La forja de un rebelde (101 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Te puedes venir a casa si quieres.

—No, gracias. Me voy a las cinco.

Uno de los guardias civiles nos estaba mirando todo el tiempo. No me llamó la atención, porque Hernández era conocido como un socialista y en un pueblecito de la sierra todo el mundo lo sabía. Cada año iba a echar un remiendo a sus pulmones, que no eran muy fuertes; su trabajo —era impresor—no era muy bueno para su salud y todos los años alquilaba una cabaña de leñadores entre los pinos, para él, la mujer y los chicos.

Cuando María y yo nos levantamos a las cuatro y media para irnos a la estación, el cabo de la Guardia Civil se levantó de su silla y comenzó a abotonarse la guerrera. Mientras se abotonaba, me fui a la mesa de Hernández a decirle adiós.

—¿Te vas de verdad?

—Sí. Anda, vente a Madrid conmigo.

—Me gustaría ir. Pero no voy hasta que no me llamen. Ya saben dónde estoy. Mientras no me llamen, la cosa no es muy seria.

El cabo de la Guardia Civil había salido delante de nosotros, y ya en la carretera, se volvió a mí:

—¡La documentación!

Miró dos veces mi cédula personal, que a la vez que es el documento de identidad muestra también la categoría de los ingresos del propietario. Vi claramente que esto le impresionaba y le sorprendía. Se me quedó mirando dudoso:

—¿Cómo es que conoce usted a Hernández?

—Nos conocemos desde que éramos chiquillos —mentí.

—¿Lleva usted armas?

—No.

—Con su permiso. —Me pasó las manos a lo largo del cuerpo—. Está bien, pueden ustedes marcharse.

Veinticuatro horas más tarde la Guardia Civil se hizo dueña del pueblecito serrano. En la madrugada sacaron a Hernández de su cabaña y le fusilaron en la carretera. Pero esto lo supe —y supe también que seguramente había escapado yo a un destino semejante— algunas semanas más tarde. Aquel día, María y yo trepamos el camino retorcido que lleva a la diminuta estación de ferrocarril, abroquelados en un silencio moroso.

La línea del ferrocarril corre sobre una cornisa de la sierra entre dos túneles, y el pueblecillo descansa en el fondo de un circo de cerros cuajados de pinos. En el fondo del valle, rodeando el pueblo, hay praderas, donde pastaban unas cuantas vacas. Visto desde lo alto de la estación, le invadía a uno una honda sensación de paz. Las vacas sentadas rumiaban perezosas, el aire se movía suave, saturado de esencia de pino, el cielo azul encendido de sol estaba en calma, ausente el viento. Cuando una de las vacas levantaba la cabeza, el aire transmitía hasta nosotros el sonido suave y claro de su esquila.

El cantinero de la estación dijo:

—Temprano se vuelven ustedes.

—Sí, pero más tarde el tren viene atestado de gente.

—¿Y cómo van las cosas en Madrid? —Como si Madrid estuviera a cientos de kilómetros. Los chiquillos del cantinero, agarrados a su pantalón, nos miraban con ojos asombrados. Sonreí:

—Un poquillo revuelto.

El tren, un tren que venía de Segovia, llevaba pocos viajeros. Las gentes que habían ido de Madrid a la Sierra no habían abandonado aún el placer de la alfombra de agujas de pino. En nuestro compartimento, un matrimonio ya viejo, provincianos acomodados, nos miraron interrogadores. Al cabo de un ratito, el hombre me ofreció un cigarrillo:

— ¿Han venido ustedes de Madrid esta mañana?

—Sí, señor.

—¿Estaba la cosa muy revuelta?

—Bueno, más el ruido que las nueces. Como usted ha visto, la gente ha venido a la Sierra como todos los domingos.

Se volvió a la mujer:

—Ves cómo yo tenía razón. Estas mujeres se asustan en seguida. Un cambio de gobierno y nada más.

—Tal vez tienes razón. Pero yo no me voy a quedar tranquila hasta que no esté con Pepe. ¿No le parece a usted? —Se volvió a María en busca de apoyo y comenzó a contarle acerca de su hijo, que estudiaba en la Universidad y que, ¡Dios nos ampare!, se había metido en la política con las izquierdas y hasta estaba en una sociedad que habían fundado.

—Y no hay quien le haga estar quieto.

Las mujeres siguieron charlando y yo me aislé en mi rincón y comencé a revivir en mi mente los hechos de la noche anterior.

Rafael y yo habíamos conseguido abrirnos paso a través de la multitud hasta el cuartito en que, al final de un corredor estrecho, se encontraba la secretaría del Partido Socialista. Estaban allí Carlos Rubiera, Margarita Nelken, Puente y tres o cuatro más que conocía sólo de vista, peleándose con el torrente de gente, con las llamadas telefónicas, con los gritos y con las notas escritas que llegaban hasta ellos, revoloteando de mano en mano a través de los pasillos. Carlos Rubiera me vio:

—Hola. ¿Qué te trae por aquí?

—He venido a ver si sirvo para algo.

