La forja de un rebelde (94 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Mi primer paso fue ponerme en contacto con Carlos y con Antonio.

Carlos Rubiera era un viejo miembro de las juventudes socialistas a quien el Partido había propuesto como candidato en las elecciones. En 1931 habíamos trabajado juntos para crear la Unión de Empleados en Madrid; habíamos logrado un éxito en nuestro empeño y Carlos me había lanzado en plena carrera política. Me había invitado muchas veces a convertirme en un miembro activo del Partido Socialista o al menos a ocupar un cargo en la directiva del sindicato. No había aceptado nunca porque no me atraía una carrera política, pero habíamos mantenido una buena amistad. Carlos tenía buenas condiciones como orador y organizador.

Antonio era un comunista y un viejo amigo mío. Sabía cuan honesto, pobre y estrecho de pensamiento era. Nunca había sido más que un simple empleado con un sueldo insignificante, sin más perspectivas en la vida que continuar siendo, como él decía, un «chupatintas» y mal llegar a no morirse de hambre su madre y él. Pero en 1925 Antonio tuvo que ser recluido en un sanatorio del Estado por tuberculoso, y su madre murió en la miseria. Cuando Antonio reapareció en Madrid, curado y desesperado, la casa donde trabajaba le admitió con menos sueldo «porque ya no tenía tantas obligaciones». Un sueldo que le bastaba escasamente para vivir y del que no hubiera podido sostener el más insignificante vicio; pero fumar y beber lo había suprimido por su enfermedad, y de las mujeres tenía miedo por la misma razón. Se convirtió en un comunista —uno de los primeros en serlo en España—, y se entregó a su fe con el celo de un fanático. En 1936 era una figura menor del Partido.

Rubiera y Antonio me proporcionaron propaganda impresa del Frente Popular para Novés, me explicaron la organización de un comité electoral y me prometieron enviar al pueblo unos cuantos oradores de izquierda. En la tarde del sábado siguiente inaugurábamos el centro electoral del Frente Popular en Novés. Aquella misma tarde, José me llamó y me invitó a entrar en su casa, la parte trasera del casino de los ricos. Mientras su mujer atendía a los parroquianos, José desempolvó una botella de coñac:

—Me tiene usted que perdonar el que le haya traído aquí, pero tenemos que hablar a solas. Tengo que darle un buen consejo.

—Gracias, José, pero no recuerdo haberle pedido ninguno.

—No se me enfade, don Arturo. Es un consejo de amigo, los amigos tienen que mostrarse en las ocasiones. Yo le considero mucho a usted y a su familia y no puedo callarme la boca. Aunque no es que tenga un interés personal en ello, como digo. Yo a mi negocio y nada más, que es lo que me da de comer. Pero yo conozco el pueblo y usted aquí es un forastero. Y no crea usted que lo va a cambiar.

—Bueno, ¿y cuál es su consejo?

—Que no debería usted mezclarse en las elecciones. Deje usted a la gente que se las arregle como pueda y no se meta a hacer el Quijote. Mire, si se le mete en la cabeza liarse con la banda de Eliseo, lo único que le va a quedar por hacer, en cuanto se terminen las elecciones, es coger el autobús y no volver por aquí en su vida. Bueno, si le dejan ir...

—Eso será si las derechas ganan las elecciones.

—Psch. O las izquierdas. Usted se cree que las cosas van a cambiar aquí si ganan las izquierdas, y en esto está equivocado. Las cosas seguirán como siempre. La tierra no van a dejar que se la quiten, de una manera o de otra. Y donde hay dinero, siempre hay una solución. Nunca se sabe lo que puede pasar. Después de todo, todos somos mortales.

—Bueno. Supongo que eso es todo lo que Heliodoro le ha encargado decirme.

—Si lo quiere usted tomar así... Es verdad que me ha dicho que se le debiera avisar a usted, pero que no estaba bien que él lo hiciera, Pero el hacerlo yo es mi propia idea, porque lo estimo.

—Muchas gracias, José, pero me parece que no voy a cambiar de idea. Puede ocurrir, como usted lo dice, que esto me cueste tener que marcharme del pueblo. Pero no puedo abandonar a los míos.

—Bueno. Usted piénselo bien. Y en todo caso, pero esto es sólo una idea mía, no se pasee usted mucho solo por la noche. La gente de aquí es bastante bruta y en todas las elecciones ha habido golpes.

Cuando referí esta conversación en el casino de Eliseo, se armó un revuelo; y desde aquel momento cada vez que salía de noche, me acompañaban dos mocetones con sendos garrotes.

Me fui a Santa Cruz a ver al cabo de la Guardia Civil sobre los requisitos legales. Me recibió con cara hosca:

—¿Y quién le ha mandado a usted meterse en todo este lío?

—Supongo que tengo un derecho para hacerlo, ¿no? Soy un vecino de Novés y tengo el derecho de mezclarme en las cosas del pueblo.

