La forja de un rebelde (97 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Tan pronto como el Gobierno abrió el debate sobre el Estatuto del País Vasco, Galicia, Valencia, Castilla la Vieja, y hasta León, solicitaron en turno su autonomía. Cuando llegó el momento de reintegrar en sus puestos de trabajo a los obreros y empleados que fueron destituidos durante el movimiento de Asturias, algunas de las firmas afectadas simplemente cerraron y otras se negaron terminantemente a readmitir a los despedidos. Ángel había pedido su readmisión, pero aún seguía sin trabajo. Las huelgas se producían incesantes en todo el país y circulaban los rumores más fantásticos. Todo el mundo esperaba un levantamiento de las derechas y los obreros se preparaban para una contrarreacción violenta.

Entre las altas esferas de la administración y de la justicia, la obstrucción era abiertamente cínica. Un falangista de veintitrés años que disparó contra el diputado socialista Jiménez de Asúa fue absuelto, aunque había matado al agente de policía que escoltaba al diputado. La absolución se dictó por el tribunal fundándose en que era un deficiente mental que padecía infantilidad, nada más que un chiquillo a quien su padre, un alto oficial del ejército, acostumbraba a dar munición de pistola «para que fundiera las balas e hiciera soldaditos de plomo con ellas, una cosa que le mantenía entretenido y quieto».

Día tras día, en mi contacto con el Ministerio de Trabajo y con nuestros clientes iba tropezando con indicaciones claras de lo que se preparaba.

Cuando yo era niño, la Puerta de Atocha era el límite este de Madrid. Más allá no había más que los muelles del ferrocarril en los cerros bajos que eran el límite del parque del Retiro. Algunas veces, cuando mi madre quería escapar en verano del calor tórrido de la buhardilla, preparaba una cena fría y nos íbamos, calle de Atocha abajo, a aquellos descampados, a sentarnos en la hierba seca de las cuestas y cenar allí, bajo el frescor de los árboles del Retiro. Era un sitio de placer de gente pobre: docenas de familias de trabajadores acampaban como nosotros cada noche.

En aquella época, la basílica de Atocha —nunca terminada— y el Ministerio de Obras Públicas estaban en vías de construcción. Los lecheros de Madrid mandaban allí sus rebaños de cabras a ramonear entre los montones de materiales de construcción. Mi imaginación infantil estaba hondamente impresionada por las excavaciones inmensas, los cimientos de piedra y cemento y los enormes pilares tirados en el campo que iban a convertirse en el nuevo ministerio. Las esculturas de Querol que rematarían el frontispicio yacían en piezas por las laderas, medio envueltas en arpillera: patas de caballo o cuerpos de mujer gigantes, serrados en trozos como víctimas de un crimen monstruoso.

No puede adjudicarse un gran mérito artístico al edificio. Fueproyectado hacia 1900 y es un amontonamiento enorme de elementos dóricos, romanos y egipcios, todos mezclados tratando de construir un monumento y consiguiendo sólo un caserón desproporcionado. Pero a mis ojos de niño era una obra ciclópea que duraría siglos.

En los sótanos de este edificio he pasado una gran parte de mi vida. Y un día vería las columnas gigantes de la entrada, que habían llenado mis ojos infantiles, saltar en astillas, heridas por una bomba.

Cuando el enorme edificio se convirtió en Ministerio de Trabajo, oficina de patentes se instaló en el sótano. Por quince años, casi diariamente, estuve yendo a aquellos claustros enlosados y oficinas de techo de cristal. Los campos en los que había cenado y corrido a mis anchas, treinta años antes, se habían convertido en calles con pretensiones de ser modernas. Un poco más allá, bloques de piedra blanca reposaban aún en la tierra, ya medio enterrados por su propio peso, al pie de la fea torre blanca y roja de la basílica, todavía en construcción; y alrededor, mujeres fatigadas de trabajo, como mi madre lo fue, se sentaban en las tardes en los bancos del jardín polvoriento.

El cargo de director general de la oficina de patentes era un puesto político que cambiaba con cada gobierno. El trabajo descansaba sobre tres jefes de sección cuyo puesto era fijo y con los cuales tenía que resolver todos los asuntos de nuestra oficina, en las breves horas en que recibían.

Don Alejandro, jefe del departamento, era flaco, reseco, con ojos azules brillantes, nariz y labios flacos. Su dignidad impecable escondía una astucia inteligente y activa que siempre estaba dispuesta a jugar a cualquiera una mala faena, si en ello no había peligro.

Don Fernando, jefe de la sección de patentes, era un hombre gordo y alegre con una panza bamboleante, siempre muy ocupado, siempre con mucha prisa y siempre demasiado tarde; tenía cara de luna y un apetito salvaje que flatulencia y acidez, ahogadas en bicarbonato, amargaban constantemente. Su favor no era cosa que se comprara, pero una caja de botellas de champán le ablandaban, y una carta de un diputado que le llamara «mi querido amigo» le derretía. De joven había sido un empleado temporero, en la época en la que los políticos nombraban y dejaban cesantes a los empleados, cuando cada cambio de gobierno representaba cientos de cesantes y una batalla para los pretendientes a las vacantes dejadas. Desde entonces había vivido en un santo temor y asombro de los políticos, y aún le perduraba.

