trabajando, escarbando en las basuras en busca de cualquier cosa de valor que ella pudiera vender. Además me pegaba con regularidad, y, al final, me escapé. Crecí en las calles de la Ciudad Inferior, la parte que no se ve desde las Agujas de Cristal. ¿Tienes alguna idea de lo que hacen los
Duuk-tsarith
con los niños abandonados?

Saryon lo miraba asombrado.

—¿Niños abandonados? Pero...

—Yo tampoco —continuó Simkin con una forzada sonrisita—. Simplemente... desaparecen... Vi cómo sucedía. Amigos míos. Desaparecidos. Nunca se volvió a saber de ellos. Un día, los Ejecutores se materializaron de repente en la calle, justo enfrente de mí. No podía escapar. Aún me parece oír el crujido de sus negras ropas, tan cerca de mí, tan cerca... Estaba aterrorizado. No puedes ni imaginarlo... Mi único pensamiento era que no debían verme y concentré todo mi ser en esa sola idea. —Sonrió de repente—. ¿Y sabes qué?
No
me vieron. Los
Duuk-tsarith
pasaron junto a mí... igual que si pasaran junto a un cubo de agua que hubiera en la calle.

Saryon se rascó la cabeza.

—Me estás diciendo que por puro terror, fuiste capaz de...

—¿Realizar una notable transformación? Sí —replicó Simkin con una nota de modesto orgullo—. Más tarde aprendí a controlarlo. De esta forma he sobrevivido durante muchos, muchos años.

Saryon se quedó en silencio un momento, luego preguntó con severidad:

—¿Y qué hay de tu hermana?

—¿Hermana? —Simkin le lanzó una mirada de perplejidad—. ¿Qué hermana? Soy huérfano.

—La hermana que los
Duuk-tsarith
tienen prisionera, ¿recuerdas? Y luego también está tu padre. Aquel a quien los Ejecutores se llevaron. Aquel a quien yo te recuerdo...

—Me parece, viejo amigo —Simkin lo miró con profunda inquietud—, que debiste recibir un buen golpe en la cabeza cuando saltamos por el precipicio. ¿De qué estás hablando?

—Nosotros no saltamos —dijo Saryon apretando los dientes—. Caímos porque

estabas podrido...

—¡Podrido! —Simkin se detuvo en seco en medio de la calle, con el rostro afligido—. Me siento herido, muy herido. ¡Ten, toma mi daga —una se materializó en su mano— y atraviésame el corazón! —Abriéndose la chaqueta de brocado de un tirón, mostró una amplia extensión de camisa color verde—. ¡No puedo seguir viviendo con la mancha de este deshonor!

—¡Oh, vamos! —exclamó Saryon, consciente de que toda la gente de los alrededores estaba pendiente de ellos.

—¡No, hasta que te hayas disculpado! —exclamó Simkin, melodramático.

—¡Muy bien, te pido perdón! —masculló Saryon, mirando al joven tan confuso que no se le ocurrió ninguna pregunta.

—Acepto tus disculpas —respondió Simkin cortésmente, y la daga desapareció, siendo reemplazada por un revoloteo de seda anaranjada.

Al mirar a Joram a los ojos, Saryon había visto un alma —atormentada, sombría, consumida por la cólera—, pero un alma no obstante, cuyas mismas pasiones la mantenían con vida. Al mirar al Señor de la Guerra a los ojos, Saryon no vio nada. Opacos y sin vida, aquellos ojos lo miraron fijamente durante un buen rato; luego, con un movimiento de los finos párpados Blachloch le ordenó que se sentara.

Saryon obedeció, absorbida su voluntad por aquellos ojos tan eficazmente como lo hubiera hecho cualquier conjuro.

Un
Duuk-tsarith
. Una clase privilegiada. Su enlutada presencia en Thimhallan garantizaba seguridad y paz. Había que pagar por ello, no obstante, pero la gente, recordando los viejos tiempos, estaba dispuesta a pagar el precio.

Aunque totalmente diferentes en muchas cosas, los Señores de la Guerra eran un reflejo de aquellos que eran su polo opuesto, los catalistas. Tan poderosos en magia como débiles son los catalistas, los niños que nacen dentro del Misterio del Fuego son considerados una rareza, y, también a ellos, se los saca de sus casas a una tierna edad y se los envía a una escuela cuyo emplazamiento es un secreto. En este lugar, las poderosas habilidades mágicas de estos jóvenes brujos, tanto hombres como mujeres, son desarrolladas y canalizadas, y aquí aprenden la estricta y severa disciplina que a partir de aquel momento gobernará sus vidas. La preparación es dura y agotadora, ya que es necesario ponerle riendas a ese poder y mantenerlo bajo control. Eso fue lo que inició los disturbios hace muchísimo tiempo en el antiguo Mundo Oscuro, según cuenta la leyenda. Las brujas y los hechiceros, nada satisfechos de tener que mantener ocultos sus poderes mágicos, se desperdigaron por la tierra para intentar reclamar aquello que consideraban era suyo. Aquello les acarreó el odio del pueblo hacia los de su raza, y empezaron así las persecuciones, que finalmente obligarían a muchos de ellos a abandonar aquellas tierras y buscar un nuevo hogar entre las estrellas.

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