—Bueno, bueno. Aquí están sus papeles. Yo me estaría quietecito en casa, si estuviera en su pellejo, porque va a haber jaleo. No es que a mí me importe. La cosa para mí es muy simple: mantener el orden, pasé lo que pase y caiga el que sea. Así que ya está usted avisado. Vaya con Dios.

Carlos y Antonio mantuvieron su promesa. Cuatro oradores del Frente Popular vendrían a Novés un domingo: uno de izquierda republicana, un socialista, un comunista y un anarquista. Con la excepción del republicano, que era ya un hombre maduro, todos los otros eran jovencillos, completamente desconocidos en política. La noticia produjo una conmoción en el casino.

—Nos hace falta el salón de baile.

El salón de baile pertenecía a la taberna de la plaza donde paraba el autobús. Me fui a ver al propietario.

—Querríamos alquilar el salón para un mitin el domingo que viene.

—Pues se lo va a tener que pedir a Heliodoro, porque lo tiene alquilado hasta las elecciones para los mítines de las derechas. Yo no puedo hacer nada.

Heliodoro me recibió en su casa con toda la pompa de un gran hombre de negocios, atrincherado detrás de una inmensa mesa de nogal y rodeado de montañas de papeles. Me contestó con una sonrisita helada:

—Lo siento mucho, pero no puedo ayudarle. El salón lo necesito yo.

Descorazonado, volví a casa de Eliseo. Celebrar el mitin en medio de la plaza en pleno mes de enero era una locura. Pero Eliseo encontró la solución:

—Son unos cerdos indecentes esa gentuza. Heliodoro no puede alquilar el salón de baile, porque el salón está alquilado por el Ayuntamiento. El Ayuntamiento le paga a Rufino —el tabernero— un tanto cada año, y el único derecho que tiene es montar allí un bar cuando hay un baile. Así que no sé cómo puede volverlo a alquilar.

Volví a Heliodoro. Se encrespó.

—Yo he alquilado el salón y tengo aquí el recibo. Si quiere usted denunciar a Rufino o al Ayuntamiento, allá usted, pero a mí déjeme en paz...

Me fui a ver al cabo y le expliqué la situación. Se encogió de hombros. Aquello era un pleito que a él le tenía sin cuidado. Se me acabó la paciencia:

—Mire. El otro día me dijo usted que estaba aquí para mantener el orden, cayera el que cayera. El salón de baile es libre para toda la población de Novés, porque paga para eso. El mitin no lo suspendo y el mitin se va a celebrar en el salón de baile. Y usted puede arreglarlo como le dé la gana, es decir, si no quiere usted que las cosas se salgan de madre. Además le voy a decir: mañana me voy a avistar con los partidos que organizan el mitin y les voy a explicar lo que está ocurriendo aquí. La responsabilidad va a caer sobre usted, porque es suya la obligación de evitar que haya líos y disgustos.

El cabo de la Guardia Civil se achicó. En todas las ciudades y pueblos de la provincia —una de las que más habían sufrido por las venganzas de los propietarios durante el bienio negro, las gentes estaban inquietas y nerviosas, prontas a estallar. El cabo vio claramente que se avecinaba un conflicto del cual, en última instancia, le harían a él el responsable. Aquella misma noche habló con Heliodoro; y Heliodoro me concedió el uso del salón de baile.

—Esto es un favor especial que hago por consideración a usted y al cabo. Yo tampoco quiero que haya jaleos que puedan pasar a mayores. Lo que querernos es orden.

Durante estas semanas, iba casi todas las tardes a Novés y regresaba a Madrid por la mañana temprano. Una de aquellas tardes, cuando llegué a casa, Aurelia me alargó un sobre:

—Toma, esto ha traído José para ti. Y ya me ha contado todo lo que está pasando. No sé quién diablos te manda a ti meterte en estas elecciones.

El sobre contenía una comunicación del Círculo de Labradores de Novés —el nombre oficial del casino de ricos—, informándome que la asamblea general había acordado por unanimidad expulsarme de su seno. Lo celebramos aquella noche en casa de Eliseo. El Círculo de Trabajadores de Novés me hizo, también por unanimidad, socio honorario. Después nos fuimos todos juntos en la noche a pegar los anuncios del mitin en paredes y vallas.

Amaneció un día espléndido, radiante de sol. La llanura en la que se esconde Novés es uno de los sitios más fríos de España en invierno. Los vientos directos de la sierra de Guadarrama y de Toledo la barren y hielan hondo la tierra. Pero el pueblo, abrigado en el fondo del barranco, no sufre estos soplos helados, y en los días de sol las gentes prefieren estar en la calle mejor que en sus casuchas miserables. El pueblo se anima de vida. Las mujeres se sientan en sus sillas bajas de paja a las puertas de sus casas y cosen y murmuran, mientras que los chiquillos corretean alrededor, los hombres forman grupos en la plaza y la gente joven se va de paseo a las huertas con las manos cogidas.