Don Pedro, jefe de la oficina de marcas de comercio, era un hombrecillo frágil y delgado, con una cabeza pequeñita, cuyo pelo estaba cortado al rape, salvo un tupé, parecido al flequillo revuelto de un chico travieso. Tenía una vocecilla suave y aguda a la vez, completamente femenina. Procedía de una familia rica y era profundamente religioso, sin vicio grande o chico, metódico, meticuloso en los más ínfimos detalles, la única persona en toda la oficina, y posiblemente en todo el ministerio, que llegaba a la oficina a la hora de entrada y no la abandonaba hasta algo después de la hora de salida. Era incorruptible e insensible a la presión política. Únicamente un sacerdote podía hacerle cambiar una decisión, porque un sacerdote era para él un ser infalible.

Entre estos tres hombres tenía que conducir y manejar los intereses de un millar de clientes. Tenía que recordar que don Alejandro admiraba a los alemanes hasta el punto de tener sus hijos educándose en el colegio alemán, que don Fernando cedía a los halagos de un diputado, y que don Pedro obedecía ciegamente a la Iglesia. Podía obtener resultados asombrosos utilizando hábilmente unos cuantos billetes de banco para los empleados, una carta amable de un personaje alemán, de un político o de un prominente padre. Y sabía por experiencia directa que la oficina de patentes era sólo un ejemplo, y no de los peores, de la administración española.

Había tenido, por ejemplo, el caso del representante de una firma extranjera que había venido especialmente a Madrid por avión desde su país para hacer efectivo el pago de motores suministrados por su firma a la aviación española. La cuenta ascendía a cien mil pesetas y estaba aprobada por el Ministerio de Hacienda. Nuestro cliente creía que sólo tenía que presentarse para recibir el dinero. Le tuve que explicar minuciosamente todos los trámites que había que seguir y fórmulas que llenar para que le marcaran la fecha de pago, y explicarle que aún había veteranos de la guerra de Cuba que no habían cobrado sus haberes porque no les había llegado el turno. Y ante su urgencia y desesperación le tuve que explicar que, seguramente, todo se arreglaría con una buena comisión. Nuestro cliente se marchó en el siguiente avión de pasajeros con su dinero disminuido en cinco mil pesetas, precio de la comisión dada a un director general.

Algunas veces, mientras esperaba en las salas del ministerio, pensaba las razones que existían para este estado de cosas y las consecuencias que resultaban. La mayoría de los empleados del Estado procedían de la clase media modesta y se estacaban en esta clase, tratando de llegar a un ideal de independencia y desahogo que nunca alcanzaban, viviendo para ello una vida de apariencias que no bastaba a cubrir sus escasos ingresos. Habían experimentado el peso de las influencias y habían encontrado que era mucho más fácil y más conveniente ceder a la presión que resistir, aceptar una propina que rechazarla indignado, porque la resistencia y la indignación sólo servían para arriesgar el traslado a algún rincón olvidado de provincias. Si eran independientes, como en el caso de don Pedro, estaban encadenados tal vez aún más por su educación y su clase, doblemente sumisos a las reglas morales de sus consejeros espirituales en medio de esta corrupción general.

¿Cómo podían estos administradores ser otra cosa que enemigos abiertos de la República que amenazaba a sus bienhechores y consejeros y aun su propia situación precaria en la maquinaria del Estado?

Al otro lado estaban los clientes.

Estaba, por ejemplo, don Federico Martínez Arias. Era el gerente de una fábrica de artículos de goma en Bilbao. Era un viejo cliente nuestro que había hecho conmigo gran amistad. Él mismo de origen humilde, había logrado escalar una posición segura en la sociedad de Bilbao; era el cónsul de dos o tres repúblicas hispanoamericanas. En España se había hecho rico, en Norteamérica se hubiera hecho millonario. Acostumbraba tener conmigo discusiones interminables sobre problemas sociales y económicos. Estaba muy influido por las ideas de Taylor y Ford y mezclaba estas ideas con una buena dosis de feudalismo paternal muy español.

—Yo soy de los que creen y dicen siempre que un obrero debe estar bien pagado. En nuestra factoría pagamos los mejores jornales que se pagan en Bilbao.

Pero detrás de la paga, quería organizar y vigilar a los trabajadores; darles casas decentes, ciudades decentes, comodidades, escuelas, cultura, recreo, pero todo ello bajo las leyes y el control de la fábrica.

—Los obreros son incapaces de regirse por sí mismos; no tienen las cualidades necesarias para ello. Son como niños que hay que llevar de la mano para que no tropiecen... El trabajador no necesita más que una casa decente, buena comida, un poco de diversión y la seguridad de que tiene la vida segura.

