La forja de un rebelde (133 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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En el fondo del pasillo se abría un agujero semejante a la boca de un pozo, con una escalera de caracol que llevaba a una caverna más honda, de diez pies cuadrados, construida en cemento macizo; allí era donde mi amigo, el interventor, tenía su oficina. Bajo la pantalla de cristal verde que cubría su lámpara, aparecía como un fantasma cadavérico, con su armazón esquelética y sus ropas grandes y colgantes; y el silencio repentino y que existía detrás de las gruesas paredes y de la tierra honda en la que estaban embebidas, le hacían a uno sentirse como si hubiera penetrado en una tumba. Allí me sentaba con el secretario del Comité Obrero, un hombre flaco de La Mancha con los huesos de los pómulos puntiagudos y ojillos diminutos, y planeábamos nuestros programas. Primero leíamos las cartas dirigidas a La Voz de Madrid. Llegó una de un viejo minero español, emigrante en los Estados Unidos. Decía —y creo que recuerdo exactamente las palabras de esta carta tan simple y tan cruda—: «Cuando tenía trece años bajé a la mina a picar carbón en Peñarroya. Ahora soy sesenta y tres años viejo, y aquí estoy, picando carbón en Pensilvania. Lo siento que no puedo escribir como los señores, pero en mi pueblo, al marqués y al cura no les gustaba mucho que fuéramos a la escuela. Decía: ¡A trabajar, vagos! Dios os bendiga a vosotros que estáis luchando por una vida mejor y Él maldiga a todos los que no quieren dejar vivir al pueblo».

Mientras leía mi charla nocturna, la población entera del sótano se amontonaba en el estudio de las mantas. Los hombres parecían sentir que ellos tenían una parte en lo que yo decía, porque hablaba su mismo lenguaje, y cuando acababa se volvían críticos rigurosos de mi charla. El ingeniero que estaba en la estación emisora, controlando el volumen, se sentía obligado a llamar al teléfono y decirme en crudas palabras si le había revuelto las tripas de emoción o de rabia, porque no me había atrevido a decir la verdad. Los más simples entre todos tenían una predilección por denuncias bíblicas de los poderes satánicos del enemigo; muchos sufrían la fascinación de los trozos más crudos de realismo que me atrevía a lanzar por el micrófono, y que ellos nunca creían se podían decir en alta voz. Los escribientes encontraban mi estilo crudo y desprovisto de florilegios del lenguaje, asombrándoles que pudiera hilvanar cada oración, fácilmente, sin titubeos intelectuales. Y la verdad es que yo no tenía método ni teoría: trataba simplemente de expresar lo que sentía y lo que otros sentían, en el lenguaje que a mí me parecía más claro, y, a través de ello, obligar a las gentes de nuestros países hermanos a ver bajo la superficie de nuestra lucha.

El hombre cuyas reacciones eran la mejor guía para mí era el sargento al mando de la guardia del ministerio. Se había entregado a mí completamente, con la lealtad ciega de un viejo mayordomo, siguiendo las órdenes de su antecesor, el sargento que se había solidarizado conmigo el 7 de noviembre. Convencido de que yo era un hombre condenado por la quinta columna, se negaba a perderme de vista en cuanto oscurecía y me acompañaba cada noche a la estación de radio, con su pistola montada, lleno de orgullo silencioso e infantil. En el estudio se sentaba en el rincón más próximo al micrófono, mirando amenazador a los demás y muy sensible a las miradas de ellos. Tenía una cara plana y llena de arrugas, como esculpida en una losa carcomida de vientos, y sus ojos eran color de agua. Después de unas semanas de escucharme, un día entró en mi cuarto, se atragantó, se le llenaron los ojos de agua y me alargó un puñado de papeles: allí había escrito él todas las cosas malas que había hecho en su larga vida de guardia civil. Quería que yo lo leyera y que lo convirtiera en una charla y que se lo contara al mundo, como una penitencia para que él pudiera quedarse en paz. Su carácter de letra era idéntico al del viejo minero que me había escrito desde Pensilvania.