Pero aquel domingo el pueblo cambió por completo su fisonomía. Desde las primeras horas de la mañana comenzaron a llegar gentes de los pueblos de alrededor «para oír el mitin de los de Madrid». La calle principal se llenó de campesinos y jornaleros, con sus mujeres y sus chiquillos, gritándose saludos unos a otros, gesticulando y chillando excitados. El salón de baile estaba decorado con carteles del Frente Popular y sus puertas abiertas de par en par. Las gentes entraban y salían en un continuo peregrinaje, sin agotar su curiosidad. A mediodía aparecieron unas cuantas mujeres con sillas que alinearon a lo largo de las paredes, determinadas a no perder el espectáculo, ni el asiento, aunque les costara horas de espera.

El salón de baile no era más que una vieja cuadra, convertida en sala de fiestas por el simple procedimiento de construir en una de sus extremidades una tarima de tablas y encuadrarla con una embocadura de percalina roja. Una puertecilla lateral conducía desde el escenario al corral de la taberna. Entre las tiras de percalina, unas sábanas cosidas entre sí y colgadas del techo servían alternativamente como pantalla de cine o como telón de boca cuando actuaba alguna compañía de cómicos de la legua. Cuando había baile, la banda ocupaba la plataforma y las sábanas desaparecían. En el otro extremo del salón se había fijado a la pared y a las vigas del techo una especie de balcón o «palco», al cual se ascendía por una escalera primitiva con una cuerda por pasamanos. Unas veces estaba reservado para los huéspedes distinguidos y otras para el proyector de cine. El suelo era de tierra apisonada, reluciente de puro dura y pulida, y en el techo faltaban algunas tejas por donde tenían paso libre el sol, la lluvia o la nieve.

Sobre la tarima pusimos una mesa para el presidente, con una docena de sillas detrás formadas en semicírculo, y una mesa más pequeña al lado para los oradores, ambas mesas cubiertas con una bandera republicana también de percalina. El mitin comenzaría a las tres y habíamos arreglado que los oradores comerían primero en mi casa. Algunos muchachos del pueblo se fueron barranco arriba y se alinearon en la carretera para correr la voz cuando llegara el coche con los oradores. Llegó el cabo con una pareja de guardias y tomaron posiciones al lado exterior de las puertas del salón; después cargaron sus carabinas con toda ostentación y cuidado.

—¡Caray! ¿Nos van ustedes a matar? —exclamó una vieja, sonriendo.

El cabo no contestó, pero se le quedó mirando fijamente con ojos apagados. Unos cuantos corrieron a casa de Eliseo y contaron el incidente.

—No os podéis imaginar con qué ojos ha mirado a la pobre mujer. ¿Creéis que vamos a tener jaleo?

Eliseo se metió en el interior y reapareció con una pistola que se enfundó entre la faja, bajo los pliegues de la camisa.

El coche llegó a las doce y media, y fue recibido con un clamoreo histérico de cientos de gargantas. Heliodoro debía de estar bramando de ira. Yo tuve que cerrar las puertas de mi casa para evitar una invasión.

El único de los oradores que conocía el pueblo era el socialista, un miembro de la Federación de Trabajadores de la Tierra en Toledo. Los otros tres procedían de Madrid. El republicano era un hombre rechoncho, con tipo de empleado con pretensiones, dentro de la nitidez de su traje de misa de domingo; hablaba despacio y con gran énfasis y era incapaz de decir una sola sentencia sin nombrar y citar a don Manuel Azaña. El anarquista era un camarero, joven, alegre y ágil, que parecía estar ensayándose para el mitin, porque cada vez que abría la boca para hablar soltaba un torrente inagotable. Pero en el comunista —un joven metalúrgico— tenía un competidor formidable con sus peroraciones interminables salpicadas de citas de Marx y Lenin. Los cuatro estaban un poquito nerviosos.

—Ahora, explícame cómo son las gentes de este pueblo —dijo el comunista.

—Como las de todos los pueblos. Lo que más les interesa es la tierra y la escuela.

—Esa es una de las cosas que el Partido va a resolver lo primero. Vamos a organizar los Konsomols, bueno, quiero decir los Koljoses, en España como se ha hecho en Rusia, con granjas modelos, millares de vacas y lecherías modelo. En Ucrania...

Le corté en seco:

—Mira, me parece que aquí no vas a establecer lechería, ni aun con cabras. En todo el pueblo no hay más que dos vacas y creo que en la vida han visto la hierba.

—Entonces, ¿qué es lo que hay aquí?

—Unas cuantas huertas estupendas, unas tierras de trigo y un cacique que es el amo de la mitad del pueblo.

—Bueno, le liquidamos y en paz. —Lo dijo tan simplemente como si hubiera señalado una gallina en el corral para hacer un arroz.

—Lo que necesitamos aquí es democracia, democracia y tolerancia; sí, señor, democracia a caño libre —dijo el republicano—. Don Manuel —Azaña— tiene razón. Don Manuel me dijo un día: «Estos pueblos españoles, estos burgos podridos, necesitan escuelas, amigo Martínez, escuelas y pan y la eliminación de los parásitos que viven en ellos».

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