La Forja (38 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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La mayoría de los nacidos dentro del Misterio del Fuego se convierten en
Duuk-tsarith
, llamados también Ejecutores, que son los que hacen que se respete la ley en Thimhallan. Unos pocos, los más poderosos, se convierten en
Dkarn-Duuk
, los Estrategas de las Batallas. Y en general se los conoce a todos bajo el común denominador de Señores de la Guerra. Desde luego los hay que fracasan, pero nada se dice de éstos. Jamás vuelven a sus casas; simplemente se desvanecen en el aire. La creencia popular es que se los envía al Más Allá.

¿Cuál es la recompensa que reciben por esta oscura vida de disciplina? Poder ilimitado. Y saber que incluso los mismos Emperadores, a pesar de que intentan disimularlo lo mejor que pueden, miran con temor a estas figuras vestidas de negro que se deslizan silenciosas por los Palacios Reales. Porque el
Duuk-tsarith
conoce un conjuro mágico que únicamente él puede utilizar; mientras que el catalista tiene el poder de otorgar Vida, el Ejecutor tiene el poder de arrebatar la Vida. Raramente visto, hablando en contadas ocasiones, el
Duuk-tsarith
pasea por las calles, los salones o los campos, cubierto por un manto de invisibilidad y armado con su Magia Aniquiladora que puede absorber la magia de cualquier mago o brujo, dejándolo tan desvalido e impotente como pueda estarlo un bebé.

Blachloch era uno de los fracasos. No contento con su poder, se contaba de él que había buscado una recompensa mejor y más tangible. Nadie sabía cómo había conseguido escapar; no debía de haber sido fácil, y demostraba sus extraordinarias dotes y su sangre fría, ya que los
Duuk-tsarith
viven todos juntos, aislados en su pequeña comunidad, manteniéndose ellos mismos bajo una vigilancia tan severa como la vigilancia a que someten al pueblo.

Saryon tuvo en cuenta todo aquello mientras permanecía allí sentado, helado y nervioso, ante el enlutado Señor de la Guerra. Blachloch había estado trabajando de nuevo en sus libros de contabilidad, y únicamente había dejado a un lado dicha tarea cuando uno de sus hombres hizo entrar al catalista y a Simkin.

Envuelto en el acostumbrado silencio de los de su clase, Blachloch tenía los ojos clavados en Saryon, averiguando más cosas de él por la forma en que se sentaba, las líneas de su rostro y la posición de sus manos y brazos, de lo que hubiera averiguado en una hora de interrogatorio.

A pesar de que luchaba por permanecer tranquilo e impasible, Saryon se revolvía nervioso bajo aquel examen. Aterradores recuerdos de su propio breve encuentro con los Ejecutores en El Manantial en la época en que cometiera su crimen hacían que su garganta se secara y le sudaran las palmas de las manos. Una gran parte de la eficacia de los Ejecutores se basa en su capacidad para intimidar con su sola presencia. Las ropas de color negro, las manos cruzadas una sobre otra, el forzado silencio, el rostro inexpresivo, todo aquello les era enseñado cuidadosamente. Se les enseñaba a engendrar una única emoción: el miedo.

—Vuestro nombre, Padre —fueron las primeras palabras que Blachloch pronunció: se trataba más de una verificación que de una pregunta.

—Saryon —replicó el catalista tras un primer intento fallido de hablar.

Las manos del Señor de la Guerra descansaban sobre la mesa con los dedos entrelazados. Un silencio tan espeso y pesado como las negras ropas que vestía envolvió la habitación, mientras Blachloch contemplaba al catalista, impasible.

Sintiéndose gradualmente más y más turbado, y notando que aquellos penetrantes ojos se sumergían en lo más profundo de su alma, a Saryon no le reconfortó el hecho de que incluso Simkin parecía sumiso, los vistosos colores de su traje parecían apagarse ante la oscura silueta del Señor de la Guerra.

—Padre —dijo Blachloch al fin—, es la costumbre en esta aldea que nadie haga preguntas sobre el pasado de otro. Yo permito que esta costumbre continúe existiendo, en general porque el pasado de una persona no me importa lo más mínimo; pero hay algo en vuestro rostro que no me agrada, catalista. En las líneas que rodean vuestros ojos veo al sabio, no al renegado. En esa piel quemada por el sol veo a alguien que está acostumbrado a pasar largas horas en las bibliotecas, no en los campos de labranza. En la boca, la forma de los hombros, la expresión de los ojos, veo debilidad. Pero vos sois una persona, según se me ha dicho, que se rebeló contra su Orden y huyó al lugar más peligroso y nefasto de este mundo: el País del Destierro. Por lo tanto, contadme vuestra historia, Padre Saryon.

Saryon dirigió una rápida mirada a Simkin, que estaba jugueteando con el pedazo de seda naranja, fingiendo despreocupadamente intentar atarlo alrededor de la pluma de su sombrero, que reposaba sobre sus rodillas. El joven ni lo miró ni pareció estar mínimamente interesado en lo que estaba sucediendo. No había más remedio que seguir representando aquel amargo papel hasta el final.