—Pero en su opinión, don Federico, debe aceptar esto como se lo den y no empezar a discutir y a pensar.

—Pero si es que tampoco quiere. Mire usted lo que Ford hizo con sus miles de trabajadores. ¿Qué sindicato les ha dado nunca tanto como Ford? No, el trabajo debería estar organizado por el Estado y el obrero ser una parte del mecanismo de la nación.

—¡Por Dios, don Federico!, ¿se ha vuelto usted nazi?

—No. Pero admiro a los alemanes. Es una maravilla lo que ese hombre, Hitler, ha realizado. Un hombre así es lo que nos hace falta en España.

Pero no era ni un fanático político ni un fanático religioso. Creía en la misión divina del líder como cabeza de la familia nacional, un concepto muy católico y muy español. Creía también en la sumisión de los siervos: «Aun si el jefe se equivoca, ¿qué pasaría a un ejército si los soldados comenzaran a discutir?».

—Si los soldados comenzaran a discutir, podría pasar que no tuviéramos guerras, don Federico —le decía yo.

—Admitido. ¿Y a qué conduciría eso? La vida es lucha; hasta las briznas de hierba agujerean la piedra para poder crecer. Lea usted a Nietzsche, amigo Barea.

—Pero usted mismo se llama un cristiano.

— Sí, ya sé. Pacifismo y todas esas zarandajas. «Paz en la tierra»; sí, pero acuérdese de lo que sigue: «a los hombres de buena voluntad». No va usted a decirme, creo, que esos socialistas y comunistas que predican la revolución roja son hombres de buena voluntad...

Un día don Federico vino a la oficina y después de hablar sobre sus registros en trámite, me dijo:

—He vuelto, más que nada, a llevármele conmigo a Bilbao.

—Pues, ¿qué pasa? —No me chocó lo dicho, porque nuestros negocios me obligaban a veces a marcharme sin pérdida de momento al otro extremo del país.

—No pasa nada. Es que quiero que se venga usted a trabajar conmigo. Aquí nunca llegará usted a nada. Le ofrezco un puesto de apoderado en nuestra fábrica; mil pesetas al mes, para empezar, y comisión.

La oferta era tentadora. El salario era alto con relación a como los salarios se pagaban en España, y el porvenir que presentaba el puesto muchísimo mejor que el que ofrecía mi oficina. Significaba, verdaderamente, salvar la última barrera entre mi nivel de vida y la clase alta. Apoderado de la Ibérica de Bilbao, podía significar el ser aceptado en la sociedad bilbaína, uno de los grupos más poderosos de España. Podía significar un futuro próspero. Significaba, también, el renunciar, de una vez para siempre, a todo lo demás, es decir, a todo sobre lo cual aún tenía sueños utópicos, pero ¿no me había prometido a mí mismo convertirme en un buen burgués y dejarme de tonterías?

No conocía entonces, como después iba a saber, que este incidente fue uno de los momentos más críticos de mi vida. En realidad, fue únicamente la voz de mi instinto lo que me impidió aceptar.

—Don Federico, me temo que no puedo aceptar su proposición. ¿Sabe usted que yo soy casi un comunista?

Don Federico abrió la boca asombrado.

—De todas las cosas absurdas que he oído en mi vida, ésta es la más grande. ¿Usted una especie de comunista? No diga tonterías. Haga la maleta y véngase a Bilbao conmigo. Bueno, ya sé que no puede usted venir mañana. Dígale a su jefe que busque otro para su puesto, le dejo tres meses para ello. Y le pago a usted el sueldo desde hoy para que pueda arreglar confortablemente la mudanza. No me conteste nada ahora. Tan pronto como vuelva a Bilbao le voy a escribir una carta oficial y entonces me contesta.

Vino la carta, una carta formal de negocios, y yo la contesté en mi mejor estilo comercial. No acepté.

Unos pocos días más tarde, uno de los amigos íntimos de don Federico, don Rafael Soroza, propietario de un importante depósito de dolomía, vino a la oficina. Me golpeó el hombro:

—Así que ¿se viene usted con nosotros a Bilbao?

—No, señor. Me quedo aquí.

—Pero, hombre, mi querido amigo, usted es un idiota, y no trato de ofenderle. Precisamente en estos días...

—¿Qué pasa con estos días?

—En estos días necesitamos hombres como usted.

Se lanzó en una disertación sobre política y economía. Mientras le escuchaba, estaba recordando a don Alberto de Fonseca y Ontivares, el boticario de Novés. El hombre que tenía delante de mí me parecía un caso paralelo, con un final distinto.

Soroza estaba en el final de los cincuenta, grandote de cuerpo, expansivo y alegre; pero en la última mitad de su vida, los negocios habían venido a poner su nota discordante. Procedía de una familia patriarcal de las montañas de Asturias. Aunque su padre le había obligado a estudiar leyes, y seguir la carrera de abogado, a la muerte de su padre se había encerrado en su aldea y se había dedicado a labrar sus tierras. Un día los prospectores alemanes llegaron a ellas.

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