—Mira, has venido a tiempo. Vete ahí con Valencia y ayúdale. —Me señaló un oficial con uniforme de Ingenieros, que estaba sentado a una mesita—. Tú, Valencia, aquí hay alguien que te puede ser útil.

Nos estrechamos las manos y Valencia preguntó:

—¿Has estado en el ejército?

—Cuatro años en Marruecos, sargento de Ingenieros. Somos del mismo cuerpo.

—Bien. Al presente, yo me he hecho cargo del mando aquí. Tenemos a Puente con sus muchachos de las milicias y un diluvio de voluntarios. Lo malo es que no tenemos armas ni municiones y que la mayoría de los muchachos no han tenido un fusil en las manos en toda su vida. A todos los hemos metido en el salón de la terraza. Vamos a ver qué dice Puente. —Puente era el jefe de las milicias socialistas.

Me divertía ver el contraste entre los dos: Valencia era un tipo perfecto de oficial, delgado y erguido, el uniforme ajustado como un guante. Una cara larga y ovalada, ojos grises, una nariz recta y fina y una boca generosa. Debía estar en el principio de los cuarenta. La masa gris de sus cabellos, hebras negras y blancas mezcladas y peinadas hacia atrás en suaves ondas, daba una seriedad a su cabeza que los ojos alegres y la boca desmentían. Era imposible no sentir su energía profunda.

Puente, un panadero de profesión, debía ser unos diez años más joven, aunque su cara, fresca y redonda, hacía difícil afirmar su edad. Pero las líneas de esta cara eran borrosas y duras. Llevaba un traje dominguero que no se acoplaba al cuerpo fuerte y sólido. Daba la impresión de que estaría muchísimo mejor en una camiseta sin mangas, exhibiendo los músculos desnudos y el pecho velludo.

Puente nos condujo a Rafael y a mí, a través de los abarrotados pasillos y escaleras, hasta el salón—terraza. Allí se podía respirar. Era una sala de reuniones con ventanas francesas abiertas a una terraza sobre el edificio. No se había permitido llegar allí a nadie que no perteneciera a las milicias y no había más que unas cincuenta personas formando grupos. En cada grupo había uno que tenía un fusil, mientras que todos los otros le metían prisa para que lo soltara, porque cada uno de ellos lo quería tener en sus manos un instante, encarárselo y apretar el gatillo, antes de dárselo a otro. Puente se subió a la tarima, dio unas palmadas y esperó a que todos se agruparan alrededor:

—Los que no sepan manejar un fusil, ¡a la izquierda! —gritó.

—¿Nos van a dar armas? —gritaron unos cuantos.

—Más tarde. Ahora escuchad. El amigo Barea ha sido sargento en África. Os va a explicar cómo funciona un fusil. Y vosotros —se volvió al grupo de la derecha que conocía el manejo del arma—, veniros conmigo. Vamos a relevar a los compañeros que están en la calle.

Se marchó con ellos y nos quedamos allí, en la plataforma, Rafael y yo, enfrentados con treinta y dos caras curiosas. Pensé si se me habría olvidado el mecanismo de un Máuser después de doce años. Cogí uno de los fusiles y comencé a desmontarle en piezas sin decir una palabra. Era un viejo Máuser de 1886. Mis dedos encontraron instintivamente la vieja práctica. El tapete rojo de la mesa quedó cubierto en unos momentos de piezas aceitadas.

—Si hay entre vosotros alguno que sea mecánico, que se arrime a la mesa. —Salieron cinco—. Os voy a explicar cómo ajustan las piezas unas con otras. A vosotros os va a ser más fácil entenderlo que a los demás; y después, vosotros lo vais a explicar en grupos de dos o tres, no más. Mientras tanto, mi hermano y yo vamos a explicar a los demás la teoría de tiro.

Rafael se marchó con ellos a la terraza y yo me quedé con los mecánicos. Al cabo de medía hora ios mecánicos estaban en condiciones de explicar a los otros. Al final, Rafael se quedó con sólo dos que parecían incapaces de sostener un fusil derecho:

—Te ha tocado el pelotón de los torpes —le dije al oído.

Me asomé a la barandilla de la terraza.

El piso al otro lado de la calle, a unos diez metros de mí, tenía los balcones abiertos de par en par y todas las luces encendidas, y podía ver la escena como si estuviera dentro de las habitaciones: una era el comedor, con una lámpara de cristal con flecos, colgando en medio, sobre la mesa; la otra, que debía de ser la sala, era similar, con la única diferencia de que la mesa estaba cubierta con un tapete verde oscuro, con flores bordadas, y en lugar de simples sillas, las sillas estaban tapizadas y había una butaca, todo cubierto de fundas grises. Una mujer recogía los restos de la cena de la primera habitación; en la segunda, el propietario del piso, en mangas de camisa, estaba apoyado de codos en la barandilla del balcón. En el piso bajo, igualmente iluminado, la familia estaba alrededor de la mesa terminando la cena. Al fondo se adivinaban las alcobas. Todo igual, y todo distinto, cada cuarto con su propia personalidad. Cada uno con la voz de un aparato de radio, diciendo las mismas frases y la misma música, con un tono distinto. Después, todos los cuartos de la casa, iluminados, abiertos, gritando sus voces y su música, todos idénticos, sobre la ola de cabezas de la multitud en la calle. De esta masa oscura subía una oleada caliente que olía a sudor. Algunas veces, un soplo de brisa suave dispersaba esta bocanada y por unos momentos la terraza olía a árboles y flores. El ruido era tan intenso que el edificio vibraba bajo los pies. Como si estuviera temblando. Cuando la radio interrumpía su música y los cientos de altavoces gritaban: «¡Atención! ¡Atención!», se oía caer el silencio sobre la multitud con un murmullo sordo que rodaba sobre las cabezas y que iba a morir a lo lejos a través de las calles del barrio. Después no se oían más que toses y carraspeos, hasta que alguien comentaba una de las noticias con una broma o una blasfemia. Una voz enérgica gritaba: «¡Silencio!», y cien voces repetían la orden, ahogando los demás ruidos por unos segundos. Cuando se terminaba la información, el ruido renacía más ensordecedor que nunca.