—Tenéis razón,
Duuk-tsarith
...

A Blachloch no pareció molestarle la utilización de un título al que no tenía derecho. Saryon lo había utilizado, al oír que uno de sus secuaces se dirigía a él como tal.

—Soy un erudito. Mi tema de estudio particular son las matemáticas. Hace diecisiete años —continuó Saryon en una voz queda que lo sorprendió por su firmeza—, cometí un crimen que provocó mi sed de conocimientos. Se me encontró leyendo libros prohibidos...

—¿Qué libros prohibidos? —lo interrumpió Blachloch.

Siendo un
Duuk-tsarith
, debía de estar, desde luego, familiarizado con la mayoría de los textos proscritos.

—Aquellos que tratan del Noveno Misterio —replicó Saryon.

Blachloch parpadeó, pero aparte de esto no hizo ningún gesto. Haciendo una pausa por si el Señor de la Guerra tenía alguna otra pregunta, Saryon notó más que vio cómo Simkin escuchaba atentamente, con un interés inusitado. El catalista suspiró.

—Me descubrieron. A causa de mi juventud, y sobre todo al hecho de que mi madre era la prima de la Emperatriz, se silenció mi crimen y se me envió a Merilon, con la esperanza de que pronto olvidaría mi interés por las Artes Arcanas.

—Sí, hasta ahí puedo corroborar que todo eso es verdad, catalista —dijo Blachloch, las manos inmóviles, cruzadas todavía la una sobre la otra, descansando aún sobre la mesa—. Continuad.

Saryon palideció, una extraña sensación se apoderó de su estómago. Su suposición de que Blachloch sabría ya alguna cosa sobre él había sido correcta. Era indudable que aquel hombre aún debía de tener contactos entre los Ejecutores, y aquel tipo de información no debía de ser difícil de adquirir. Y, desde luego, también estaba Simkin. ¿Quién podía saber cuál era su propio juego?

—Sin... sin embargo, me di cuenta de que no podía evitarlo. Me... me fascinan las Artes Arcanas. Yo representaba... una vergüenza para mi Orden en la corte. Hubiera sido muy sencillo hacer que me transfirieran de nuevo a El Manantial, donde esperaba poder continuar, en secreto, desde luego, mis estudios. Pero sin embargo eso no pudo ser. Mi madre acababa de morir y yo no tenía ni contactos ni fuertes vínculos en la corte. Por lo tanto, se me consideró una amenaza y se me envió a la aldea de Walren.

—Una existencia miserable, la del Catalista Campesino, pero segura —comentó Blachloch—. Ciertamente mucho mejor que la vida en el País del Destierro. —Moviéndose lenta y deliberadamente, los dos dedos índices de las manos del Señor de la Guerra se abrieron y extendieron. Era el primer movimiento que aquel hombre había hecho desde que ellos habían entrado, y tanto Simkin como Saryon no pudieron evitar contemplar, fascinados, cómo los dos dedos se unían, formando una daga de carne y hueso, para señalar al catalista—. ¿Por qué se fue?

—Oí hablar de la Cofradía —respondió Saryon, manteniendo el tono de firmeza en la voz—. Me estaba pudriendo en aquel pueblo. Mi cerebro se estaba reblandeciendo. He venido aquí para estudiar y aprender... las Artes Arcanas.

Blachloch no se movió ni habló. Los dedos continuaron apuntando a Saryon y, ni aunque se hubiera tratado de una auténtica daga colocada sobre su cuello, no hubiera éste padecido un sufrimiento ni temor mayor que el que experimentaba contemplándolos mientras descansaban apoyados sobre la mesa.

—Muy bien —habló Blachloch de repente y el sonido de aquella voz hizo que el medio hipnotizado catalista diera un respingo—. Estudiaréis. Sólo que deberéis aprender a no desmayaros cada vez que veáis la forja.

La sangre se agolpó en el rostro de Saryon. Bajando la cabeza ante la mirada de aquellos ojos apagados, deseó que se achacase a la turbación y no al sentimiento de culpa. No había sido la visión de la forja la que lo había trastornado, al menos no tanto como ver a Joram.

—Se os dará una casa en la aldea y compartiréis nuestra comida. Pero, como todos los demás, a cambio deberéis trabajar para nosotros...

—Me sentiré muy feliz de poder facilitar mis servicios a los habitantes de la aldea —dijo Saryon—. La Hacedora de Salud me ha dicho que el índice de mortalidad entre los niños es muy alto. Espero...

—Saldremos esta misma semana —prosiguió Blachloch, ignorando completamente las palabras del catalista—, para abastecernos de provisiones para el invierno. Nuestro trabajo en la forja y las minas precisa de tanta gente, como vos podéis imaginar, que no podemos dedicarnos a cultivar comida. Los poblados de Magos Campesinos nos proveen, por lo tanto, de lo que necesitamos.

—Os acompañaré, si es eso lo que deseáis —dijo Saryon, algo desconcertado—, pero considero que sería de más utilidad aquí...