El nuevo Gobierno de la República, bajo la presidencia del doctor Negrín, llevaba ya algún tiempo en el poder. El propio Negrín había hecho un discurso por radio, sobrio y serio, como todos los que había de pronunciar después. Se corrían rumores de que Indalecio Prieto había hecho una limpieza a fondo y había reorganizado el Estado Mayor. Se había estrechado la disciplina en el ejército, se había reducido el carácter político de sus unidades y se había restringido el papel de los comisarios políticos. Había movimientos de tropas en los sectores al oeste de Madrid, por las carreteras de la costa llegaba un chorro constante de material de guerra, se veían muchos más aviones volando sobre la ciudad y los corresponsales de guerra comenzaban a llegar de Valencia. Me llamaron del cuartel general y me dieron órdenes estrictas:

Prieto estaba en Madrid, pero había que mantenerlo en secreto. Tan pronto como comenzaran las operaciones, la censura no dejaría pasar más informaciones sobre la guerra que el comunicado oficial. Todos los telegramas o radios privados o diplomáticos se retendrían varios días sin cursar. A los corresponsales no se les permitiría ir al frente.

Las operaciones comenzaron en el calor tórrido de julio. Entraron en acción las brigadas de Líster, el Campesino e Internacionales. Se había entablado la batalla por Brunete. El ataque republicano, soportado, por primera vez, por fuerzas aéreas, avanzó en el oeste de Madrid en un intento de cortar las líneas enemigas, flanquearlas y forzar la evacuación de sus posiciones en la Ciudad Universitaria. Todo parecía iniciarse bien, pero de pronto la ofensiva se paralizó. A pesar del notable mejoramiento técnico, nuestras fuerzas eran demasiado débiles para poder seguir aumentando su presión sobre el enemigo antes de que éste recibiera refuerzos. Después de un avance victorioso, vino una derrota: Brunete y Quijorna, tomados con grandes sacrificios, se perdieron de nuevo, y en el proceso quedaron completamente arrasados.

Torres y yo gateamos la escalera retorcida y llena de telarañas que llevaba a la cima de la torre oeste del ministerio. Desde los tragaluces nos asomamos al panorama de tejados y al campo de batalla. Allá, a lo lejos en la llanura, muy lejos para ver con nuestros ojos detalle alguno, todo era una masa de humo y polvo, desgarrada por relámpagos; y de esa base oscura se elevaba al cielo una enorme columna de humo. La nube de guerra se bamboleaba y estremecía, y mis pulmones vibraban a compás de la vibración ininterrumpida del cielo y de la tierra. Un polvillo fino se desprendía de las viejas vigas de la torre y se quedaba bailoteando en el rayo de sol que entraba por el tragaluz. A nuestros pies, en la plaza de Santa Cruz, las gentes pasaban marchando a sus asuntos, y en el tejado de enfrente un gato blanco y negro surgió de detrás de una chimenea, se quedó mirándonos, se sentó y comenzó a lamerse sus patas y lavarse sus orejas.

Estaba tratando de contener el ansia de vómito que me subía del estómago a la boca. Allí, bajo aquella nube apocalíptica, estaba Brunete. En mi imaginación reveía el pueblo pardo, con sus casas de adobe enjalbegadas, su laguna sucia y fangosa, sus campos desolados de terrones secos, blanqueados de sol, duros como piedras, el sol implacable cayendo sobre las eras, el polvillo de la paja triturada agarrándose a mi garganta con sus finas agujas. Me reveía como un muchacho andando a lo largo de su calle única, la calle de Madrid, entre el tío José y sus hermanos, él en su traje de alpaca y ellos en sus pantalones de pana crujientes, todos ellos llevando consigo su olor de tierra seca y de sudor secado por el sol y el polvo. A pesar de sus muchos años en la ciudad, el tío José tenía la piel y el olor de un campesino de Castilla la seca.

