La forja de un rebelde (127 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Me había imaginado que ésta sería una buena historia para ilustrar las consecuencias de la no intervención, pero indudablemente yo no entendía una palabra de lo que se vendía en el mercado extranjero, ni lo que la opinión pública extranjera quería saber.

María no vio lo que yo vi; su solo interés estaba en retenerme. Y su indiferencia acabó de destruir mi intento de encontrar una base de amistad en una comunión de ambos en la experiencia que todos sufríamos. La persuadí de que tratara de encontrar trabajo fuera de Madrid, aun dándome cuenta de que lo tomaba como una injuria final.

Febrero fue un mes duro y amargo. Mientras se desarrollaba la batalla del Jarama, y mientras los periodistas más escépticos discutían las posibilidades de la rendición de Madrid en cuanto se cortara su comunicación con Valencia, los rebeldes y sus auxiliares italianos tomaron Málaga. Madrid estaba sufriendo hambre y los túneles del metro, al igual que los sótanos de la Telefónica, estaban abarrotados por miles de refugiados. Todos sabíamos que en la retirada de Málaga, la masa de huidos hacia el norte no tenía más defensa contra las bombas y las ametralladoras de los aviones que los perseguían que la cuneta de la carretera, o lanzarse a través de los campos. No había entonces grandes bombardeos aéreos sobre Madrid, sólo como un recuerdo constante unas cuantas bombas lanzadas en los barrios obreros de las afueras. El bombardeo de cañón seguía sin descanso. La mayoría de nosotros cruzábamos la Gran Vía corriendo inmediatamente después de estallar una granada; y nunca he olvidado mis furias con Ilsa por su tranquilidad en cruzar a paso normal mientras yo esperaba por ella a la puerta del bar, contando los segundos antes de que estallara el obús siguiente.

El horizonte de Madrid estaba lleno de explosiones y llamaradas de tres puntos del compás: sur, este y oeste. En el sector del sureste, las Brigadas Internacionales habían detenido el avance del enemigo sobre el Jarama a un precio terrible. Uno de los voluntarios ingleses, con brazos de simio y frente estrecha, un cargador de los muelles, vino a ver a Ilsa y a contarle la muerte de los amigos que le habían llevado alguna vez a la Telefónica: el arqueólogo de Cambridge y el joven escritor. Le dejó una fotografía de sí mismo, una fotografía de quinto campesino, muy estirado, la mano en el respaldo de un sillón de terciopelo.

De pronto el aire se llenó con los primeros olores de la primavera. El viento barría rápido las nubes blancas a través de un cielo brillante y los chaparrones arrancaban todos los perfumes de una tierra nueva.

Los ruidos de batalla que llegaban hasta nosotros del oeste, explosiones sordas de mortero y tableteo de ametralladoras, se habían hecho gratos a nuestros oídos. Sabíamos que allí, en la cuesta detrás de la cárcel Modelo, donde cuatro meses antes Miaja había levantado un puñado de voluntarios desesperados contra la invasión de los moros, estaba el batallón vasco del comandante Ortega, que había reconquistado palmo a palmo el Parque del Oeste y seguía empujando al enemigo.

El comandante Ortega, un hombre huesudo con una cara como tallada en encina pero movible como hecha de caucho, había organizado su sector tan bien y estaba tan orgulloso de ello, que nos gustaba mandarle periodistas y visitantes extranjeros que querían echar una ojeada al frente. Claro es que estábamos obligados a conocer lo que queríamos que otros vieran.

Un día, después de una comida estilo vasco, interminable, suntuosa, y rematada por media hora de canciones con sus oficiales más jóvenes, nos condujo a través de un túnel estrecho. Surgimos en lo que habían sido los jardines del parque, en el laberinto de trincheras bien cuidadas que atravesaba los viejos paseos enarenados. Los árboles estaban desgajados y rotos, pero las nuevas hojas comenzaban a surgir de sus muñones. En las trincheras en zigzag los soldados se ocupaban pacíficamente en aceitar y pulir piezas metálicas. Unos pocos se habían metido en refugios y allí dormían, leían o escribían. De vez en cuando se oía un silbido agudo y un ¡plof! blando, y otra flor estrellada con pétalos de astillas blancas surgía en uno de los troncos oscuros.

De pronto nos encontramos en la primera línea de trincheras. La trinchera estaba sorprendentemente seca y limpia, como nos mostró Ortega lleno de orgullo profesional. En los sitios donde el agua del cerro había hecho reguera, la tierra estaba cubierta con tablas y puertas de las casas bombardeadas en el paseo de Rosales. A través de las troneras del parapeto me asomé al frente y eché una ojeada al borde terroso de la trinchera opuesta en el que de vez en cuando explotaban nubecillas de polvo.