—No, Padre. Me seréis de mucha más utilidad a

—lo interrumpió Blachloch, con voz inexpresiva—. Veréis, los poblados no saben que van a ayudarnos a pasar el invierno. En el pasado, nos veíamos obligados a depender de incursiones repentinas, robando comida por las noches. Un trabajo degradante, con el que generalmente se consigue muy poco. Pero —con un encogimiento de hombros levantó los dedos hasta colocarlos sobre los labios— no poseíamos magia. Ahora os tenemos a vos. Tenemos Vida y, lo que es más importante, tenemos también Muerte. Este invierno será un buen invierno para nosotros, ¿verdad, Simkin?

Si aquella súbita pregunta había sido hecha con la intención de sobresaltar al joven, no tuvo el menor éxito. Aparentemente absorto ahora en intentar desatar el pedazo de seda naranja que rodeaba la pluma, Simkin había descubierto que el nudo estaba demasiado apretado. Después de tirar de él sin resultado, hizo desaparecer en el aire con gesto malhumorado tanto el sombrero como el pañuelo de seda.

—La verdad es que no me preocupa qué clase de invierno paséis, Blachloch —dijo con aire de sumo aburrimiento—, ya que yo pasaré la mayor parte de él en la corte. Robar a los nativos no me parece nada divertido, además...

—¡Yo... yo no puedo ayudaros a hacer eso! —tartamudeó Saryon—. Robar... Esa gente apenas tiene lo suficiente para vivir...

—El castigo por huir, catalista, es la Transformación. ¿La habéis visto hacer alguna vez? Yo sí. —Los dedos que estaban apoyados sobre los labios se movieron, descendiendo lentamente para volver a señalar a Saryon—. Veo que vuestra mente está trabajando, señor estudioso. Sí, tal y como supusisteis, aún tengo contactos con los de
mi
Orden. Decirles dónde podrían encontraros sería de lo más sencillo; incluso me darían dinero. No tanto como el que puedo obtener utilizándoos a vos, pero el suficiente para hacer que sea una idea a considerar con ecuanimidad. Os sugiero que paséis los días que faltan aprendiendo a montar a caballo.

Las manos se descruzaron, separándose; alargó una de ellas para agarrar el brazo del catalista.

—Es una pena que sólo estéis vos —observó Blachloch, aprisionando a Saryon con su mirada penetrante—. Si tuviéramos más catalistas, podríamos mutar algunos hombres dándoles alas, enviándolos a atacar desde el aire. Durante un tiempo estudié las técnicas de los
Dkarn-Duuk
. —La mano se cerró con más fuerza sobre el brazo—. Se pensó que podría estar capacitado para convertirme en un Estratega, pero se me consideró... inestable. De todas maneras, si todo va bien en el Reino del Norte, quién sabe. Quizás aún podré ser Estratega. Y ahora, catalista, antes de que os vayáis, otorgadme Vida.

Mirándolo horrorizado, Saryon estaba tan desconcertado que, por un momento, le fue imposible recordar las palabras de la oración ritual.

Blachloch apretó aún más la mano, sus dedos de hierro se cerraron con fuerza alrededor del brazo del catalista.

—Otorgadme Vida —dijo en voz muy baja.

Inclinando la cabeza, Saryon acató la orden. Abriendo su ser a la magia, la absorbió y dejó que una porción de ella fluyera a través de él hacia el Señor de la Guerra.

—Más —exigió Blachloch.

—No puedo..., estoy débil...

La mano se cerró aún más, incrementada su fuerza por la energía mágica. Una punzante sensación de dolor recorrió el brazo del catalista. Jadeante, dejó que la magia surgiera de él, cubriendo de Vida al Señor de la Guerra, para luego derrumbarse, exhausto, en su silla.

Con rostro totalmente inexpresivo, Blachloch lo soltó.

—Podéis retiraros.

Aunque no habló ni hizo ningún gesto, la puerta de la habitación se abrió y uno de sus hombres penetró en el interior. Saryon se levantó tambaleante, dándose la vuelta como paralizado, y se dirigió hacia la puerta con pasos titubeantes. Bostezando, Simkin se incorporó también, pero se hundió de nuevo en su silla al observar un apenas perceptible movimiento de los párpados del Señor de la Guerra.

—Si no puedes encontrar el camino de vuelta, Calvo Amigo —dijo Simkin con voz lánguida—, espérame. No tardaré nada.

Saryon no lo oyó. La sangre le martilleaba con fuerza en los oídos, haciéndole perder el equilibrio. Apenas si podía andar.

Mirando por la ventana el cada vez más oscuro atardecer, Simkin vio al catalista tambalearse y estar a punto de caer, y luego apoyarse cansadamente contra un árbol.

—Realmente debería ir a ayudar a ese pobrecillo —dijo Simkin—. Os comportasteis de una manera bastante brutal con él, después de todo.

—Está mintiendo.

—Por Dios, mi querido Blachloch, según vosotros, los
Duuk-tsarith
, no existe un solo ser viviente en este planeta, que tenga más de seis semanas, que diga una sola palabra de verdad en toda su vida.

—Tú sabes la auténtica razón por la que está aquí.

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