Allí, detrás de aquella nube negra, llena de relámpagos, Brunete estaba siendo asesinado por los tanques llenos de ruidos de hierros, por las bombas llenas de gritos delirantes. Sus casitas de adobe se convertían en polvo, el cieno de su laguna salpicaba todo, sus tierras secas sufrían el arado de las bombas y la simiente de la sangre. Todo esto me parecía un símbolo de nuestra guerra: el pueblo perdido haciendo historia con su destrucción, bajo el choque de los que mantienen todos los Brunetes de mi patria áridos, secos, polvorientos y miserables como siempre han sido, y de los otros que sueñan con transformar los pueblos grises de Castilla, de España toda, en hogares de hombres libres, limpios y alegres. Para mí era también un punto personal: la tierra de Brunete contiene algunas de las raíces de mi sangre y de mi rebelión. Su herencia seca y dura ha batallado siempre dentro de mí contra el calor alegre que he recibido como herencia en la otra rama de mi sangre, del otro pueblo de mi niñez, Méntrida, con sus viñas, sus cerros verdes, sus arroyos lentos y cristalinos en la sombra de las alamedas; Méntrida, una mota más allá de la llanura, lejos de la nube siniestra, pero prisionera ya de los hombres que estaban convirtiendo los campos de España en ruinas yermas.

En las noches, un día tras otro, gritaba en el micrófono lo que sentía en aquella torre que daba al frente.

Los periodistas, tan cercanos al foco de la guerra e imposibilitados sin embargo de informar sobre la batalla, estaban furiosos y persistentes. Mandaban los comunicados del ejército y la aviación, pero se enfadaban conmigo y yo me enfadaba con ellos, porque cumplía las órdenes que me daban y no les dejaba decir más. Al principio de la ofensiva, las preocupaciones eran claramente necesarias. Los radiotelegramas que el interventor puso sobre mi mesa, y los cuales se retrasaron cuatro días, contenían muchos mensajes que eran altamente sospechosos. El agente alemán Félix Schleyer, administrador aún de la embajada noruega, había enviado una oleada de telegramas privados: una cantidad increíble de gentes con dirección diplomática impecable sufrían desgracias de familia. Pero una vez que las operaciones estaban en pleno desarrollo, yo veía que era en nuestro propio interés el dejar a los periodistas en libertad de mandar sus propias informaciones y visitar el frente. Fui a ver a Indalecio Prieto al Ministerio de la Guerra y después de una acalorada discusión obtuve una mayor amplitud de las reglas.

Sin embargo, mis relaciones con los periodistas habían sufrido por nuestra irritación mutua y seguían sufriendo. Notaban que los permisos, que antes se despachaban rápidamente, ahora se concedían con una lentitud exasperante, sin que ellos tuvieran idea, ni yo pudiera contarles, de la batalla constante entre nuestra oficina y la vieja burocracia que renacía. Para ellos, la causa de sus dificultades radicaba en mí y yo no trataba ni de explicarles la situación ni de calmarlos, aunque sabía que se habían quejado directamente a Prieto y a la oficina de Valencia, y que las gentes de Valencia estaban muy contentas de ello, George Gordon regresó de su viaje a Valencia hinchado de importancia política, y me obligó a pararle los pies de una manera más que ruda. Rubio Hidalgo apareció por medio día; insistió en que el contrato temporal con la muchacha canadiense no debía prolongarse, porque había dejado cursar un despacho donde se le llamaba a Prieto, el ministro,
roly—poly
, «gordin—flón», lo cual en su opinión era contrario a la dignidad nacional; expuso un plan para establecer a un periodista español —conocido sobre todo por su feudo con el corresponsal del Times— como director de la propaganda en Madrid por prensa y radio. Me encontró más refractario que nunca a estas combinaciones y acabó nuestra conferencia peor aún, cuando se permitió hacer observaciones sobre la mala impresión que causaban mi divorcio y mis relaciones con Ilsa.