A medianoche, el Gobierno había dimitido. Se estaba formando un nuevo gobierno. Sobre mi cabeza una voz dijo:

—Son todos unos hijos de perra.

Miré hacia arriba. En la cima del tejado ondeaba una bandera roja, casi invisible contra la oscuridad del cielo. Encima de ella, la luz roja. De vez en cuando, el ondear de la bandera hundía un pliegue en la luz roja y el paño se iluminaba como una llama. En un rincón de la terraza, una escalera de hierro de las llamadas de caracol se elevaba hacia el tejado. En algún sitio de la cima se iluminaba a veces la brasa de un cigarrillo. Subí por la escalerilla. En el punto más alto, en una plataforma abierta que dominaba los tejados, encontré a un muchacho de las milicias.

—¿Qué haces tú aquí?

—Estoy de guardia.

—¿Van a venir por los tejados?

—Puede.

—¿Quién crees tú que va a venir por los tejados?

—Los fascistas, ¿quiénes van a ser?

—Pero desde aquí no se ve nada.

—Sí, ya lo sé. Pero tenemos que tener cuidado. Imagínate lo que pasaría si nos pillaran por sorpresa.

La plataforma de hierro se elevaba en la oscuridad. Debajo estaba la masa del edificio crudamente iluminada. El cielo estaba claro espolvoreado de estrellas chispeantes, pero no había luna. Alrededor de nosotros centelleaban los reflejos de las luces de Madrid que iban disolviendo a lo lejos en la oscuridad. Las lámparas de las casas de los barrios extremos se cortaban a través de la noche en hiléras paralelas de luces que chispeaban como las estrellas. El ruido de la calle llegaba a nosotros amortiguado por la masa del edificio.

Sólo veinte escalones, y parecía un nuevo mundo. Dejé los codos sobre la barandilla y me quedé allí un largo rato, inmóvil.

Después nos llamaron para una cena de madrugada. De alguna parte habían obtenido cordero asado, pan caliente y unas botellas de vino para la guardia. Comimos y charlamos. La multitud estaba de nuevo pidiendo armas. Puente me dijo:

—Tenemos veinte fusiles y seis cartuchos para cada fusil. Es todo lo que hay en casa.

—Pues estamos lucidos.

—Bueno. Ahora se va a arreglar todo definitivamente. Supongo que darán el Gobierno a los socialistas. De todas maneras, tiene que arreglarse hoy. Los fascistas están en Valladolid y vienen a Madrid. Pero no digas nada a los muchachos.

Volví a la terraza mientras Puente inspeccionaba a sus hombres. La larga espera comenzaba a fatigar a la muchedumbre. Algunos, sentados en los pasillos y en las escaleras, dormían; muchos, recostados contra la pared, cabeceaban. Trepé a la plataforma y vi llegar el amanecer con un reflujo claro en el horizonte.

Los altavoces comenzaron de nuevo:

—¡Atención! ¡Atención! Se ha formado un nuevo Gobierno.

El
speaker
hizo una pausa y comenzó a leer la lista de nombres. Las gentes hurgaban en sus bolsillos en busca de un trozo de papel y una punta de lápiz. Todos los dormidos se habían despertado y preguntaban:

—¿Qué ha dicho, qué ha dicho?

El
speaker
seguía con su letanía de nombres. Era un Gobierno nacional, dijo; y entonces, el nombre de Sánchez Román rebotó sobre las cabezas como el de un ministro sin cartera. Fue imposible oír más. La multitud estalló en un rugido:

—¡Traidores! ¡Traidores! —Y sobre las oleadas de insultos y maldiciones estalló el grito de «¡Armas!» nuevamente. El rugido crecía y se extendía infinito. En las escaleras y en los corredores, la multitud quería moverse, levantarse, subir, bajar, hacer algo. El edificio oscilaba como si fuera a partirse en mil pedazos y hundirse en una nube de polvo.

Estalló un nuevo grito:

—¡A la Puerta del Sol! —La sílaba «sol» restallaba en el aire. La masa espesa de la calle se movía, se aclaraba. La Casa del Pueblo derramaba en la calle un chorro sin fin de gritos.

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