Allí estaba el enemigo escasamente a cien metros de nosotros: moros, falangistas, legionarios, italianos, un puñado de alemanes, y reclutas forzosos de los campos de la vieja Castilla. Al fondo se elevaban los edificios de la Ciudad Universitaria, inmensos, llenos de cicatrices de cañón. Detrás del agujero roto de una ventana alta, bajo el tejado del edificio de ladrillo de la facultad de medicina, pasó una figurilla como un muñeco; tableteó una ametralladora en nuestra trinchera, pero no pude ver dónde iban los proyectiles. El sol rebrillaba en una revuelta del río.

Con la ciudad a espaldas nuestras y los robustos vascos y gallegos y asturianos envolviéndonos en sus chistes, el enemigo perdía importancia. Había que reírse. Estábamos seguros allí, la ciudad estaba segura, la victoria era segura también.

Ortega nos enseñó un mortero primitivo. La bomba se disparaba por un muelle de ballesta, al igual que una catapulta. El vasco a cargo del mortero se dispuso a disparar:

—Ya que han venido los camaradas, vamos a tener cohetes —dijo—. Vamos a hacerles cosquillas, veréis cómo se enfadan.

Al segundo intento el proyectil salió volando sin ruido y un segundo más tarde nos sacudía una explosión seca. El frente se desató en una furia violenta, El chasquido de los disparos de fusil se corría a lo largo de los parapetos, una ametralladora comenzó a funcionar a nuestra derecha, los edificios de la Ciudad Universitaria se unieron al concierto. Dentro de mi cabeza zumbaban en un pitido agudo mis oídos. Habíamos desatado el poder oculto de los explosivos y ya no estábamos más seguros.

Diez días más tarde, las divisiones blindadas italianas desencadenaron una gran ofensiva en la llanura terrosa de la Alcarria, al noreste de Madrid. Sus tanques arrollaron nuestras posiciones; tomaron Brihuega y Trijueque, se situaron ante Torija, cerca de Guadalajara. Era un intento de cortar nuestro saliente norte y cerrar la carretera a través de Alcalá de Henares, que se había convertido en esencial para Madrid, ya que la carretera de Valencia sólo era accesible por caminos laterales.

El general Goliev tomó la retirada fríamente. Hablaba como si detrás de él estuvieran para maniobrar los espacios inmensos de Rusia. Yo no creo que mucha gente en Madrid percibió la gravedad de la situación. Los periodistas extranjeros sabían que ésta era la primera acción en campo abierto de las fuerzas italianas en España. ¡Esto sí que eran grandes noticias! Pero cuando comunicaron que las fuerzas italianas blindadas y de infantería constituían la vanguardia de las fuerzas rebeldes, se estrellaron contra la censura de sus propios editores: había que conservar la comedia de la no intervención. De repente, nuestro servicio de censura y los corresponsales extranjeros se encontraban siendo colaboradores de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos.

Herbert Matthews tuvo una conferencia y después una conversación con sus editores, en la cual el hombre al otro lado del hilo telefónico, alguien sentado en una oficina en París, le dijo:

—No hable usted siempre de italianos. Usted y los periódicos comunistas son los únicos que usan esa historia de propaganda.

Matthews, atado por nuestras regulaciones de censura, se calló; después vino a mi mesa con los labios contraídos y me sometió un cable que quería mandar a Nueva York:

—Si no tenían confianza en su información objetiva, dimitía de su cargo.

La respuesta del
New York Times
fue que nadie creía que él quisiera hacer propaganda, pero que podía haberse dejado llevar de los amaños de la propaganda oficial de la República.

Herbert Matthews triunfó en su batalla. Pero cuando semanas más tarde leía yo en qué forma varios periódicos ingleses, americanos y franceses habían publicado las informaciones que nosotros habíamos censurado en Madrid, me encontré con que la mayoría de ellos habían cambiado las frases «tanques italianos», «infantería italiana», etc., por fuerzas, tanques e infantería «nacionalistas», de manera que desaparecía la evidencia vergonzosa de una guerra internacional.

De la noche a la mañana se cambiaron las tornas: los cazas republicanos suministrados por Rusia —aquellos «ratas» y «moscas» que nos parecían tan maravillosos— cayeron sobre las fuerzas de avance. Una unidad anarquista entrampilló una gran formación italiana y la aniquiló. Las Brigadas Internacionales se incorporaron al frente. Los altavoces del batallón Garibaldi llamaban a los italianos del otro lado. Después avanzaron en un bloque los antifascistas italianos y alemanes, lado a lado con las unidades españolas. Recuperaron Trijueque y Brihuega, capturaron más de mil prisioneros, todos italianos, y capturaron el correo y los documentos del Estado Mayor.

Gallo, el comisario comunista de las Brigadas Internacionales, y Pietro Nenni, el socialista italiano que estaba en todas partes con su camaradería efusiva, nos trajeron los giros postales que los soldados mandaban a sus familiares en Italia, diarios manchados de sangre, cartas aún sin censurar, sellos de correo italiano, documentos y registros sin fin. Todo esto lo repartimos entre los corresponsales que querían una prueba irrefutable de la veracidad de sus informaciones. El Comisariado de Guerra llevó a los periodistas a través de los pueblos reconquistados. Y sus informaciones después de la victoria de Guadalajara eran tales que no podían ya ser desmentidas o distorsionadas. Se había vuelto en una victoria de propaganda para nosotros.