Era evidente que más de una campaña, de tipo político y personal, se había puesto en marcha. Estaba demasiado agotado para preocuparme de ello, o, tal vez, secretamente me alegraba.

Cuando se terminó la ofensiva, mi divorcio llegó a su fase final y, terminado el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, con sus intelectuales exhibiéndose presuntuosos en el escenario de Madrid en lucha y dedicándose a discutir allí el comportamiento político de André Gide, me sumergí en una especie de estupor.

María venía aún una vez por semana con súplicas y con amenazas, hasta lograr llevarme a un estado de rabia y disgusto en que rompía brutalmente con ella. No volvió, pero durante un tiempo escribió cartas anónimas a Ilsa y a mí. La madre de Aurelia, que reconocía la parte que había tenido su hija en la destrucción de nuestro matrimonio, tomó la costumbre de visitarnos a los dos regularmente. Cuando vino la primera vez, los empleados del ministerio observaban tras las puertas entreabiertas para no perder el escándalo que sin duda iba a armar, y cuando se encontraron con que la buena mujer formaba una amistad con su ex hijo político y su futura esposa, tuvieron un choque más intenso, porque aquello era aún más revolucionario y emocionante. El censor de la cara caballuna no cesaba de repetirme: «Esto sigue siendo más que nunca como una novela extranjera. Nunca hubiera pensado que gentes españolas podían obrar así». Los escuchaba a todos y, con excepción de preparar mis charlas de radio, ni les contestaba ni hacía nada.

Por aquel tiempo, gentes que no tenían conmigo más que un contacto superficial comenzaron a darme consejos sobre mi error en tratar de casarme con una extranjera en lugar de seguirla teniendo como mi querida. En tanto que habían creído que un español había «conquistado» a una mujer extranjera, sus sentimientos masculinos se habían sentido halagados, pero ahora se alarmaban porque se escapaba de su código y creían que iba a cometer una inmoralidad. Coincidían con las insinuaciones de Rubio y me llenaban de repugnancia, una excusa adicional para desdeñar los rumores que llegaban a mí sobre mi debilidad creciente, mis ataques de furia y mi salud insegura. Aquellos rumores casi me halagaban, y los favorecía. Sólo cuando veía el disgusto de Ilsa y su preocupación, y cuando Torres, o el viejo sargento, o Agustín, o Ángel, o los viejos amigos de la taberna de Serafín me mostraban su fe en mí, conseguía el impulso necesario para obrar en contra espasmódicamente.

Mientras estaba aún en las angustias de esta crisis, Constancia de la Mora vino en su primera visita a Madrid. Yo sabía que, virtualmente, se había apoderado del control del Departamento de Censura de Valencia y que Rubio no era de su agrado; que era una organizadora eficiente, muy la aristócrata que se había unido a la izquierda por su propia voluntad y que había mejorado muchísimo las relaciones entre la oficina de Valencia y la prensa. Sabía que estaba respaldada por el Partido Comunista y que tenía que haber encontrado irritante que nosotros, en Madrid, obráramos invariablemente como si fuéramos independientes de la autoridad de ellos, o de ella. Buena moza, llena de carnes, con grandes ojos negros; con los modales imperiosos de una matriarca, con la simplicidad de pensamientos de una pensionista de convento y la arrogancia de una nieta de Antonio Maura, inevitablemente tenía que chocar conmigo, como yo con ella. Sin embargo, cuando nos aconsejó, a Ilsa y a mí, que nos tomáramos unas largas vacaciones que bien nos habíamos merecido, estaba dispuesto a creer en sus buenas intenciones. Verdaderamente tenía que descansar y dormir; y por otra parte quería saber qué era lo que las gentes de Valencia querían hacer con nosotros.

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