La línea del frente se estabilizó al noreste, mucho más lejos de lo que había estado antes de la derrota italiana, aunque las esperanzas de un avance hasta Aragón no cristalizaron. Después de Guadalajara, Madrid no estaba ya aislado; el semicírculo de los sitiadores no amenazaba ya en convertirse en un anillo cerrado. Comenzó una corriente constante de visitantes. Ya nadie hablaba de la caída de Madrid. La reorganización de las autoridades civiles adquirió impulso. Rubio en el teléfono era más estricto. Llegaron delegaciones extranjeras a quienes llevábamos a visitar Argüelles, o los Cuatro Caminos, o las ruinas del Palacio de Liria y, si se atrevían, a través de las trincheras de Ortega. Presentaban sus credenciales a Miaja, visitaban una u otra de las fábricas modelo bajo el control de los trabajadores, una u otra de las escuelas para adultos y los hogares para huérfanos, y se marchaban.

Una de las delegaciones que tuvimos que conducir estaba presidida por el socialdemócrata Friedrich Adler, entonces secretario de la Internacional Socialista. Le era odiosa la existencia de un Frente Popular y la colaboración con los comunistas. No nos hizo ni una pregunta. Su silencio era, sin duda, la manera suya de desaprobar a los defensores de Madrid. Los muchachos socialistas, todos del ala derecha del Partido, que la Junta de Madrid había designado con gran tacto como su compañía, me preguntaron quién era aquel viejo antipático y por qué parecía un muerto andando. Se marchó dejando tras él un sentimiento de hostilidad, el único resultado efectivo de su visita.

Vinieron más periodistas y más escritores. Llegó Ernest Hemingway; Hans Kahle, de las Brigadas Internacionales, le llevó a los campos de batalla de Guadalajara; con Joris Ivens se lanzó a producir la película
Spanish Earh
, su secretario, el ex torero Sidney Franklin, aparecía en todas las oficinas pidiendo permisos, salvoconductos, gasolina y charlando incansable. Llegó Martha Gellhorn y Hemingway la presentó en laTelefónica: «That's Marty». «... Ésta es Martita, tratarla bien, que escribe para
Collier's
. ¿Sabe? Una circulación de un millón...» O de medio millón, o de dos millones, no recuerdo, ni me importaba; todos nos habíamos quedado absortos mirando la figura elegante rematada por un halo de cabellos rubios, que se movía en la oficina oscura y revuelta con el movimiento de caderas que sólo conocíamos del cine.

Convites en el bar del Gran Vía, convites en el bar Miami, convites en el bar del hotel Florida. Aparte de algunos «veteranos» de Madrid, embebidos en el trabajo, tales como George Seldes y Josephine Herbst, los periodistas y los escritores extranjeros se movían en un círculo de ellos, con una atmósfera suya, rodeados de un coro de hombres de las Brigadas Internacionales, de españoles ansiosos de noticias y de prostitutas atraídas por el dinero abundante y fácil.

Marzo se había convertido en abril. Hacía calor en las calles cuando no soplaba el viento duro de la Sierra. En las tardes las calles se llenaban de paseantes y los cafés rebosaban con gentes que cantaban y reían, mientras a lo lejos las ametralladoras soltaban escupitinajos, como si el frente estuviera lleno de rabia. La amenaza de los bombardeos aéreos parecía no existir.

Había comenzado los trámites de mi divorcio después de obtener un consentimiento de mala gana de Aurelia. Estaba inquieto. El trabajo no pesaba mucho. Habíamos hecho nuestra parte, pero ahora todo parecía vacío y falto de sentido. La propaganda se había apoderado del cliché del «Madrid heroico» y todo se había convertido en fácil y monótono, como si la guerra —nuestra guerra— se hubiera detenido de pronto y no siguiera creciendo en amplitud y alcance infernales.

Cada vez que Ángel venía a verme en uno de sus permisos, medio borracho, narrador de nuevos trucos inventados en las trincheras, o de aventuras amorosas siempre fracasadas, o de sus hambres por tener su mujercita al lado, me servía de consuelo. Agustín, mi cuñado, me consolaba también cuando me contaba la vida en la casa de vecindad y en los talleres. Llevé a Ilsa a la taberna de Serafín, donde me había sentido como en casa desde muchacho, y me alegró el que congeniara con el panadero y el carnicero y el prestamista, que eran mis amigos; o que el cliente desconocido, un obrero, le alargara espontáneamente un puñado de bellotas «porque le gustaba su cara». Todo aquello era real, las otras cosas no. Así, mi propia vida comenzaba a aclararse.

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